miércoles, 10 de junio de 2009

ORDET (1955), DE CARL THEODOR DREYER. LA FILMACIÓN DE UN MILAGRO.


Llegamos aquí a un punto culminante en la filmografía de Dreyer. "Ordet" es una obra insuperable, quizá la película más profundamente religiosa que se haya filmado y a la vez una obra sencilla y desnuda de todo artificio.

Hay que ver "Ordet" en versión original, escuchar los matices de la voz del "loco" Johannes cuando predica como un nuevo Jesucristo y sus familiares mueven la cabeza resignados. Extraña enfermedad esta, la de la religiosidad, que obliga a creer en lo que no se ve y volver, en cierto sentido, a la inocencia primigenia de la infancia. Las sencillas prédicas de Johannes están muy por encima de las mezquinas disputas teológicas de las dos familias rivales, la de los protagonistas, que viven su fe con cierta alegría y liberalidad y la del sastre, mucho más estricta y temerosa de Dios. ¿Consiste la verdadera fe en seguir al pie de la letra ciertas ceremonias satisfaciendo así a un Dios del que apenas sabemos nada? ¿o más bien consistirá en intentar llevar una vida plena en todos los sentidos queriendo a los demás como a uno mismo? Personalmente hace años que no me defino precisamente por mi religiosidad, sino más bien al contrario. No creo que unas instituciones tan atadas a un ceremonial absurdo y con tanta ambición de poder terrenal representen a ningún Dios y mucho menos al personaje histórico de Cristo. Pero cuando uno se sumerge en una buena historia, sea en forma de libro o de cine, en cierto modo deja su vida de lado durante un rato y comparte la de unos personajes de cuya existencia nada sabiamos hasta ese momento, pero que de vez en cuando se quedan con nosotros largo tiempo, algunos incluso para siempre. En el caso de "Ordet" no pude dejar de tratar de comprender a Johannes, cual era su misión en esa pequeña comunidad, por qué decía palabras tan trascendentes con esa seguridad y lucidez...

La última escena es a la vez una sorpresa y no lo es, pues resulta coherente con el resto de la narración, por lo que no podía ser otro. Al final la pureza de la religión, o de la bondad, para los que no somos religiosos, estriba no tanto en las palabras pronunciadas como en la sencillez de nuestros actos. Quizá al buen cine le suceda lo mismo. El estilo de Dreyer hace que sus historias sigan perdurando dentro del espectador. Sencillez en las formas, complejidad infinita en el fondo.

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