domingo, 22 de diciembre de 2013

DOCE AÑOS DE ESCLAVITUD (2013), DE STEVE MCQUEEN. LA BANALIDAD DEL LÁTIGO.

Hace unos meses leí una obra de esas que dejan marcada la conciencia para siempre: Vida de un esclavo escrita por él mismo, de Frederick Douglass. Se trataba de un libro autobiográfico en el que un antiguo esclavo contaba su vida en los Estados Unidos de mitad del siglo XIX. Luego descubrí que este tipo de obras se convirtieron en todo un género en aquella época, con el fin principal de ayudar a la causa abolicionista, haciendo ver a los lectores que los negros con los que se comerciaba impunemente eran también seres humanos.

En esta corriente se enmarca Doce años de esclavitud, adaptación de un libro de Solomon Northup, que cuenta su infernal experiencia después de ser engañado y vendido como esclavo. A diferencia de Douglass, que nació de padres esclavos y no conoció otra vida hasta su madurez, Northup era un hombre libre y próspero, que había fundado una familia en Saratoga, además de un excelente músico. Es difícil imaginar lo que debió sentir este hombre cuando fue separado de su familia, trasladado al Sur y vendido como si fuera un animal a un amo que tendría derecho a tratarlo como a un objeto de su propiedad. Decía Aristóteles en su Política que la humanidad se divide en dos, amos y esclavos. Pues bien, la condición de esclavo implicaba el trabajo sin descanso para un amo que podía tratar a su mercancía con mayor o menor humanidad, pero su principal preocupación al respecto era de índole capitalista: cómo sacar la mayor rentabilidad a su inversión en una economía (la sureña de Estados Unidos) eminentemente rural y cuya explotación de de estos trabajadores forzados producía enormes beneficios. Cuanto más se portara el esclavo como un animal dócil, más posibilidades tenía de seguir viviendo y no ser castigado. Lo que más odiaba la mayoría de los propietarios es que sus bestias mostraran signos de inteligencia. Y para el esclavo culto, conocer la injusticia a la que estaba siendo sometido era el mayor de sus tormentos, como escribía Frederick Douglass:

“(…) aprender a leer había sido una maldición más que una bendición. Me había permitido apreciar la desgracia de mi condición, sin proporcionar un remedio. Me abrió los ojos al espantoso pozo, pero sin darme una sola escalerilla por la que salir. En momentos de angustia envidiaba a mis compañeros de esclavitud por su ignorancia. He deseado muchas veces ser un animal. Prefería la condición del más mísero reptil a la mía. ¡Cualquier cosa, fuese la que fuese, con tal de librarme de pensar!”

En la magistral película de Steve McQueen las imágenes son el testimonio del espíritu de una época en la que la esclavitud era algo tan natural, tan insertado en la vida cotidiana, que resultaba difícil que quien hubiera crecido en aquel ambiente se cuestionara el status quo. Además, la interpretación interesada de ciertos pasajes de la Biblia (la Biblia sirve también para reforzar las ideologías más inhumanas) daba alimento espiritual a quienes creían en la superioridad de ciertas razas sobre otras, cuyos miembros ni siquiera tenían alma. Esta cotidianidad infame me recuerda mucho a lo que expresaba Hannah Arendt en su crónica del juicio en Jerusalén de Adolf Eichmann: la banalidad del mal ejercitado por gente normal que no es capaz de ver el horror que desencadenan sus acciones. Fustigar la piel de una mujer negra hasta arrancarsela a tiras no es más que una consecuencia lógica de las seducciones que ha ejercicido sobre su amo, el cual no tiene más remedio que redimir su pecado de lujuria castigando al objeto del mismo.

Si Doce años de esclavitud estremece es precisamente por eso, porque los espectadores podemos vernos reflejados en los privilegiados, en los que se aprovechan de leyes injustas para cumplir la ley del mercado que estipula la consecución de máximos beneficios al mínimo coste. La trata de esclavos era más un asunto económico que otra cosa, una competencia del derecho mercantil. La mirada del propietario (un espléndido Michael Fassbender, como de costumbre) sobre su mercancía lo dice todo. Él es el amo, el que regula los ritmos de trabajo y la vida y la muerte de sus negros. La oscuridad del alma humana está condensada en esa mirada. Quizá dentro de un siglo podamos ver una película acerca de cómo nos aprovechamos los privilegiados de hoy en día del trabajo semiesclavo de tantos asiáticos que entierran sus vidas en talleres subterráneos. Y volveremos a estremecernos de horror y a cuestionarnos cómo tal sistema era posible.  




