jueves, 28 de febrero de 2013

VIDAS PROMETIDAS (2011), DE GUILLERMO BUSUTIL. EXISTENCIAS DE PAPEL.


Guillermo Busutil es el director de Mercurio, esa revista que acude puntualmente cada mes a su cita en bibliotecas y librerías y que es asombrosamente gratis, a pesar de la calidad de sus contenidos. Aunque ha adelgazado un poco en los últimos meses (consecuencia inevitable de los recortes que nos acechan por todos los frentes), sigue siendo una alegría leer los reportajes con los que nos obsequia, siempre encargados a la pluma de los mejores colaboradores. Recuerdo con especial intensidad el número dedicado a las geografías imaginarias, que creo que aún conservo, repleto de estimulantes recomendaciones literarias que hacen viajar a territorios sólidamente asentados en la imaginación.

Respecto a Vidas prometidas, el libro de relatos que hemos comentado en las últimas sesiones del club de lectura de la Biblioteca Provincial, su lectura nos ha llevado a un interesantísimo intercambio de puntos de vista, entre los que han caído rendidos por la calidad de los relatos (la mayoría) y los que, aun apreciando la solidez de su escritura, no nos hemos sentido tan entusiasmados, entre los que me incluyo. Antes que nada he de decir que uno de los cuentos me ha parecido sobresaliente, muy por encima de los demás. Se trata de La siesta de Odiseo, un relato redondo ya desde su título, una hermosísima rememoración de la infancia y la transmisión del amor por las palabras y su soporte físico, los libros:

"Los libros son los mapas de la vida. Te enseñan a imaginarte y reconocerte en otros, te abrigan del dolor y de la soledad más fría y son lo mejor que te queda después de haber vivido. En ellos he llegado a conocerme y ya es hora de que empieces tú a descubrir las enseñanzas que encierran."

Otros relatos son estimables, están bien escritos, pero carecen de la capacidad de evocación de éste. En algunos es evidente la huella de la profesión periodística de Busutil, pues tratan temas de actualidad (la crisis, la falta de ética en la política o la soledad de nuestros mayores) desde un punto de vista muy descriptivo, sin dejar nada a la imaginación del lector, casi como si de un reportaje se tratara. Gabinete Foreman, por poner un ejemplo de uno de los más debatidos, es un relato en el que son muy evidentes sus intenciones morales y de denuncia, en el que el protagonista, que ha sido ángel y demonio a la vez, se encuentra al final redimido de toda culpa, que pasa a recaer en los que le incitaron a caminar por las sendas tenebrosas de las interioridades de la política, cuyos detalles está conociendo estos días una ciudadanía tan indignada como estupefacta. Cuentos aferrados a preocupaciones contemporáneas y a fantasías literarias; como proclama el título del libro, otras vidas, posibles o imposibles, lejanas o cercanas, que el lector tiene la posibilidad de vivir para enriquecer su cotidianidad. Ojalá podamos encontrarnos pronto con el autor y profundizar en la motivaciones de su actividad literaria.

martes, 26 de febrero de 2013

SENDEROS DE GLORIA (1957), DE STANLEY KUBRICK. LECCIONES DE PATRIOTISMO.


La película programada el viernes pasado en el ciclo "Literatura y cine" concitó uno de los más interesantes debates de los que hemos disfrutado hasta ahora, a pesar de que acudió menos público del habitual debido al mal tiempo. Para mí sigue siendo una de las grandes obras maestras del cine antibélico. Aquí el artículo:

 http://asociacioncristobalcuevas.blogspot.com.es/2013/02/senderos-de-gloria-stanley-kubrick-la.html

domingo, 24 de febrero de 2013

ALGO VA MAL (2010), DE TONY JUDT. EL ALMA SOCIALDEMÓCRATA.


La grandeza de un hombre se mide por pequeños gestos. Y Tony Judt, postrado en la cama, con el cuerpo progresivamente paralizado, pero aún con ánimo para dictar sus últimas lecciones, con la lucidez de quien ha vivido toda una existencia dedicada al estudio, que siente que, mientras su cuerpo se marchita, su mente sigue tan activa como siempre y necesita expresar sus pensamientos.

