viernes, 31 de mayo de 2013

SAN MANUEL BUENO MÁRTIR (1931), DE MIGUEL DE UNAMUNO. LAS RAZONES DE LA FE.


San Manuel Bueno Mártir es uno de esos libros a los que siempre se vuelve con agrado. Es una especie de testamento vital de un Unamuno que nunca pudo reconciliar los conceptos de fe y razón, algo que le atormentó toda su vida, un conflicto que se recoge en todo su esplendor en el personaje de don Manuel, el cura ateo que tiene una visión utilitarista de la fe: hacer felices a sus feligreses, seres sencillos como niños que viven esperanzados en la certeza de la vida eterna.

Aquí el artículo:



Es muy posible que con San Manuel Bueno Mártir nos encontremos ante su obra cumbre, aquella que resume su angustioso pensamiento a través de un relato de lectura sencilla, pero cuya interpretación simbólica resulta mucho más compleja.


Es bien conocida la agónica filosofía del escritor vasco en relación con lo transcendente, su búsqueda de lo divino tratando de obviar lo que la razón le dicta: el resultado es un hombre incrédulo atormentado por su falta de fe, por la posibilidad futura de no ser. Como dejó escrito en su Diario íntimo:


“Por el infierno empecé a rebelarme contra la fe; lo primero que deseché de mí fue la fe en el infierno, como un absurdo moral. Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá de la tumba. ¿Para qué más infierno?, me decía.”


La narradora ficticia de San Manuel Bueno Mártir es Ángela Carballino, presentada como una muchacha de vida sencilla y fe elemental, enormemente interesada en la figura del párroco de su aldea, que es considerado una especie de santo por sus vecinos. Don Manuel es uno de esos religiosos que es capaz de llegar al pueblo a través de la humildad de su trato y la honradez de sus acciones. Los habitantes de Valverde de Lucerna constituyen un personaje colectivo unido por una fe ciega en el discurso de don Manuel, que para ellos es un vínculo seguro con la salvación que ofrece la religión. Esa es la misión principal del protagonista, la felicidad de sus feligreses:


“- Lo primero – decía – es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.”


Uno de los rasgos de carácter que más llaman la atención en don Manuel es su necesidad de estar siempre acompañado, de compartir la vida de las gentes de la aldea. Para él la soledad es pensamiento íntimo y esto deriva en una intensísima angustia. Porque el párroco guarda un secreto: su falta absoluta de fe. El regreso al pueblo de Lázaro, el hermano de Ángela, que ha pasado unos años en América, le va a proporcionar un inesperado aliado en su tarea catequística. Lázaro, que al principio ha calificado a don Manuel como un instrumento de la oscura teocracia que asola España, pronto quedará seducido por la personalidad del párroco y se hará cómplice de su terrible secreto fingiendo ante el pueblo su propia conversión. 


La filosofía práctica de don Manuel es ampliamente utilitarista; para él, la hipocresía de su discurso viene ampliamente compensada por la moralidad de los fines conseguidos: la esperanza de sus feligreses en una vida mejor. Él es como un padre que quiere lo mejor para sus hijos y los protege a toda costa de lo que él considera una terrible verdad, los protege de la nada, de la falta de horizontes y da un sentido a sus vidas, por muy irracional que éste le resulte en su fuero íntimo. La fe del carbonero siempre ha sido la más pura, porque la inteligencia y el saber no son más que fuentes de dolor: 


“- ¡Déjalos! ¡Es tan difícil hacerles comprender donde acaba la creencia ortodoxa y dónde empieza la superstición! Y más para nosotros. Déjalos, pues, mientras se consuelen. Vale más que lo crean todo, aun cosas contradictorias entre sí, a que no crean nada. Eso de que el que cree demasiado acaba por no creer nada es cosa de protestantes. No protestemos. La protesta mata el contento.”


