martes, 8 de octubre de 2013

STASILAND (2003), DE ANNA FUNDER. LA VIDA DE LOS OTROS.

Ahí lo tienen. Kilómetros y kilómetros de expedientes dedicados a recoger la intimidad de los ciudadanos de la RDA. Durante cuarenta años la Stasi actuó como el Gran Hermano de la novela de Orwell. Anna Funder escribe este ensayo imprescindible acudiendo a archivos, a museos y a lugares históricos pero, sobre todo, hablando con la gente, con personas que acababan de vivir situaciones tan surrealistas como terribles gracias a un sistema cuya principal misión parecía ser la de proteger a sus ciudadanos contra las tentaciones del imperialismo occidental.

Aquí el artículo:



En 1945, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, Alemania quedó dividida en dos zonas. En el este se fundó la República Democrática Alemana, un Estado de ideología comunista patrocinado por la Unión Soviética. Berlín también quedó dividida y en 1961 el gobierno del este erigió un muro para impedir el paso de personas entre las dos áreas. Durante cuarenta años, la RDA dirigió el destino de dieciséis millones de alemanes a través de un sistema férreamente totalitario e intolerante con el disidente. El brazo ejecutor de esta política de represión era la tristemente famosa Stasi, el servicio de inteligencia que se ocupaba de la seguridad interior y exterior del país. Conocemos esta parte de la historia, pero asomarse a la intrahistoria del país, indagar en las vidas de los ciudadanos a los que le tocó padecer este régimen es la mejor manera conocer la auténtica esencia de la RDA. Y este es el propósito de Stasiland.

La técnica que utiliza Anna Funder a la hora de abordar su libro es la del reportaje. Ella viaja a Berlín y a Leipzig en 1996, siete años después de la caída del muro y se dedica a indagar qué ha quedado del régimen comunista. Y pronto advierte que la mejor fuente de información no son los archivos ni los libros de historia, sino las personas, una buena parte de las cuales arrastran historias dolorosas, provocadas por un Estado que dedicaba ingentes medios al espionaje de sus propios ciudadanos.

Aunque es imposible efectuar un cálculo exacto, se estima que en la RDA había un empleado o confidente de la Stasi por cada cincuenta ciudadanos. Otros estudios elevan esa proporción a un confidente cada siete ciudadanos. Las relaciones personales eran difíciles, puesto que existía la permanente sospecha de que cualquiera podía ser uno de ellos, por lo que siempre había tener sumo cuidado en la conversaciones con extraños e incluso con personas conocidas. La Stasi tenía tendencia a reclutar gente en todos los ámbitos sociales para hacer realidad su ambición orwelliana de controlar todos los detalles de la vida cotidiana de todos sus ciudadanos. Lo único que no fue capaz de averiguar fue precisamente el fin del comunismo, por lo que su extenso aparato fue derribado estrepitosamente en pocas semanas.

En Stasiland, Anna Funder recoge testimonios estremecedores: jóvenes a las que se reprimía y se les impedía trabajar por tener relaciones sentimentales con un extranjero, otros que iban a parar a la terrible prisión de Hohenschönhausen por sus intenciones de emigrar al extranjero y, lo más pavoroso de todo, las declaraciones de antiguos miembros de la Stasi que no se arrepienten de nada y siguen arremetiendo contra sus propios compatriotas, a los que aseguran haber protegido del imperialismo. Como sucede con el franquismo en España, la transición alemana apenas depuró a los elementos más criminales del antiguo régimen. Quizá porque, en este caso, la lista de implicados hubiera abarcado la mitad del país. Sí se condenó al anciano Erich Mielke, que durante décadas fue el máximo responsable de la Stasi. También a Erich Honecker, máximo responsable de los destinos de la RDA, protagonista de anécdotas tan surrealistas como la que cuenta uno de los entrevistados:

“Íbamos a ciudades donde los edificios de la calle principal estaban pintados solo hasta la mitad. La parte de arriba era hormigón a pelo. (…) Era porque cuando venía Honecker, esa era la altura hasta donde veía desde el asiento trasero de su limusina. ¡La pintura no les llegaba para pintar hasta arriba!” 

La existencia de tantos confidentes hacía que la Stasi a veces se viera desbordada por el volumen de la información que manejaba y el número de confidentes que trabajaban para ella. En una nota de 1989, un joven teniente alertaba a sus superiores del hecho de que había tantos confidentes infiltrados en los grupos eclesiásticos opositores que cuando se manifestaban hacían parecer estos grupos mucho más fuertes de lo que en realidad eran. Una hermosa paradoja en una sociedad llena de ellas: cuando, también en 1989, un gran grupo de ciudadanos asaltó el edificio de la Stasi, los guardias de la entrada les requirieron su identificación a los manifestantes. Estos sacaron obedientemente sus documentos de identidad, los enseñaron y, seguidamente, tomaron pacíficamente el edificio. Resulta fácil imaginar que, rizando el rizo, el propio Mielke estuviera siendo espiado por sus propios subordinados y al final le llegaran informes de su propia vida, en una situación que hubiera hecho las delicias de escritores como Joseph Conrad o Gilbert K. Chesterton:

“Creo que al final la Stasi tenía tanta información (…) que pensaba que todo el mundo era enemigo porque todo el mundo estaba vigilado. No creo que supiesen quién estaba con ellos, contra ellos o si todo el mundo callaba sin más. (…) Cuando me encuentro ante un expediente sobre una familia a la que estuvieron vigilando en el salón de su casa durante veinte años, no me queda más que preguntarme: ¿qué clase de gente puede querer poseer tantos conocimientos?”

Con Stasiland, Anna Funder ha realizado un trabajo fascinante de evocación de una memoria que muchos quisieran dejar atrás. Un trabajo que no solo tiene valor histórico, sino también literario y que se hizo justamente acreedor de numerosos premios.

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