Algo va mal es una especie de apéndice a ese ensayo tan formidable llamado Postguerra, en el que el autor aborda la extraordinaria tarea de contarnos la historia de Europa de la segunda mitad del siglo XX, aquella Europa que se recupera milagrosamente de la peor de las catástrofes y aquella otra (la del Este), la gran perdedora, que pasa a ser dominada por otro totalitarismo del que solo podrá liberarse décadas después.

Algo va mal parte de las circunstancias que hicieron posible uno de los grandes inventos políticos de la historia de la humanidad: el Estado del bienestar. Hubo un tiempo, aunque ahora nos parezca remoto, en el que el Estado era el indiscutible árbitro de la vida social y económica de los países. Se estimaba que los ciudadanos menos pudientes, los menos afortunados, debían ser socorridos, pero no de forma caritativa, sino reconociéndoles derechos, por el mero hecho de ser ciudadanos. Este milagro era posible gracias a unos impuestos progresivos en los que proporcionalmente pagaban más los que más tenían. El Estado se reservaba el control de las empresas estratégicas y regulaba sabiamente la competencia privada. La gente se sentía parte integrante de la vida ciudadana: nadie solía pensar que era un elemento sobrante o se culpabilizaba por una situación temporal de dificultades económicas. La esencia de la vida no se encontraba en amasar dinero de forma individual, sino en la participación en el progreso colectivo:

"Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo. Sabemos qué cuestan las cosas, pero no tenemos idea de lo que valen. Ya no nos preguntamos sobre una acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿Es legítimo? ?Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad o el mundo? Estos solían ser los interrogantes políticos, incluso si sus respuestas no eran fáciles. Tenemos que volver a aprender a plantearlos.

El estilo de vida materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece "natural" data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito."

La retórica de la vida actual es un bombardeo continuo de culpabilidad sobre el ciudadano: el funcionario es culpable de sus presuntas buenas condiciones de trabajo y de su seguridad laboral, lo que le hace tender a la baja productividad, el asalariado es culpable de que su empresa no vaya todo lo bien que debería, ya que no se sacrifica lo suficiente, el parado de ser un inútil incapaz de aportar nada a la sociedad, el jubilado de vivir demasiados años, el dependiente y el enfermo de ser un lastre para las cuentas del Estado... Los únicos que parecen gozar de la suficiente confianza como para ser ayudados con dinero público son los banqueros, a los que la desregulación de las leyes financieras han otorgado un inmenso poder que utilizan en su exclusivo beneficio. Para Tony Judt las únicas sociedades democráticas que funcionan bien son las más igualitarias, pero la tendencia actual es la de ahondar en el abismo entre ricos y pobres. 

El autor británico habla de la tendencia actual de los individuos con mayor poder adsquisitivo de aislarse del resto de la sociedad: viven en urbanizaciones vigiladas por su propia seguridad privada, sus hijos van a colegios de pago y se abonan a los mejores servicios médicos que el dinero pueda pagar. Es como si pudieran organizar su vida al margen del Estado y dejaran a éste solo la facultad de mantener un ejército y una policía que les protejan de los enemigos externos e internos. Ya no se considera triunfador a quien colabora desintereresadamente para mejorar la vida social, sino a quienes amasan las mayores cantidades de dinero. De ahí el desapego por la política: los ciudadanos la ven como una actividad que no se ocupa de sus intereses y en la que solo pueden participar, de manera indirecta, una vez cada cuatro años.

Pero un lluvia fina nos ha venido convenciendo, en los últimos treinta años, que el Estado es un estorbo y que la libre iniciativa económica está por encima de todo. Los derechos sociales se convierten de la noche a la mañana en mera caridad y la rápida creación de riqueza (venga de donde venga y sin importar que acabe en unas pocas manos) es la prioridad. Como escribe Judt:

"Detrás de cada cínico (o simplemente incompentente) ejecutivo bancario o inversor hay un economista que le asegura (y a nosotros), desde una posición de autoridad intelectual indiscutida, que sus actos son útiles socialmente y que, en todo caso, no deben ser sometidos al escrutinio público."