La novela de Unamuno tiene componentes altamente simbólicos. Además del personaje central, cuya agónica condición describe la del propio autor, existen parajes en la aldea cuyo significado puede interpretarse de forma dualista. La peña del buitre puede representar a la vez la solidez de la fe del pueblo y el buitre (como en el mito de Prometeo), que atormenta continuamente al sacerdote. Por otra parte, el lago, que cuyas aguas cubren una aldea abandonada es a la vez la serenidad de su superficie y la turbulencia de sus profundidades, lo que en don Manuel se traduce en la tentación del suicidio.

Al final, todo se resume en el mensaje final del protagonista agonizante: poca teología y mucha religión. Que el pueblo siga viviendo en su feliz ignorancia, que la ilusión en una vida futura sea su alimento diario.

UN ROSTRO EN LA MULTITUD (1957), DE ELIA KAZAN. EL SOLITARIO Y LAS MASAS.

Es una lástima que al inmenso Elia Kazan se le recuerde más por su triste papel en la caza de brujas de Hollywood que por su maravillosa filmografía, casi siempre enfocada al tratamiento de temas sociales y políticos de forma muy honesta, aun cuando en la mayoría de las ocasiones no deja en muy buen lugar ni a políticos ni a ciudadanos, que en esta ocasión son retratados como una masa aborregada que sigue fielmente los dictados de un charlatán televisivo salido de la nada.

La locutora Marcia Jeffries conoce a Larry Rhodes en la cárcel del condado, cuando acude allí para realizar uno de sus programas radiofónicos, más bien de tono frívolo, llamado Un rostro entre la multitud, basado en testimonios de gente corriente. Ella capta enseguida el potencial de Rhodes el solitario, como comunicador, ya que es un hombre sin pelos en la lengua, brutalmente sincero y con un sentido innato del espectáculo. El ascenso de Rhodes (perfecto Andy Griffith en un papel que le va como anillo al dedo) en los medios será fulgurante. Estamos en los comienzos de la edad de la televisión y el protagonista es un pionero en el arte de utilizar su enorme poder para seducir a las masas y ponerlas a favor o en contra de quien le plazca. Esta circunstancia va a ser aprovechada por un político ultraconservador, quien aprovecha el apetito de poder de Rhodes y lo recluta para su campaña política: el poder hipnótico de la caja tonta utilizado por un farsante que le dice a la gente que la Seguridad Social y las prestaciones públicas son contrarias al espíritu americano. Demagogia televisiva con un mensaje absolutamente contrario a los intereses de la mayoría de los espectadores, que sin embargo es acogido por estos como si fueran palabras mesiánicas. ¿Les suena de algo?

Parece increible que Kazan se mostrara tan eficazmente visionario en esta realización. El poder del nuevo medio no tardó en manifestarse en las elecciones presidenciales de 1960, quienes oyeron el debate presidencial de Kennedy contra Nixon dieron por ganador a este último, pero quienes lo vieron por televisión quedaron seducidos por la imagen del demócrata. Ya no importa tanto el mensaje como el envoltorio. Lo triste es que la gente sigue amando a la televisión y a sus criaturas. Recuerden a Jesús Gil, piensen en las horas dedicadas a debates estériles y zafios sobre temas del corazón. Y, sobre todo, piensen en Berlusconi, la obra maestra del medio televisivo, al que los escándalos le hacen más simpático a los ojos de un buen número de italianos, que siguen amándolo tanto como aman a su electrodoméstico favorito.

jueves, 30 de mayo de 2013

OBJETIVO: LA CASA BLANCA (2013), DE ANTOINE FUQUA. EL EJE DEL MAL CONTRAATACA.

