jueves, 23 de febrero de 2012

BECKET (1964), DE PETER GLENVILLE. IGLESIA Y ESTADO.


Creo recordar que en la serie que Victoria Prego dedicó a la transición española se contaba como anécdota que la televisión emitió esta película en plena polémica con el cardenal Tarancón, que intentaba desligar a la iglesia del moribundo Estado franquista. Como tantas otras cosas en este país, eso sólo se consiguió a medias, puesto que España sigue siendo confesional en muchos aspectos y nadie se atreve a revisar los ventajosos (para el Vaticano) Acuerdos de 1979. De hecho, el gobierno actual no tiene problemas en recortar de todas las partidas presupuestarias posibles, excepto la de dotación económica a la iglesia católica.

Con los grandes clásicos, como la película que nos ocupa, siempre sucede lo mismo: son intemporales y se mantienen tan frescos y vigentes como el año que fueron realizados. Como muchos sabrán, se cuenta la historia de Thomas Becket, que se convirtió en canciller de Inglaterra, a pesar de su origen sajón, por su inteligencia y su amistad con el rey Enrique II, que pretendía que la iglesia de su país se plegara a los intereses del estado. Para conseguirlo, se le ocurrió nombrar a su canciller arzobispo de Canterbury, es decir, jefe de la iglesia. Lo más sorprendente de esta historia verídica, es la transformación operada en Becket cuando se consumó el nombramiento: de repente, el juerguista Becket se transformó en un hombre pío, defensor de los derechos de la iglesia y se enemistó con su rey hasta el punto de poner en peligro la misma supervivencia del estado.

La película refleja de manera magistral estos hechos. Ante todo hay que destacar la perfecta elección de los dos actores principales, que sostienen todo el peso de la trama: un Peter O´Toole que acaba de interpretar a Lawrence de Arabia nos hace totalmente creible a un Enrique II apasionado por el poder y a la vez temeroso y lleno de furia por la traición de su amigo. Por otra parte, un contenido Richard Burton sale airoso en el difícil papel de Becket, un hombre dividido entre la lealtad a su rey y a Dios, en el que se opera un gran cambio al llegar a la mitad del metraje. Becket al final se convirtió en un santo todavía venerado. Seguramente es a él a quien recurren los responsables de la iglesia española para conseguir sus cuantiosas prebendas.

Muchas de las escenas del film parecen concebidas directamente para el teatro, pero están realizadas con un gran lujo de medios y una perfecta ambientación, logrando que el espectador se sienta atrapado durante dos horas y media por unos diálogos llenos de fuerza, acerca de problemas que en realidad son intemporales. Que "My fair lady" se impusiera ese año a esta película, es una de las grandes injusticias de la historia de los Oscars.

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