Uno de los más hermosos es el capítulo que dedica el historiador a los trenes, descritos como el bien público por excelencia, cuyo experimento privatizador en Gran Bretaña fue el gran fracaso de los años noventa. Los servicios esenciales jamás deben ser cedidos a empresas cuyo único fin es el lucro. Es precisamente lo que estamos haciendo con la sanidad, sin que nadie parezca capaz de parar tan siniestros proyectos.

Cuanto daño ha hecho en nuestro país la búsqueda de riqueza a cualquier precio, sin pensar en las consecuencias del futuro inmediato. Mientras se construían casas sin freno, mientras la vivienda elevaba su valor de manera disparatada, mientras se concedían hipotecas a quien se sabía que no podía pagarlas, mientras circulaban impunemente cantidades obscenas de dinero negro, el Estado miraba para otro lado. Y en esas seguimos. No hemos aprendido la lección. Nuestro país no cuenta con un proyecto ilusionante en el que hacer partícipes a sus machacados ciudadanos. Solo se busca un quimérica recuperación económica con vistas, si no me equivoco, a volver a inflar otra burbuja, solo que esta vez utilizando a los trabajadores con condiciones laborales decimonónicas. Ojalá algún día se vuelva a levantar, aunque sea tímidamente, la maltrecha idea de socialdemocracia, esa que trata a los ciudadanos como seres libres y dignos, no como súbditos culpables.

viernes, 22 de febrero de 2013

NO (2012), DE PABLO LARRAÍN. EL OTOÑO DEL PATRIARCA.


El otro día estuve viendo una entrevista con Augusto Pinochet, quizá la última que concedió antes de su muerte. En ella, el ex-dictador chileno intentaba presentarse como un viejecito entrañable que había hecho lo mejor para su país, sacrificándose por él en circunstancias muy duras. El clásico discurso del salvador de la patria al que los cadáveres le asoman por debajo de una abultada alfombra.

En 1988, con la intención de lavar su imagen internacional, el gobierno chileno convocó un plebiscito acerca de la continuidad de Pinochet en el poder. Es evidente que, gozando de un poder absoluto sustentado en el miedo y controlando todos los medios de comunicación, la victoria estaba asegurada. No obstante, para legitimar el proceso, se decidió conceder una franja diaria de quince minutos a la oposición al régimen: un oasis de libertad de expresión impensable apenas unas semanas antes.

Como reflejo de una época oscura, No es una película de visión incómoda, como si el espectador se asomara a una ventana desde la que se atisba la esperanza, a medio abrir. El formato de pantalla elegido no se usa habitualmente para el cine, sino que era el que se usaba para filmar reportajes televisivos en los años ochenta, por lo que la pantalla se encuentra constreñida, atrapada, mientras los personajes se mueven en este espacio limitado esperando ensanchar los horizontes de un país entero. 

La historia podemos leerla en los libros de texto: el dictador convocó un plebiscito y perdió. Pero ¿cómo fue esto posible? Los cambios políticos y sociales a veces son provocados por acciones pequeñas inspiradas por héroes cotidianos. Solo el cine o la literatura son capaces de contarnos con el nivel de detalle exigido estas hazañas casi invisibles que acaban desmoronando a las más férreas dictaduras. René Saavedra (Gael García Bernal) es un joven publicista contratado por la oposición para que les asesore en la campaña antipinochetista. La idea de la oposición es ensañarse con el tirano mostrando sus crímenes y su violenta toma del poder. René sabe que esa es una estrategia equivocada, que lo único que va a conseguir es amedrentar aún más a la gente. Resulta paradójico que sean las técnicas publicitarias eficaces para vender un refresco o un detergente las mismas que resultan efectivas a la hora de convencer a los chilenos de que deben mirar hacia el futuro con esperanza. En realidad este discurso es muy parecido al de nuestra transición, aunque al menos en Chile se consiguió humillar al dictador y que abandonara el poder por la puerta trasera. El intento por parte del juez Baltasar Garzón de procesarlo por crímenes contra la humanidad quedará como un hito en el camino kantiano de establecer una justicia universal.