Hay películas que son hijas de su tiempo, que reflejan en sus imágenes el zeitgeist de un determinado momento histórico, sin perder su ambición de gran espectáculo. Objetivo: la Casa Blanca, parte de los telediarios más recientes, aquellos que hablan continuamente de la amenaza que representa Corea del Norte para dar verosimilitud a un argumento que a la postre resulta bastante sencillo y tópico. Hay un agente del servicio de seguridad del presidente que ha caido en desgracia debido a un accidente en el que ha fallecido la primera dama (lo cual remite al personaje que interpretaba Clint Eastwood en En la línea de fuego, de Wolfgang Petersen) que por supuesto se va a convertir en el héroe de la función cuando la Casa Blanca sea atacada por un auténtico ejército de terroristas norcoreanos y él sea el único que logre infiltrarse en el edificio (lo cual remite a Bruce Willis y su serie de La jungla de cristal y a la serie 24, en la que Kiefer Sutherland interpreta al inefable agente Jack Bauer). Es decir, que Objetivo: la Casa Blanca no arriesga en ningún momento, ya que es una película construida sobre tópicos y cuya estructura y funcionamiento va a reconocer el espectador de inmediato. Hasta el presidente se muestra casi tan heroico como el que encarnaba Harrison Ford en Air Force One (también de Wolfgang Petersen). 

Remitiéndonos a los valores estrictamente cinematográficos de la cinta, hay que reconocer que, desde un punto de vista técnico, la primera parte de la misma resulta muy llamativa. El ataque al edificio presidencial, pese a su inverosimilitud (en el fondo uno se niega a aceptar que la capacidad de respuesta de Estados Unidos ante un ataque de esta envergadura sea tan pobre) está filmado con oficio por Antoine Fuqua (recordemos que es el director de la magnífica Día de entrenamiento) teniendo siempre presente que la amenaza terrorista entró hace una década por la puerta grande en el american way of life y ahora el ciudadano vive asediado por la obsesión de la seguridad y el episodio vivido recientemente en Boston no invita precisamente al optimismo al respecto. Más bien parece que las amenazas se multiplican y pueden llegar desde Chechenia, Arabia Saudí, Pakistan, Afganistán, Siria (muchas veces a través de ciudadanos que parecían plenamente integrados en su país de adopción) y ahora también desde Corea del Norte, país que cuenta con armamento nuclear.

Objetivo: la Casa Blanca no es más que una entretenida adaptación a la pantalla grande de los miedos contemporáneos que atenazan al americano medio, cuyos ojos ya vieron desmoronarse por televisión varios de sus símbolos más sólidos. Uno de los edificios emblemáticos que se libró de los ataques del 11 de septiembre es ahora cinematográficamente asaltado, para recordar al espectador lo frágiles que son las bases en las que asienta su realidad (lo cual tiene mucho que ver con el concepto de Vida líquida de Bauman). Es como si un católico viera asaltada la basílica de San Pedro en el Vaticano por las hordas de Satanás. Eso sí, la película de Fuqua lo resuelve todo con dosis exageradas de patriotismo y con un mensaje un tanto paradójico: que vengan los terroristas a sembrar el caos, que sus ataques nos unirán y nos harán más fuertes. Termino con una pregunta un tanto maliciosa ¿surgiría una ola de patriotismo hispano si un grupo terrorista asaltara la Moncloa y secuestrara a nuestro presidente Rajoy? Prefiero no pensar demasiado en la respuesta.

lunes, 27 de mayo de 2013

LLUVIA PÚRPURA (2011), DE BEGOÑA RAMÍREZ Y FRANCISCO JAVIER MARTÍN. UNA PAREJA DE ESCRITORES.


Volver a encontrarme con mis amigos Begoña y Francisco Javier me ha traído muchos recuerdos de los buenos momentos pasados en la tertulia en la Casa de las Palabras. El espíritu de la misma sigue vivo en Nerja, a través de la tertulia Entrelíneas. De ambas surge este libro, una selección de los mejores relatos de ambos escritores. Les puedo asegurar hay mucha calidad literaria en sus páginas, variedad de registros y de temas. He pasado muy buenos momentos alternando los cuentos de uno y otro y, cada uno con su propio estilo y sus propias obsesiones. Aquí les dejo una pequeña crónica del encuentro del viernes en la biblioteca Cristóbal Cuevas:

http://asociacioncristobalcuevas.blogspot.com.es/2013/05/lluvia-purpura-los-relatos-de-begona.html

LAS BIBLIOTECAS PERDIDAS (2008), DE JESÚS MARCHAMALO. LA BABEL LITERARIA.


