viernes, 28 de junio de 2013

LA VIDA Y NADA MÁS (1989), DE BERTRAND TAVERNIER. LAS BATALLAS DE LA POSTGUERRA.

 Las guerras no se acaban cuando se dispara la última bala. Dejan una estela de destrucción material y humana muy difícil de recomponer. Las ciudades se pueden reconstruir, aunque se pierdan edificios históricos, los campos pueden limpiarse de minas y bombas sin estallar, pero los seres humanos que han sufrido heridas físicas y espirituales difícilmente vuelven a ser quienes eran.

El comandante Delaplane (un soberbio Philippe Noiret), se encarga de intentar poner algo de orden en el tremendo caos de los desaparecidos durante la Primera Guerra Mundial. Nos encontramos en 1920, dos años después de acabada la contienda, pero la lista a la que se enfrenta cada día tiene miles de nombres. Delaplane visita los hospitales militares, fotografiando a los amnésicos, a los psicológicamente hundidos por el combate y a los heridos más graves en la esperanza de que algún familiar los reconozca. En el ejercicio de su tarea conoce a madame Courtil, una dama aristocrática empeñada en encontrar a su marido desaparecido, que se va a encontrar de bruces con la realidad de una guerra que iguala a todos los hombres y no diferencia entre clases sociales.

La vida y nada más retrata de manera magistral el ambiente agridulce del final de una guerra terrible. En cierta manera, los vivos se regocijan de seguir respirando cuando tantos cayeron a su alrededor. Aunque se lamenten por los muertos, hay una especie de alivio en su actitud, como si se hubieran ganado el derecho a gozar intensamente de una existencia que se les ha revelado tan efímera. Por eso a algunos el trabajo de Delaplane les parece absurdo, como querer seguir removiendo las cenizas que ha dejado la tragedia. Él piensa lo contrario. Identificar cadáveres y devolver a algunos hombres vivos, aunque rotos, a sus familias significa restituir un poco de dignidad a estos seres humanos que lo han dado todo por la idea de patriotismo. Ahora la patria intenta zanjar el episodio inaugurando a toda prisa un monumento al soldado desconocido, por lo que encargan al comandante que localice un cadáver de un soldado francés sin identicar, priorizando este encargo sobre sus labores habituales. También hay quien se aprovecha de este deseo de los dirigentes franceses de poner un punto y final simbólico a la contienda: hay escultores que hacen su agosto viajando por pueblos y ciudades en los que se les encargan monumentos conmemorativos cada vez más ostentosos. Es como si los vivos quisieran descargar sus remordimientos con estos homenajes para que después la vida pueda continuar como antes de la guerra. 

La película de Tavernier nos recuerda que las guerras nunca se acaban para los familiares de los fallecidos, ni para los heridos, cuyas almas quedan en esos antiguos campos de batalla cuyas cicatrices son retratadas con un particular lirismo. Al final todos lo saben y todos lo callan: la guerra no es más que el instrumento de la ambición de unos cuantos dirigentes criminales que deja tras su paso la desolación de millones de vidas destruidas.   

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