También es verdad que, si bien la oposición realizó una brillante campaña propagandística, las huestes del dictador, mientras se relamían esperando el momento en que los focos internacionales se apartaran de Chile para volver a la política habitual de represión, desarrollaron un trabajo desastroso con el producto que tenían que vender: las bondades de vivir bajo la bota de un dictador que cuando aparece en pantalla no puede disimular su aspecto de vampiro. Que pena que tipos como él y su admirado Franco acaben muriendo en la cama rodeados por la admiración de sus fieles. Aquí tienen ustedes el vídeo al que me refería al principio:

 http://www.youtube.com/watch?v=FyFsEKXF9XA

sábado, 16 de febrero de 2013

COSECHA ROJA (1929), DE DASHIELL HAMMETT. BIENVENIDOS A POISONVILLE


En el debate que celebramos el mes pasado en torno a una novela de Markaris surgió el tema de los clásicos de la novela policial. A raíz de aquello, mi compañero Paco Torres escribió un estupendo artículo que recogía lo más destacado de la conversación y resumía lo más destacado de la novela negra. Eso ha despertado mi apetito y, obviando el hecho de que llevo muchos meses leyendo los relatos de Sherlock Holmes (ya queda poco para que se me acaben, una lástima) tenía ganas de acercarme a uno de los fundadores del género negro, que se diferencia de la mera novela policial en lo que aporta de crudeza y crítica social. El elegido ha sido Dashiell Hammett, de quien ya disfruté hace muchos años su clásico El halcón maltés.

Cosecha roja es una de las fundadoras del subgénero denominado hardboiled, que ha dado lugar a enormes cantidades de literatura barata, equiparable a las novelitas del oeste. Evidentemente, la escritura de Hammett goza de la suficiente calidad como para distanciarse de sus imitadores posteriores pero, en cualquier caso, Cosecha roja dicta muchas de las normas del género: escenarios urbanos decadentes, corrupción, crimen y mucha violencia.

El protagonista de la novela es un tipo tan frío que no parece humano. Se trata de un detective de la Continental que llega a una ciudad marcada por el dominio de varias bandas de gangsteres. Como si de un personaje de un western se tratara, se dedicará casi en solitario a limpiar la ciudad de escoria, lo que significa que los muertos se van a contar por decenas. El estilo de Hammett se parece mucho a su personaje: frío, preciso, simple y sórdido. El escritor estadounidense no pierde el tiempo en florituras estilísticas e imprime un ritmo casi cinematográfico a su relato. A veces, quizás por el primitivismo de su planteamiento, el lector que busque una crítica social más profunda puede sentirse decepcionado: la pluma de Hammett se irá puliendo en escritos anteriores.

Resulta difícil de creer que una novela como Cosecha roja, tan visual e impactante, no haya conocido ninguna versión cinematográfica pero, aunque intentos no han faltado, nunca ha llegado a rodarse. En todo caso, mientras leía, a mi mente acudían las imágenes de una de las mejores películas de los hermanos Coen, que reviso siempre que puedo: Muerte entre las flores, que recrea perfectamente el ambiente sórdido y decadente de ciudades como la Poisonville de Dashiell Hammett.

EL LADO BUENO DE LAS COSAS (2012), DE DAVID O. RUSSELL. AMOR BIPOLAR.


Todos tenemos derecho al amor. Es un mensaje que el cine y la literatura transmiten casi como uno de los elementos fundamentales de la existencia. De eso trata esta película que quiere disfrazarse de pequeña, pero que está cosechando un enorme éxito, ratificado por su candidatura a varios Oscars.