Como soy lector de los suplementos culturales de El País y ABC casi desde que tengo uso de razón, ya había leído alguno de los artículos de este libro, recopilación de los que publicó en ABC de las Artes y las Letras. Como buen texto periodístico, aunque sea de periodismo cultural, su principal característica es la claridad de la redacción. Si bien los escritos están consagrados a mostrarnos la riqueza de la literatura y sus autores, que es prácticamente infinita, Marchamalo no lo hace desde un punto de vista erudito, sino centrándose en la anécdota, en las casualidades de las que muchas veces son hijas las mejores obras literarias y, como no podía ser de otra manera, en las peculiaridades de los autores, esas personas que no tienen suficiente con el mundo en el que viven y se desviven por crear uno propio.

Es imposible resumir Las bibliotecas perdidas, pues hay en ella tantas historias como páginas. Quizá más. El libro constituye un homenaje a la literatura como juego, como una novela que contiene en su seno muchas historias y que constituye un pequeño festín para los que somos amantes de los libros, que vamos a descubrir las manías de los escritores, sus técnicas, sus muertes, sus éxitos, sus fracasos, sus vicios, sus filias y sus fobias. Son pequeñas píldoras muy adictivas y que prácticamente se leen solas. Este es uno de esos volúmenes que, cuando nos queremos dar cuenta, estamos en su última página, habiendo pasado unos instantes muy placenteros. 

jueves, 23 de mayo de 2013

ALEMANIA, AÑO CERO (1948), DE ROBERTO ROSSELLINI. INFANCIA ARRUINADA.


En 1945, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, Europa era un continente devastado y Berlín la destruida capital de los culpables del conflicto. Berlín, la ciudad que había estado a punto de convertirse en la capital de un siniestro imperio, no era más que un montón de ruinas donde se hacinaban millones de personas, que tenían que sobrevivir a varios males: el hambre, la derrota y un complejo de culpabilidad que nunca ha llegado a disiparse del todo. Solo en los últimos años los historiadores han posado su mirada en el sufrimiento de los alemanes durante la guerra. Recién terminada esta, había otras prioridades y ni siquiera la asimilación del holocausto (eso fue varios años después) fue una de ellas. En un libro de reciente publicación, Continente salvaje, que estoy deseando leer, el historiador Keith Lowe relata las secuelas que la contienda dejó en Europa y la desesperación de la gente corriente, sobre todo los perdedores, que tuvieron que soportar durante mucho tiempo una vida de privaciones.

El Berlín de la inmediata postguerra fue en su momento motivo de inspiración para el cine. Así a vuelapluma puedo nombrar la comedia (con un fondo amargo), Berlín occidente, de Billy Wilder o Los ángeles perdidos, de Fred Zinnemann, que tiene algunos puntos en común con Alemania año cero. Lo primero que llama la atención de la película de Rossellini es que, como buen film neorrealista, tiene un alto componente de denuncia social y eso solo puede hacerlo introduciendo la cámara en el mismo fango en el que viven los seres reales que retrata. La película se rodó en el estremecedor Berlín de las ruinas, donde cada uno sobrevivía como podía y el reparto de alimentos proporcionado por las naciones ocupantes era a todas luces insufiente, por lo que la gente tenía que recurrir a un muy floreciente mercado negro. En este ambiente, la existencia de Edmund, un niño de doce años, es autenticamente infernal, pues se ha convertido en el forzoso cabeza de familia, a quienes debe proporcionar medios de vida, ya sea mediante el trabajo o el robo, ya su padre está enfermo y su hermano, que fue combatiente de la Wehrmacht, tiene miedo de presentarse a las autoridades, ya que su destino podría ser un campo de concentración. 

