Nacido en 1785, la infancia de este escritor va a estar marcada por la muerte de dos de sus hermanas a muy temprana edad. Su juventud va a ser la propia de un rebelde: huirá del colegio en el que estaba internado en Manchester, pasando un par de años de extrema pobreza hasta que se reconcilió con su familia. En realidad la causa última de su huida fue el desprecio que le provocaban sus maestros, cuyo intelecto consideraba inferior al suyo. Su búsqueda de un auténtico mentor le llevó a acercarse al poeta Wordsworth, al que conoció en plena madurez creativa, en la época en la que escribió su famosa "Oda a la inmortalidad".

En realidad el traicionero amigo que va a marcar la vida de De Quincey va a ser el opio, pasión que compartiría con otro poeta: Coleridge. Sus experiencias con esta sustancia van a ser narradas con profundidad y maestría en la que quizá es su obra más conocida "Confesiones de un inglés comedor de opio". Aquí podemos encontrar una de las primeras definiciones de lo que significa ser esclavo de la droga:

"...un comedor de opio confirmado y habitual, a quien preguntarle si tal día en particular había o no tomado opio equivaldría a preguntarle si sus pulmones habían respirado, o si su corazón había cumplido sus funciones."

"Del asesinato considerado como una de las bellas artes" se divide en dos artículos, publicados en el Blackwood´s Magazine en los años 1827 y 1829. Nada más comenzar el primer texto, De Quincey da noticias al lector de una asociación llamada "Sociedad de Conocedores del Asesinato", compuesta por aficionados a analizar crímenes reales como si de obras de arte se tratara. Cuanto más virulento sea el crimen, cuanto más inexplicables los motivos, cuanto más arriesgue el asesino en su consecución, mayor mérito estético tendrá este, obviando la condena moral que merezca. El conferenciante lo explica de este modo:

"...supongamos que la pobre víctima ha dejado de sufrir y que el miserable asesino ha desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra; supongamos, en fin, que hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance, estirando la pierna para poner una zancadilla al criminal en su huida, aunque sin éxito (...) suponiendo todo esto me permito preguntar: ¿de qué sirve aún más virtud? Ya hemos dado lo suficiente a la moralidad: ha llegado la hora del buen gusto y de las Bellas Artes."

Para quienes se escandalicen ante esta exaltación del asesinato, el autor recuerda que la gente no puede evitar sentir morbo ante la desgracia ajena. Si se incendia una casa vecina, el lugar se llenará de curiosos, que incluso disfrutarán del espectáculo. Algo parecido sucede con los crímenes horrendos, que enardecen la imaginación y no puede evitarse que en muchas ocasiones el criminal acabe siendo una estrella, aunque sea por la fascinación que el mal produce cuando uno no es la víctima.

El asesino queda definido como un criminal, sí, pero también, en casos especiales, como un ser superior, como alguien que busca deliberadamente el peligro para ponerse a prueba. Algo que recuerda poderosamente al argumento de la película de Alfred Hitchcock "La soga", en la que dos estudiantes, embriagados por lecturas de Nietzsche, intentan hacerse pasar por superhombres más allá de la moral.

El ensayo de De Quincey resulta interesante por el uso que se hace en el mismo de la ironía, recordando como precedente el famoso opúsculo de Jonathan Swift "Una modesta proposición", donde el autor de "Viajes de Gulliver", proponía que los hijos de los campesinos pobres de Irlanda vendieran sus hijos a los poderosos para que les sirvieran de alimento. El sarcasmo también está presente en la divertida utilización en sus argumentaciones de las vidas de filósofos como Descartes o Spinoza. Además, hay que recordar la más célebre frase de la obra, por la que es más recordada, cuando un criado que pretende entrar a su servicio le ofrece, entre las habilidades propias de su cargo, la práctica del arte:

"Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento."

Leído hoy, "Del asesinato considerado como una de las bellas artes" ha perdido gran parte de su frescura y de su capacidad de sorprender. El ciudadano del siglo XXI, sometido diariamente a un bombardeo de imágenes violentas, difícilmente se va a escandalizar ante las descripciones de De Quincey. El cine, la televisión y nuevas formas de arte han hecho que el hombre actual sea capaz de gozar estéticamente, sin remordimientos, de representaciones muy realistas (o incluso reales) de lo que es reprobable moralmente. Pero hay que imaginar el efecto que causaría la obra de De Quincey, cuando fue publicada, a principios del siglo XIX.