El lado bueno de las cosas tiene un comienzo prometedor. Asistimos a la salida de Pat (Bradley Cooper) de un sanatorio para enfermos mentales, después de haber sufrido un traumático episodio por el que se le ha diagnosticado bipolaridad. La actitud de Pat produce extrañeza: como si de uno de estos nuevos profetas del optimismo que saltan a la palestra en los últimos tiempos se tratara, proclama a todo aquel que quiere escucharle (en especial sus padres) que se haya imbuido de una nueva energía positiva que va a hacer, como por arte de magia, que todo le salga bien a partir de ese momento. Como es lógico, el toparse de bruces con la realidad provoca reacciones violentas en el protagonista, que sabe en el fondo que ha perdido buena parte de sus opciones vitales y que recuperar a su antiguo amor, si lo consigue, no va a suponer ningún alivio, ni siquiera temporal.

A partir de la aparición de Tiffany (Jennifer Lawrence), la película ya no puede seguir disimulando lo que verdaderamente es: una comedia romántica con algunos toques originales. Desde el primer encuentro el espectador sabe que la relación entre ambos acabará cuajando, a pesar de los altibajos (en forma de unas constantes salidas de tono de ambos protagonistas que acaban cansando) y que el título español del filme no está puesto por casualidad. Es una lástima que los personajes queden en meros esbozos, porque profundizando en sus males y siendo un poco más realista, la película hubiera ganado muchos enteros. Pero cierto cine de Hollywood no es bipolar: le encantan los finales felices.

viernes, 8 de febrero de 2013

AMÉRICA, AMÉRICA (2008), DE ETHAN CANIN. LA ÉTICA DEL TRABAJO Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO.


Ethan Canin era para mí un autor desconocido, pero goza de un gran prestigio en Estados Unidos. De hecho se le puede calificar como un escritor plenamente americano: habla de su país con espíritu introspectivo, tomándose su tiempo (en este caso, sus páginas) para que el lector comprenda las motivaciones de sus personajes, que surgen de una tradición asentada en pocas generaciones.

Porque la prosa de Canin no se conforma con mostrar los hechos del presente y del pasado inmediato: lo sucedido en las generaciones anteriores también cuenta, sobre todo en el caso de la ejemplar familia Metarey, los más acaudalados de la localidad donde transcurre la novela, cuyo poder y riquezas provienen de un pasado tan oscuro como las galerías de una mina. En cualquier caso, Liam Metarey, el heredero de esta fortuna se nos presenta como un ser éticamente ejemplar, comprometido con sus vecinos, a los que proporciona trabajo y seguridad y que actúa como un segundo padre para el protagonista, el joven Corey Sifter.

Corey Sifter, el narrador de la historia, se presenta a sí mismo como un joven cándido que cree a ciegas todas las afirmaciones que le hacen sus mayores en sus años de formación. El Corey Sifter maduro es un hombre desencantado que nos cuenta pausadamente las razones de su desencanto: cómo el sueño americano tiene una faz siniestra y no sólo en referencia a los orígenes de la riqueza de su mentor, sino sobre todo en cuanto a la verdadera personalidad de Henry Bonwiller, un senador demócrata que aspira a la Casa Blanca y que establece su cuartel de operaciones en la finca de la familia Metarey. Estas circunstancias convierten a Corey en un testigo privilegiado de intrigas políticas en las que no tiene más remedio que verse envuelto aunque sólo sea plenamente consciente de ello muchos años después:

"Uno de los sellos de la política actual es que solemos elegir a quienes tienen dotes para hacer campaña en lugar de los que poseen dotes para gobernar (...). Para una figura en alza en el mundo de la política el poder llega primero a través del carácter: esa combinación de superioridad y contundencia que inspira no sólo temor, que es la forma más tosca del poder, sino también adulación, que es una de las más refinadas. Después, el poder empieza a crecer a partir de su propia esencia y ya no procede exclusivamente del hombre, sino de la posición en sí misma. Y es entonces cuando debe encontrarse cierto equilibrio entre el simple logro del poder y su aplicación práctica, entre el insaciable deseo de ascender de cualquier político y la exigencia a menudo humillante de que utilice su posición de un modo beneficioso. Y ahí, naturalmente, es donde empieza la corrupción; pues el poder contiene en sí mismo un impulso irresistible a crecer: siempre hay una nueva meta. Sin embargo, cuando finalmente ya no hay ninguna, cuando no le queda ninguna ambición ni ningún objetivo incumplido que seguir como una estrella que guíe sus pasos, el político debe emprender una transformación para la cual tal vez esté tan poco capacitado como para dejarse crecer alas y volar."