Alemania año cero pone el énfasis en la vida de varias generaciones perdidas de alemanes, pero sobre todo en la tragedia de quien ha sido demasiado joven como para haber ejercido responsabilidades en el conflicto, pero ahora sufre en sus carnes las consecuencias, como si el problema de la culpa teorizado por Karl Jaspers le tocara de lleno. Además, a Rossellini le interesa la supervivencia de las semillas del mal entre las ruinas de la capital alemana, lo que se representa a través de un antiguo profesor de Edmund, que no ha abandonado sus ideas nazis e intenta educar a algunos miembros de las nuevas generaciones en la ideología derrotada, unas enseñanzas que van a ser interpretadas por el joven Edmund al pie de la letra... Entre las muchas escenas memorables de esta película sincera y creíble hay una que tiene un particular valor histórico: la que transcurre en los restos de la Cancillería de Hitler, un edificio fantasmagórico que sería demolido poco después.

Ahora que vuelven a ser la nación imperante de Europa, los dirigentes alemanes deberían echar un poco la vista atrás, no para sentirse culpables de nada, sino para recordar como son los más inocentes los que acaban pagando los errores de sus mayores y por qué no ayudar, con una política efectiva, no con palabras, a los países en dificultades es una política suicida. Si a los alemanes se los hubiera dejado a su suerte después de la guerra, el país se hubiera sumido en la Edad Media. Si volvió a levantarse, fue en gran medida gracias a la generosidad de sus acreedores, víctimas de sus arrebatos bélicos que tuvieron altura de miras y supieron prever lo que era mejor para el futuro. Porque lo que enseñan las imágenes de Alemania año cero, es la pura desesperación de quienes creen no tener futuro, lo mismo que sucede hoy día - salvando las lógicas distancias - a muchas familias europeas. No olvidemos nunca las lecciones del pasado. Ni siquiera las positivas.  

martes, 21 de mayo de 2013

STOKER (2013), DE PARK CHAN-WOOK. DE REPENTE, UN EXTRAÑO.

Hay ocasiones - pocas - en las que uno sale del cine con la impresión de haber visto algo nuevo y va a necesitar algún tiempo, e incluso algún nuevo visionado, para asimilarlo. Este es el caso de la nueva película del asiático Park Chan-wook, cuyo debut en Hollywood no ha podido ser más espectacular y arriesgado. Porque Stoker es una de esas raras realizaciones que juega con el lenguaje cinematográfico e intenta buscar nuevos caminos que estimulen las sensaciones de un espectador que está acostumbrado a un determinado modo de narrar, con el que rompe en gran medida el director coreano.

Stoker nos introduce en el ambiente malsano de una familia adinerada a través de India, que acaba de perder a su venerado padre en un extraño accidente. Después del funeral, aparece un familiar del que India no tenía noticias hasta aquel momento: el tío Charlie, hermano de su padre. Un hombre atractivo y seductor, pero a la vez repulsivo, que parece conocer la verdadera naturaleza de India mejor que ella misma. La madre, interpretada por Nicole Kidman, completa el trío de personajes. Se trata de una mujer hedonista que solo es capaz de ocuparse de sí misma y que es muy receptiva a las evidentes muestras de cariño de Charlie. Pero ¿quién es en realidad este misterioso tío Charlie?

Aunque el argumento de Stoker pueda parecer convencional y remitirnos directamente a La sombra de una duda de Hitchcock, las soluciones narrativas que imprime Park Chan-wook y su forma de dirigir poco tienen que ver con las del maestro inglés puesto que, como se ha dicho ya, aquí hay un continuo juego con el espectador (e incluso manipulación, por qué no decirlo, pero el cine es en gran medida manipulación consentida) en la búsqueda de una expresión cinematográfica tan sorprendente como sugestiva.