Una de las más gratas sorpresas de mi vida de lector ha sido el descubrir la existencia de toda una literatura autobiográfica del siglo XIX escrita por los antiguos esclavos de Estados Unidos, que lograban escapar de su cautiverio y que publicaban los abolicionistas del Norte para ganar adeptos a su causa. Dichos escritos poseen un particular valor histórico y literario, son testimonios de primera mano de una de las más terribles lacras que asoló durante muchas décadas a la joven nación estadounidense y que solo logró abolirse (sobre el papel, pues la discriminación siguió existiendo muchas décadas más) después de una cruenta guerra civil.

Frederick Douglass no conoció durante sus veinte primeros años de existencia otro estado que el de la esclavitud. Para los propietarios sureños estos seres se asemejaban a animales, no eran considerados seres humanos completos, sino posesiones materiales destinadas a obtener un beneficio económico para el amo. Por eso era importante que el esclavo estuviera conforme con su situación y no pensara nunca en escapar, que se sintiera inferior, como una bestia de carga a la que se le ofrece un granero para dormir y comida. Si Douglass tomó conciencia de su estado fue porque tuvo la suerte de que una de sus amas, más compasiva que la mayoría, le enseñara algunas nociones de lectura. Cuando el marido se enteró, reaccionó escandalizado: le espetó a su esposa que estaba cometiendo el mayor pecado en el que se puede incurrir con un esclavo: ofrecerle conocimientos, ampliar sus horizontes. En resumen, que estaba estropeando un bien valioso, pues la expansión mental que ofrece la lectura acabaría por llevarle a anhelar la libertad.

Pero a Douglass ya se le había presentado una pequeña abertura de luz en su oscuro mundo y se las ingenió para terminar de aprender a leer y a escribir por su cuenta. Incluso llegó a fundar una escuela clandestina en la que preparaba a sus hermanos de cautiverio para una figurada vida en libertad. No obstante para las personas de su condición, tomar conciencia de la injusticia a la que estaban sometidos era particularmente duro:

“(…) aprender a leer había sido una maldición más que una bendición. Me había permitido apreciar la desgracia de mi condición, sin proporcionar un remedio. Me abrió los ojos al espantoso pozo, pero sin darme una sola escalerilla por la que salir. En momentos de angustia envidiaba a mis compañeros de esclavitud por su ignorancia. He deseado muchas veces ser un animal. Prefería la condición del más mísero reptil a la mía. ¡Cualquier cosa, fuese la que fuese, con tal de librarme de pensar!”

A partir de ese momento el esclavo necesita la libertad sobre todas las cosas. Ya sabe lo que es la vida libre y comprende que él no es un ser humano inferior, sino un igual, tan inteligente como el amo. Y comprende también que es un instrumento indispensable en un sistema económico criminal basado en la más perversa explotación. El relato de Douglass no elude escenas realmente duras protagonizadas por el instrumento más odioso: un látigo que dejaba marcas indelebles en la piel de quienes lo probaban, una experiencia que sufrían todos los esclavos en uno u otro momento.

El testimonio de Frederick Douglass, como el de otros muchos esclavos que testificaron contra las costumbres del Sur a través de la palabra escrita, era muy importante para refutar aquellas voces paternalistas que justificaban esta institución como una forma de encauzar las energías de una raza inferior que mostraba una disposición particular para el trabajo físico y no era capaz de desarrollarse intelectualmente. Los estados sureños también justificaban dicho status quo con argumentos religiosos, algo que el propio Douglass califica como el más escandaloso  y cínico de los razonamientos. En Vida de un esclavo, hay constantes apelaciones a un Dios muy distinto al que decían adorar los esclavistas, un Dios que ama a todos los seres humanos, no el instrumento de unos cuantos hipócritas fariseos.

El libro de Douglass conoció un gran éxito desde la fecha de su publicación, 1845, y su autor sigue siendo recordado como uno de los grandes impulsores del fin de la esclavitud en el país, junto a pensadores de la talla de Henry David Thoreau, Harriet Beecher Stowe o Ralph Waldo Emerson, habiéndosele dado su nombre a numerosos colegios e instituciones en todo el país. Cabe recordar, para terminar, las nobles palabras con las que cierra su escrito, toda una declaración de intenciones:

“Esperando sincera y encarecidamente que este librito pueda contribuir a algo e informar sobre el sistema esclavista estadounidense, y adelantar el día gozoso de la liberación de mis millones de hermanos encadenados, confiando fielmente en el poder de la verdad, del amor y la justicia para el éxito de mis humildes esfuerzos, y comprometiéndome de nuevo yo mismo con la causa sagrada, yo mismo firmo.”

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