Bonwiller, presentándose ante su electorado como el campeón de la clase obrera parece el político honesto que necesita un país enfangado en la Guerra de Vietnam y en la crisis económica de los setenta. Pero, al estilo del histórico Edward Kennedy tiene una debilidad por las jovencitas que a la postre será fatal para su carrera política. Precisamente será esa prensa que tanto venera el protagonista la que destapará el escándalo (del que prefiero no dar detalles) en el que se ve envuelto el senador: un final de la inocencia e ingreso en la vida adulta para un Corey que, después de todo intenta seguir representando el ideal americano: amor por el trabajo duro, por la familia y por la propia tierra.

América, América, a pesar de su estilo sencillo, exige bastante empeño al lector. Es una narración lenta, a veces hasta provocar la exasperación, ya que el texto debería haberse podado un poco más, puesto que a veces se recrea en lo meramente anecdótico, pero en conjunto merece la pena: a cambio del esfuerzo se obtiene una visión del alma americana, de sus ideales y sus miserias a través de la historia del chico que fue testigo del auge y caída de un senador que se dejó arrastrar por debilidades humanas.

miércoles, 6 de febrero de 2013

CLUBES DE LECTURA DE FEBRERO EN MÁLAGA. LOS LIBROS SON LA LIBERTAD.


Observen fríamente lo que está sucediendo en estos días en nuestro país. Los periódicos se llenan de historias que superan las más elaboradas tramas policiacas. Sólo fallan los protagonistas, hombres grises que ni siquiera saben mentir y cuya única esperanza consiste en que una población ignorante pueda ser manipulada a su antojo. Los lectores tenemos que comportarnos como los londinenses de la fotografía: mientras la tempestad de fuego del totalitarismo arreciaba sobre su ciudad, ellos continúan imperturbables con la vocación sin la cual no podrían vivir ni ejercer de hombres libres. Y es que la lectura nos adormece temporalmente en una determinada historia, ya sea o no de ficción, pero después nos hace ver la vida con los ojos de quien ha experimentado muchas existencias ajenas: es muy difícil manipular a hombres libres y los hombres libres deben defender su libertad con la independencia de criterio que otorga el conocimiento. Solo así los ciudadanos podremos superar estos tiempos oscuros.

Paso a resumir el contenido de los clubes de lectura malagueños de febrero:

En el club de lectura de la Biblioteca Provincial, un autor de la vecina Granada cada vez más consolidado: Guillermo Busutil y los cuentos de Vidas prometidas.

En la Biblioteca Cristóbal Cuevas, un prestigioso autor norteamericano que trata un tema muy de actualidad en nuestro país: mentiras y política: América, América, de Ethan Canin.

Los "Encuentros con los clásicos" de este mes en Arroyo de la Miel nos llevan hasta un libro y un autor que no necesitan presentación: La metamorfosis, de Franz Kafka. Recomiendo a los amantes de este libro que se acerquen a la maravillosa versión en cómic que realizó Peter Kuper.

En la Fnac Málaga, una novela emblemática en los clubes de lectura (ya he participado en un par de ellos en torno a ella): El lector, de Bernhard Schlink.

En la librería Luces, un encuentro en torno al siempre divertido Tom Shape: La herencia de Wilt.

Y por último, el ciclo de literatura y cine que coordino nos lleva esta vez a descubrir una de las primeras obras maestras de uno de los mejores directores de la historia: Senderos de gloria, de Stanley Kubrick. Recuerden, el patriotismo es el último refugio de los canallas.

Como de costumbre, cuando vaya conociendo nuevos datos o sea necesario algún cambio, lo tendrán puntualmente en la columna de la derecha.

Vean los telediarios, lean los periódicos pero, de vez en cuando, practiquen un poco de higiene mental y busquen refugio en los libros.

lunes, 4 de febrero de 2013

STANLEY KUBRICK, BIOGRAFÍA. (1996), DE JOHN BAXTER. EL CINEASTA DE LA PERFECCIÓN.