Hay momentos memorables en esta película que seguramente terminará siendo considerada de culto: la protagonista espiando el flirteo de su madre y su tío mientras suena Summer wine, interpretado por Nancy Sinatra y Lee Hazlewood o India peinando el sedoso cabello de su madre, que progresivamente se transforma en un mar de hierba que da paso a otra escena. Uno de las más claras señales de la calidad de Stoker es que no se ha estrenado en muchas salas. Quizá tenga el éxito que se merece (aunque la película requiera a un espectador paciente y con una especial capacidad de observación) y no desaparezca pronto de las carteleras. Por ahora, todo son críticas positivas y parabienes a una propuesta tan fascinante.  

lunes, 20 de mayo de 2013

CRÓNICAS DE JERUSALÉN (2011), DE GUY DELISLE. LA CIUDAD DE DIOS.


Estoy comenzando a leer la densa Historia del cristianismo, de Paul Johnson, pero ya en sus primeras páginas se advierte lo conflictiva que ha sido la ciudad de Jerusalén a lo largo de la historia. Cuando todavía no habían hecho aparición las otras dos grandes religiones que van a marcar el devenir de la ciudad, el cristianismo y el islam, los milenarios judíos se encontraban divididos en sectas, más o menos fanáticas, algunas partidarias de colaborar con el ocupante romano y otras de expulsarlos. La situación no hizo sino hacerse más compleja a lo largo de los siglos y el visitante extranjero de la ciudad santa - el propio Delisle, que nos ofrece su punto de vista con este cómic - no puede sino sentirse abrumado por el peso de cientos de tradiciones que pueden parecer absurdas a los ojos del hombre contemporáneo, sobre todo del occidental, que ha superado en gran medida la visión teocéntrica de la existencia.

Entre las muchas anécdotas y encuentros que narra el autor, hay una que, por divertida e ingeniosa, no deja de llamar mi atención. Se trata del diálogo con una psicóloga, que trata de explicar el carácter de Israel en términos freudianos: "Mira, los niños a los que les pegan tendrán tendencia a recrear este esquema y pegarán a sus hijos. Imagina que aplicamos el mismo patrón de funcionamiento a un pueblo. Los judíos en Israel reproducen con otro pueblo los tormentos que han sufrido durante generaciones." Y algo de verdad debe haber en ello, porque la descripción de las relaciones jurídicas, económicas y políticas (con implicaciones de la ONU, ONGs y otros organismos internacionales) son sencillamente inextricables, aunque pueden resumirse en la primacía de Israel y su política de seguridad, lo que le otorga el derecho de construir muros y ahogar al pueblo palestino, organizando de vez en cuando castigos militares contra el mismo. Delisle, en sus doce meses de estancia, intenta entablar diálogo con toda clase de interlocutores y los resultados son desiguales: desde el palestino desalentado hasta el colono judío que basa la violencia contra sus vecinos árabes en el cumplimiento estricto de la ley de Dios.

Crónicas de Jerusalén no alcanza en ningún momento la calidad de su album más conocido, Pyongyang, comentado hace unos meses en este blog, pero es que el material en el que se basaba aquel era oro puro: Delisle parecía haber viajado a un mundo desconocido, al corazón orwelliano de una nación que se movía por reglas aberrantes. Jerusalén es también un lugar insólito, pero los que leemos habitualmente periódicos estamos aburridos de las crónicas, siempre muy parecidas, de un conflicto eterno. Lo que verdaderamente hace valiosa la crónica del autor canadiense es la objetividad de sus juicios de observador curioso y a veces algo cándido, que nos muestran una ciudad en la que el espectáculo de vida humana puede tomar las formas más insospechadas. Una ciudad tan interesante como fatigante, debido al continuo estado de alerta en el que vive y el fanatismo religioso (aunque no falte la gente tolerante) que se respira en cada uno de sus recovecos.

viernes, 17 de mayo de 2013

VIDA Y MUERTE EN EL TERCER REICH (2008), DE PETER FRITZSCHE. AUGE Y CAÍDA DEL IMPERIO ARIO.


