Ya en la introducción, Judt da pistas acerca de cómo fue posible la construcción de una unión pacífica de los pueblos europeos después de haber asistido a una auténtica guerra civil de treinta años:

"La Europa postnacional, del Estado del bienestar, cooperante y pacífica, no nació del proyecto optimista, ambicioso y progresista que los euroidealistas de hoy imaginaron desde la pura retrospectiva; fue el fruto de una insegura ansiedad. Acosados por el fantasma de la historia, sus líderes llevaron a cabo reformas sociales y fundaron nuevas instituciones como medida profiláctica para mantener a raya el pasado."

Terminada la Segunda Guerra Mundial, Europa estaba en ruinas y dividida en dos zonas de ocupación entre los ejércitos occidentales y los soviéticos, todavía aliados. Alemania y gran parte de Europa central (por no hablar de la Unión Soviética) era un inmenso campo de refugiados cuyas ciudades estaban en ruinas. Por suerte, muchas infraestructuras e industrias no se encontraban demasiado dañadas, lo cual era una buena base para la reconstrucción. Mientras tanto, se intentaba llevar a cabo un primer proceso de desnazificación en el lado occidental, aunque la población se ocupaba más bien de la supervivencia diaria. En el lado soviético, a pesar de las promesas iniciales de democracia, las autoridades alentaron la llegada al poder de los partidos comunistas en los países de su zona de ocupación. En Alemania oriental, muchos antiguos nazis fueron los primeros agentes de la Stasi, la policía secreta encargada de reprimir a los enemigos del nuevo régimen.

La prioridad de los Aliados occidentales era que no volviera a repetirse la catástrofe de una guerra en Europa y se dieron cuenta que la única manera era dando confianza a la población. Las raices del milagro económico de la postguerra las puso el providencial Plan Marshall. Pero éste no fue el único factor que lo hizo posible. Los gobiernos, comenzando por el británico, tomaron las riendas de la situación y legislaron progresivamente importantes mejoras sociales: planes de pensiones, seguros de desempleo, estabilidad laboral y nacionalización de empresas, destinadas a la creación y reparto de riqueza entre sus ciudadanos. Además, algunos países europeos firmaron tratados multilaterales para facilitar el comercio: el germen de la Comunidad Económica Europea.

Aunque tuviera mucho predicamento entre numerosos intelectuales de Europa Occidental, el comunismo era una dura realidad para los países a los que se les había impuesto: checos, húngaros, alemanes del este... Los ciudadanos solían tener garantizado un puesto de trabajo y una vivienda, pero sus expectativas no iban más allá, por lo que el trabajo consistía en el monótono cumplimiento de unas cuotas de productos que a veces no eran los más necesarios. La planificación de la economía conllevaba una gran corrupción y tampoco tenía en cuenta las agresiones continuas al medio ambiente. Además, la falta de libertades subyacente al régimen provocó protestas (en Hungría en 1956 o en Checoslavaquia en 1968) que fueron reprimidas duramente por una vigilante Unión Soviética. El muro de Berlín pasó a ser el símbolo de la división profunda entre el Este y el Oeste, entre dos concepciones del mundo totalmente incompatibles.

Los años sesenta fueron dorados para occidente: al auge económico y el bienestar se le unió una expansión de las libertades que verdaderamente abrió una brecha generacional entre padres e hijos. Las revoluciones del sesenta y ocho fueron en realidad una expresión de descontento y hastío del estrato más mimado de la sociedad: los hijos universitarios de la burguesía. Esta contradicción fue expresada perfectamente por el cineasta italiano Pier Paolo Pasolini:

"Ahora todos los periodistas del mundo os lamen el culo (...) pues yo no, queridos míos. Tenéis cara de mocosos malcriados y os odio, como odio a vuestros padres. (...) Cuando ayer en Valle Giulia golpeabais a la policía, yo simpatizaba con la policía, porque ellos son los hijos de los pobres."

La verdadera batalla del sesenta y ocho se libraba en Praga, donde los estudiantes y trabajadores se asombraban al escuchar las declaraciones de intelectuales occidentales de apoyo al comunismo. Esta efervescencia se apagó en los setenta en occidente: la crisis económica provocó un acentuado individualismo: la prioridad entre los jóvenes ya no era hacer la revolución, sino encontrar trabajo. El consenso keynesiano se resquebrajó y el Estado comenzó a dejar las riendas de la economía al mercado, cada vez más desregulado. Esta década fue también gris para los países de la órbita soviética, cuyo desastre económico solamente pudo ser contenido pidiendo préstamos a occidente. El resugirmiento de la guerra fría durante los ochenta fue la puntilla que acabó de rematar al comunismo: la Unión Soviética no fue capaz de soportar el desafío de la escalada armamentística.

En realidad, la caída del comunismo fue posible gracias a un hombre: Mijail Gorbachov, cuya intención no era el desmantelamiento, sino la reforma. Los países del bloque comunista fueron ganando su libertad gracias a la voluntad de no intervenir de Gorbachov. Los problemas económicos (y otros aún más dramáticos, como Chernobyl) se fueron acumulando en la mesa del líder soviético, que al final perdió el control de la situación y tuvo que plegarse ante el impulso de iniciativas ajenas a su voluntad. La transición del modelo comunista al capitalista fue un proceso largo y penoso, cuyo fin último se encontraba en la estabilidad que ofrecía la pertenencia al club de la Unión Europea.

Mientras tanto en Europa triunfaba el pensamiento neoliberal y, tal como apunta Judt "la prosperidad privada se vio acompañada, como ocurre con tanta frecuencia, de la miseria pública". Eran los tiempos de Thatcher y de Reagan, de la llamada globalización y de la expansión de la finanzas, que han acabado casi colapsando el sistema en una crisis económica brutal, que Judt analizará en algún libro posterior, aunque aquí da algunas causas de su desmantelamiento parcial, que se intenta completar en nuestros días:

"Desde los años treinta, las políticas públicas habían descansado en un consenso keynesiano que casi nadie cuestinaba y que partía de la base de que la planificación económica, la financiación del déficit y el pleno empleo eran tan intrínsecamente deseables como mutuamente sostenibles. Los críticos de este modelo ofrecían dos líneas argumentales. La primera, simplemente, era que la gama de servicios y disposiciones sociales a la que se habían acostumbrado los europeos occidentales no era sostenible. La segunda (...) que el Estado intervencionista era un impedimento para el crecimiento económico."

El historiador dedica su último capítulo a recordar el oscuro pasado de Europa: el Holocausto, que se repitió a mucho menor escala en el reciente conflicto de los Balcanes. Judt lanza su apuesta por una Unión Europea cada vez más integrada y que aborde los desafíos mundiales sin renunciar a la protección de sus ciudadanos, siendo un ejemplo de paz, estabilidad y prosperidad. Aunque vivimos tiempos oscuros en ese sentido, este libro puede servir para recordar que la voluntad de los pueblos puede vencer a las peores circunstancias, como sucedió después del infierno de la Segunda Guerra Mundial, al menos en la mitad occidental de Europa. En este sentido, la apuesta de Judt por la socialdemocracia ha sido siempre firme. Postguerra es un monumento de sabiduría y de coherencia, un libro que nos hace comprender un poco mejor nuestra identidad como europeos.