Para cualquier aficionado al cine el nombre de Stanley Kubrick es sinónimo de calidad. Pero no una calidad cualquiera, sino la que nace del empeño de crear obras perfectas, aunque haya que dedicar años a la concepción de cada una de ellas. Para el espectador, cada una de sus películas constituye una experiencia única, pues Kubrick podía acercarse a cualquier género cinematográfico como un verdadero maestro. Como sucede con los clásicos, sus películas nunca acaban de decir todo lo que tienen que decir. En palabras de John Baxter:

"Cuando entregamos nuestro dinero para ver una película de Kubrick estamos comprando sus ojos. Su capacidad para entender la imagen en movimiento, su sentido de cómo ha de encuadrarse un plano, el modo en que ha de moverse la cámara, la perspectiva impuesta por una lente, esos son los equivalentes visuales del tono perfecto de un músico, el sentido que tiene un pintor del modo en que alguien verá una pincelada a diez metros."

El libro de John Baxter no es un repaso crítico por la filmografía de Kubrick, algo que han realizado ya muchos otros autores, sino una aproximación lo más íntima posible al personaje, labor bastante difícil, ya que el director era muy celoso en cuanto a su vida privada.

Como otros muchos genios, Kubrick no fue un alumno brillante y bien pronto dejó de interesarse por la vida académica para ejercer el resto de su vida como autodidacta. Ya de muy joven, y a base de insistir, consiguió un trabajo como fotógrafo en una de las más prestigiosas revistas de Nueva York. Su interés por la imagen y por los últimos avances de la técnica fotográfica vienen de aquí. También por esta época comienza otra pasión que no le abandonaría en toda su vida: el ajedrez, un juego muy acorde con su carácter, que aúna estrategia y precisión.

Pero lo más interesante de Kubrick es su modo de vida. A partir de sus primeros éxitos dejó Nueva York por la relativamente más segura ciudad de Londres. Se instaló con su familia en una mansión lo más aislada posible y trató de llevar una vida lo menos social posible: lo único que le interesaba era avanzar en sus proyectos cinematográficos, con paso lento pero seguro. Entre sus manías, como si de un nuevo Howard Hughes se tratara, estaba el miedo a contraer enfermedades o infecciones, una de las razones de su aislamiento, pero no la más importante. En realidad para Kubrick su hogar hacía las mismas funciones que la torre de Montaigne: un lugar apartado, tranquilo y seguro donde desarrollarse intelectualmente y, cuando él lo estimara conveniente, lanzarse al rodaje de un film después de una ardua preparación. Para los técnicos y actores que le acompañaban, sus rodajes eran pequeños infiernos. El anhelo de perfección de Kubrick le llevaba a repetir la misma toma decenas de veces (en ocasiones para acabar prefiriendo la primera de ellas) y a discutir constantemente con los técnicos la iluminación, el sonido y la fotografía de cada plano. Al final de todo ello surgían obras perfectas, pero muchos perdían los nervios en el camino, ya que Stanley Kubrick era un ser imperturbable y obstinado: él debía tener el control de todos los aspectos de la producción, hasta los más nimios y todo debía hacerse milimétricamente como ordenaba. Era lo más parecido a un general dirigiendo un ejército.

Otro aspecto no menos jugoso de la biografía del director de 2001: los proyectos que no llegaron a buen puerto. El más conocido de todos es su biografía de Napoleón, en la que estuvo varios años trabajando, después de recopilar montañas de material al respecto (existe un lujoso libro de editorial Taschen dedicado a esta obsesión). Para Kubrick Napoleón era una proyección de sí mismo, el hombre que nunca descansa, siempre dedicado a mil tareas distintas y explorando nuevos caminos. Otros proyectos que se le ofrecieron, no menos interesantes, fueron una biografía del arquitecto de Hitler, Albert Speer (que rechazó por su condición de judío), El exorcista (aunque luego se desquitó de no haberla aceptada filmando una de las mejores películas de terror de todos los tiempos, El resplandor), el cuento de Brian Aldiss Inteligencia artificial y la novela de Thomas Keneally El arca de Schindler. Estas dos últimas finalmente las acabaría llevando a la pantalla Steven Spielberg.