Una de las lecturas que más me ha impactado últimamente ha sido este ensayo de Peter Fritzsche. Su aspecto es el de una más de las muchas historias que proliferan sobre el Tercer Reich (algunas están excepcionalmente documentadas), pero su propósito es levemente distinto: hacer que el lector pueda acercarse a los sentimientos de las personas (víctimas, verdugos y la mayoría pasiva) que vivieron en la Alemania de aquellos terribles años. ¿Cómo se consiguió que en un Estado democrático la mayoría llegara a comulgar con un régimen totalitario? Fue una combinación de oportunismo, miedo y pasividad. Pero lo expreso con más amplitud en el artículo:



Se han escrito multitud de ensayos referentes a la vida en el Tercer Reich, sobre todo desde el punto de vista de las víctimas. En los últimos años los historiadores han posado su mirada en un tema que hasta entonces era prácticamente tabú: el sufrimiento de los alemanes, culpables de haber desencadenado de la guerra, pero también perdedores de la misma y obligados a pagar un alto precio por ello. En los años de la inmediata postguerra las explicaciones de lo sucedido oscilaban entre la de muchos alemanes, que aseguraban que todo había sido obra de sus dirigentes y que ellos eran más víctimas que responsables y la de filósofos como Karl Jaspers que teorizaba acerca del problema de la culpa y la extendía, en sus distintas acepciones, a la totalidad del pueblo alemán.

El estudio del profesor Peter Fritzsche desciende hasta los sentimientos íntimos de los alemanes de a pie a través de la lectura de cartas y diarios de aquella época de profundo cambio social. Los nazis no llegaron al poder como un partido convencional, sino como una fuerza transformadora no solo del ámbito social, sino también de las mentalidades. Una buena cantidad de los que hasta ese momento habían sido ciudadanos alemanes con todos los derechos no iban a tener cabida en la utopía nazi. Para muchos, la adaptación a los nuevos usos sociales fue algo natural (como sustituir el tradicional Buenos días por Heil Hitler), y muchos otros se dejaron vencer por el miedo. Las deportaciones a campos de concentración para reeducar a los ciudadanos díscolos estaban a la orden del día y los rumores al respecto eran constantes. En cualquier caso los nazis diferenciaban entre dos tipos de enemigos: el enemigo político, que era recuperable para la causa (de hecho muchos comunistas acabaron convertidos en nacionalsocialistas fervientes) y el racial, al que había que expulsar del territorio del Reich.

Para mucha gente la vida en la Alemania de Hitler, al menos hasta que estalló la guerra, transcurrió sin muchos sobresaltos. Cierto que algunos vecinos eran deportados y que era mejor mantener la boca cerrada respecto a ciertos temas, pero en general se aceptaban las imposiciones del régimen y las fabulosas invenciones que daban subterfugio a las mismas. Una de las obsesiones del régimen, que estuvo presente desde primera hora, era la biología. Para los nazis, con Hitler a la cabeza, la revolución nacional debía construirse a través de la idea de pureza racial e ideológica, de modo que biología y política eran términos íntimamente relacionados. Se creó el Ahnenpass, una especie de pasaporte racial, que confirmaba que su poseedor provenía de una familia aria pura y le otorgaba plenos derechos como ciudadano. Entre las primeras medidas de reeducación del pueblo alemán se encontraba la aplicación de las teorías eugenésicas con el fin de mejorar la raza aria y que se aceptara socialmente la esterilización o la eutanasia de colectivos como los enfermos mentales. Cuanto más jóvenes fueran los receptores de estas ideas, más hondamente calarían:

“El material de propaganda racial inundó las escuelas alemanas; e incluso había problemas aritméticos en los que se multiplicaba el número de “idiotas” en Alemania. Los nazis abrieron hospitales y manicomios a las excursiones escolares de manera que los niños en edad escolar pudieran hacer su elección: “¿esto o eso?”. “Deambulamos por centenares de corredores – relató Elisabeth Brasch a propósito de una excursión a un hospital en Kreuznach -; de repente estábamos en una habitación enorme en la que había muchas chicas, todas ellas medio locas, inválidas, deformes.” En las paredes, las citas de Hitler y Goebbels se intercalaban con pasajes de la Biblia. Esta combinación probablemente confirmaba, antes de contradecir, el mensaje general de la exaltación racial.”

