viernes, 17 de mayo de 2013

VIDA Y MUERTE EN EL TERCER REICH (2008), DE PETER FRITZSCHE. AUGE Y CAÍDA DEL IMPERIO ARIO.


Una de las lecturas que más me ha impactado últimamente ha sido este ensayo de Peter Fritzsche. Su aspecto es el de una más de las muchas historias que proliferan sobre el Tercer Reich (algunas están excepcionalmente documentadas), pero su propósito es levemente distinto: hacer que el lector pueda acercarse a los sentimientos de las personas (víctimas, verdugos y la mayoría pasiva) que vivieron en la Alemania de aquellos terribles años. ¿Cómo se consiguió que en un Estado democrático la mayoría llegara a comulgar con un régimen totalitario? Fue una combinación de oportunismo, miedo y pasividad. Pero lo expreso con más amplitud en el artículo:



Se han escrito multitud de ensayos referentes a la vida en el Tercer Reich, sobre todo desde el punto de vista de las víctimas. En los últimos años los historiadores han posado su mirada en un tema que hasta entonces era prácticamente tabú: el sufrimiento de los alemanes, culpables de haber desencadenado de la guerra, pero también perdedores de la misma y obligados a pagar un alto precio por ello. En los años de la inmediata postguerra las explicaciones de lo sucedido oscilaban entre la de muchos alemanes, que aseguraban que todo había sido obra de sus dirigentes y que ellos eran más víctimas que responsables y la de filósofos como Karl Jaspers que teorizaba acerca del problema de la culpa y la extendía, en sus distintas acepciones, a la totalidad del pueblo alemán.

El estudio del profesor Peter Fritzsche desciende hasta los sentimientos íntimos de los alemanes de a pie a través de la lectura de cartas y diarios de aquella época de profundo cambio social. Los nazis no llegaron al poder como un partido convencional, sino como una fuerza transformadora no solo del ámbito social, sino también de las mentalidades. Una buena cantidad de los que hasta ese momento habían sido ciudadanos alemanes con todos los derechos no iban a tener cabida en la utopía nazi. Para muchos, la adaptación a los nuevos usos sociales fue algo natural (como sustituir el tradicional Buenos días por Heil Hitler), y muchos otros se dejaron vencer por el miedo. Las deportaciones a campos de concentración para reeducar a los ciudadanos díscolos estaban a la orden del día y los rumores al respecto eran constantes. En cualquier caso los nazis diferenciaban entre dos tipos de enemigos: el enemigo político, que era recuperable para la causa (de hecho muchos comunistas acabaron convertidos en nacionalsocialistas fervientes) y el racial, al que había que expulsar del territorio del Reich.

Para mucha gente la vida en la Alemania de Hitler, al menos hasta que estalló la guerra, transcurrió sin muchos sobresaltos. Cierto que algunos vecinos eran deportados y que era mejor mantener la boca cerrada respecto a ciertos temas, pero en general se aceptaban las imposiciones del régimen y las fabulosas invenciones que daban subterfugio a las mismas. Una de las obsesiones del régimen, que estuvo presente desde primera hora, era la biología. Para los nazis, con Hitler a la cabeza, la revolución nacional debía construirse a través de la idea de pureza racial e ideológica, de modo que biología y política eran términos íntimamente relacionados. Se creó el Ahnenpass, una especie de pasaporte racial, que confirmaba que su poseedor provenía de una familia aria pura y le otorgaba plenos derechos como ciudadano. Entre las primeras medidas de reeducación del pueblo alemán se encontraba la aplicación de las teorías eugenésicas con el fin de mejorar la raza aria y que se aceptara socialmente la esterilización o la eutanasia de colectivos como los enfermos mentales. Cuanto más jóvenes fueran los receptores de estas ideas, más hondamente calarían:

“El material de propaganda racial inundó las escuelas alemanas; e incluso había problemas aritméticos en los que se multiplicaba el número de “idiotas” en Alemania. Los nazis abrieron hospitales y manicomios a las excursiones escolares de manera que los niños en edad escolar pudieran hacer su elección: “¿esto o eso?”. “Deambulamos por centenares de corredores – relató Elisabeth Brasch a propósito de una excursión a un hospital en Kreuznach -; de repente estábamos en una habitación enorme en la que había muchas chicas, todas ellas medio locas, inválidas, deformes.” En las paredes, las citas de Hitler y Goebbels se intercalaban con pasajes de la Biblia. Esta combinación probablemente confirmaba, antes de contradecir, el mensaje general de la exaltación racial.”

