Su sensibilidad no pudo resistir un nuevo conflicto, una guerra que parecían estar venciendo los enemigos de la civilización, cuando tuvo lugar su suicidio en Brasil, el país del futuro, como lo denominó en uno de sus últimos escritos.

En España, la fortuna de Stefan Zweig ha sido un poco extraña. Ampliamente difundido en los años sesenta y setenta gracias a los populares tomos de obras completas de la editorial Aguilar, fue olvidado durante casi treinta años hasta su triunfal regreso de la mano de la editorial Acantilado.
Su legado es imperecedero. Sus escritos son los de un sabio que gozaba de una rara combinación de saberes, sobre todo en el campo de la historia, mezclados con un don intuitivo que le hacía acertar casi siempre en las interpretaciones de los hechos históricos de los que se ocupara y una capacidad de conexión con el lector que no estaba reñida en ningún momento con su altísima calidad literaria.
Su vasta producción abarca tanto novelas -como "Carta de una desconocida" o "Novela de ajedrez"-, cuentos, ensayos históricos -como "María Antonieta"- o un famoso libro de memorias "El mundo de ayer", una de las mejores evocaciones del modo de vida en la Europa de hace un siglo.

"La impaciencia del corazón" es una de las grandes novelas de Zwieg. Y de las más gruesas también. Publicada cuando ya las sombras de guerra cubrían Europa, quizá el autor quiso subyugar estas preocupaciones a través de la escritura de una obra netamente literaria, en la que el concepto de piedad va a tener suma importancia:

"Hay dos clases de piedad. Una, débil y sentimental, que en realidad solo es impaciencia del corazón para liberarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena, es una compasión que no es exactamente compasión, sino una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la compasión desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá".

El teniente Anton Hofmiller es un joven de origen humilde, oficial de caballería del ejército austriaco. Por azares del destino, un día es invitado a una velada en la mansión de una de las familias más ricas de la ciudad. Allí conocerá a Edith, una muchacha, casi una niña, que podría tenerlo todo, si no fuera porque es inválida: no puede andar si no es con muletas y sufre por su falta de libertad.
El muchacho, noble e ingenuo, cegado por el esplendor de los Kekesfalva, va haciéndose imprescindible para esa familia: para la hija porque sus sentimientos hacia el teniente son cada vez más intensos y para el anciano padre porque las visitas de éste resultan milagrosas para el estado de ánimo de su Edith.

Poco a poco las relaciones entre los personajes van edificando un conjunto de mentiras piadosas, sostenidas precariamente. Anton se debate entre su piedad por la situación de la muchacha y el horror que le produce el compromiso al que quieren someterle a través de un auténtico chantaje emocional que le provoca un verdadero tormento durante casi toda la narración.

Uno de los puntos fuertes de la novela es la soberbia descripción de personajes y de sus emociones. Nada escapa al ojo clínico de Zweig que expresa a través de sus criaturas los puntos de vista que suscitan los acontecimientos a los que se ve sometido el protagonista. El doctor Condor, un hombre sacrificado que incita al sacrificio personal para salvar al prójimo, el viejo Kekesfalva, de brumoso pasado, obsesionado por la curación de su hija o la misma Edith, niña mimada y sufriente que se debate entre la desesperación por su situación de invalidez y la esperanza en un pronto restablecimiento.

Novela magistral, con una narración fluida que atrapa al lector y no le suelta hasta el final, Zweig consigue un elaborado estudio psicológico acerca de la piedad, la honradez y la desesperación. La conclusión a la que se puede llegar es que, como dice el refrán, el infierno está empedrado de buenas intenciones.