El verdadero secreto de la popularidad de los nazis entre la población aria era el desarrollo de la idea tradicional de la Volksgemeinschaft o comunidad del pueblo, que escenificaba la reconciliación de los auténticos alemanes y su unidad en pos de un objetivo colectivo. La existencia individual debía estar supeditada a los intereses del pueblo en su conjunto, de ahí la proliferación de asambleas de barrio, concentraciones de masas para escuchar los discursos de los dirigentes, periodos en campamentos de asistencia obligatoria, sobre todo para los más jóvenes o la omnipresencia de la radio, que recordaba constantemente a los alemanes las consignas del régimen. A pesar de la propaganda constante y agobiante, los años inmediatamente anteriores a la guerra son recordados por muchos alemanes como un periodo de cierta prosperidad. El paro prácticamente desapareció y alguna gente corriente pudo disfrutar de ciertos privilegios, como vacaciones pagadas, estancias en hoteles o viajes al extranjero y se creó una efímera sociedad del consumo.

Para quien se hubiera molestado en leerlo, Hitler ya había anunciado en Mein Kampf cuál era el objetivo supremo al que pretendía guiar al pueblo alemán: la conquista de territorio (el espacio vital) en el este. La guerra radicalizó aún más las ideas nazis, sobre todo cuando comenzaron las derrotas a partir de finales de 1942. La política contra el enemigo judío, al que se culpaba oficialmente de la guerra, se endureció hasta el punto de sustituir su intención de reasentarlos lejos de Alemania por el exterminio. Los pocos judíos que quedaban en las ciudades germanas (que se libraban temporalmente de ser deportados, como Victor Kemperer por estar casado con una mujer alemana) debían llevar una enorme estrella amarilla en su vestuario y no era raro que fueran insultados o agredidos cuando se atrevían a caminar por la calle. Los sentimientos de piedad debían ser extirpados, según recomendaba un dirigente local del partido:

“Un medio efectivo para mantener a raya la falsa piedad y los falsos sentimientos de humanidad es el hábito que tengo desde hace mucho tiempo de ni siquiera ver al judío, de ver a través de él como si estuviera hecho de vidrio o, mejor, como si fuera aire.”

A partir de 1943 la ofensiva aérea de los Aliados sobre las ciudades alemanas se intensificó de manera insoportable para la población civil. Los soldados que volvían de permiso se encontraban con que la guerra se había instalado en su propia ciudad y su hogar podía haber desaparecido, junto con parte de sus familiares. Esto era devastador para la moral de un pueblo que empezaba a renegar de sus dirigentes, pero que no se atrevía a rebelarse contra ellos. Una de las obsesiones del partido nazi en aquel tramo final de la guerra es que no se repitiera la situación de 1918. Había que luchar hasta el final y en sus discursos no paraban de repetir que lo que estaba en juego era la supervivencia de Alemania como nación. Además, el asesinato sistemático de seres inferiores (judíos, gitanos, eslavos) y el maltrato a las poblaciones ocupadas hacían sentir a la gente que se habían quemado las naves y que no era posible ningún arreglo con los enemigos. El destino de una Alemania derrotada sería un durísimo ajuste de cuentas, como así sucedió en gran medida, aunque poco a poco se consiguió que calara la idea de que la mayoría de los ciudadanos habían sido más víctimas que verdugos del estado nacionalsocialista.

En Vida y muerte del Tercer Reich, Peter Fritzsche consigue la difícil tarea de que el lector se meta en la piel de los alemanes corrientes y pueda juzgar por sí mismo lo que significaba ser ciudadano de aquel régimen que tan poca oposición generó entre los que eran considerados como arios. La lectura de cartas y diarios ofrece pistas de los sentimientos de la gente en las distintas etapas del Tercer Reich y prueba como la mayoría de la población se acomoda y participa, aunque sea pasivamente, de las ideas de un régimen criminal. Estremece pensar que la condición humana sea tan fácilmente manipulable.