El verdadero secreto de la popularidad de los nazis entre la población aria era el desarrollo de la idea tradicional de la Volksgemeinschaft o comunidad del pueblo, que escenificaba la reconciliación de los auténticos alemanes y su unidad en pos de un objetivo colectivo. La existencia individual debía estar supeditada a los intereses del pueblo en su conjunto, de ahí la proliferación de asambleas de barrio, concentraciones de masas para escuchar los discursos de los dirigentes, periodos en campamentos de asistencia obligatoria, sobre todo para los más jóvenes o la omnipresencia de la radio, que recordaba constantemente a los alemanes las consignas del régimen. A pesar de la propaganda constante y agobiante, los años inmediatamente anteriores a la guerra son recordados por muchos alemanes como un periodo de cierta prosperidad. El paro prácticamente desapareció y alguna gente corriente pudo disfrutar de ciertos privilegios, como vacaciones pagadas, estancias en hoteles o viajes al extranjero y se creó una efímera sociedad del consumo.

Para quien se hubiera molestado en leerlo, Hitler ya había anunciado en Mein Kampf cuál era el objetivo supremo al que pretendía guiar al pueblo alemán: la conquista de territorio (el espacio vital) en el este. La guerra radicalizó aún más las ideas nazis, sobre todo cuando comenzaron las derrotas a partir de finales de 1942. La política contra el enemigo judío, al que se culpaba oficialmente de la guerra, se endureció hasta el punto de sustituir su intención de reasentarlos lejos de Alemania por el exterminio. Los pocos judíos que quedaban en las ciudades germanas (que se libraban temporalmente de ser deportados, como Victor Kemperer por estar casado con una mujer alemana) debían llevar una enorme estrella amarilla en su vestuario y no era raro que fueran insultados o agredidos cuando se atrevían a caminar por la calle. Los sentimientos de piedad debían ser extirpados, según recomendaba un dirigente local del partido:

“Un medio efectivo para mantener a raya la falsa piedad y los falsos sentimientos de humanidad es el hábito que tengo desde hace mucho tiempo de ni siquiera ver al judío, de ver a través de él como si estuviera hecho de vidrio o, mejor, como si fuera aire.”

A partir de 1943 la ofensiva aérea de los Aliados sobre las ciudades alemanas se intensificó de manera insoportable para la población civil. Los soldados que volvían de permiso se encontraban con que la guerra se había instalado en su propia ciudad y su hogar podía haber desaparecido, junto con parte de sus familiares. Esto era devastador para la moral de un pueblo que empezaba a renegar de sus dirigentes, pero que no se atrevía a rebelarse contra ellos. Una de las obsesiones del partido nazi en aquel tramo final de la guerra es que no se repitiera la situación de 1918. Había que luchar hasta el final y en sus discursos no paraban de repetir que lo que estaba en juego era la supervivencia de Alemania como nación. Además, el asesinato sistemático de seres inferiores (judíos, gitanos, eslavos) y el maltrato a las poblaciones ocupadas hacían sentir a la gente que se habían quemado las naves y que no era posible ningún arreglo con los enemigos. El destino de una Alemania derrotada sería un durísimo ajuste de cuentas, como así sucedió en gran medida, aunque poco a poco se consiguió que calara la idea de que la mayoría de los ciudadanos habían sido más víctimas que verdugos del estado nacionalsocialista.

En Vida y muerte del Tercer Reich, Peter Fritzsche consigue la difícil tarea de que el lector se meta en la piel de los alemanes corrientes y pueda juzgar por sí mismo lo que significaba ser ciudadano de aquel régimen que tan poca oposición generó entre los que eran considerados como arios. La lectura de cartas y diarios ofrece pistas de los sentimientos de la gente en las distintas etapas del Tercer Reich y prueba como la mayoría de la población se acomoda y participa, aunque sea pasivamente, de las ideas de un régimen criminal. Estremece pensar que la condición humana sea tan fácilmente manipulable.  

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