Kubrick fue, entre otras muchas cosas, un lector voraz, preocupado por no tener tiempo de leer todo lo que pudiera interesarle:

"Es abrumador, especialmente en una época como esta - le dijo a Michel Ciment -, pensar en cuantos libros tendrías que leer y nunca lo harás. Por eso evito cualquier sistema para leer, siguiendo más bien un método de azar, uno que dependa tanto de la suerte como de los designios propios. Creo que ésta es también la única manera de enfrentarse a los periódicos y revistas que proliferan en grandes montones alrededor de la casa; algunos de los artículos más interesantes aparecen en la parte de atrás de hojas que he arrancado por alguna cosa."

Lo que no leía en los libros, lo absorbía, casi literalmente, de los cerebros de sus colaboradores, a los que sometía a auténticos interrogatorios acerca de cualquier tema que le interesara.

La biografía de John Baxter es altamente adictiva, repleta de anécdotas y es la mejor aproximación a un cineasta muy distinto a todos los demás, al que se le permitían caprichos impensables para la mayoría y que se tomaba su trabajo como una pasión que hacía que la vida fuera digna de ser vivida: "Decirme que me tome unas vacaciones de dirigir, es como decir a un niño que se tome unas vacaciones de jugar."

viernes, 1 de febrero de 2013

LOS HIJOS DEL ARBAT (1987), DE ANATOLI RIBAKOV. LA UTOPÍA DEL TERROR.


Para comenzar el año he elegido a un autor muy poco conocido en España, prácticamente inencontrable en nuestras librerías. Hace veinte años Círculo de Lectores lo editó, y yo tuve la suerte, en uno de mis escrutinios habituales en librerías de ocasión de hallar un ejemplar de Los hijos de Arbat. He encontrado a un autor de escritura portentosa, que realiza un análisis profundo de un país y una época. Ojalá esta humilde contribución sirva para difundir un poco a Ribakov en nuestro país. Aquí el artículo:



La historia de la literatura rusa del siglo XX es la de un país sometido a la más estricta censura, en el que el escritor que quería expresarse libremente se jugaba su libertad o incluso su vida. El caso de Anatoli Ribakov es paradigmático en este sentido: aunque pudo publicar parte de su obra después de la muerte de Stalin, hubo de esperar veinte años, a la llegada de la perestroika, para que viera la luz en su país la que quizá es su novela más emblemática: Los hijos del Arbat. Inmediatamente se convirtió en un éxito de ventas en una Rusia donde sus ciudadanos estaban ávidos por conocer los detalles de la peor época del pasado inmediato de su nación: los años en los que Stalin era dueño y señor de los destinos de la Unión Soviética y gobernaba sirviéndose del miedo.

Un pueblo que se sacrifica entusiasmado por un futuro mejor

Los hijos del Arbat parte de unas coordenadas geográficas y cronólogicas muy precisas: nos encontramos en el Arbat, un barrio céntrico del Moscú de 1934. Stalin ha consolidado totalmente su posición de poder fulminando a todos sus posibles opositores. Todo el país bulle de actividad para llevar a buen término el ambicioso plan quinquenal elaborado por el gobierno, que debe convertir a la URSS en una potencia industrial en pocos años. La novela nos presenta el destino de un grupo de jóvenes amigos que han estudiado juntos en ese barrio. Casi todos son entusiastas seguidores del régimen: esperan que el resultado del sacrificio de los trabajadores sea una sociedad nueva y más justa:
"Los corazones de los muchachos se henchían de orgullo. Éste era su país: la brigada de choque del proletariado mundial, el baluarte de la futura revolución mundial. Sí, ellos vivían con cartillas de racionamiento, se privaban de todo, pero, a cambio de eso, estaban construyendo un mundo nuevo. (...) Con el oro que se sacaba por todo aquello se construirían fábricas, premisa de un futuro de abundancia." (Los hijos del Arbat, Círculo de Lectores, 1989, pag. 52).

Sasha o la pureza socialista aplastada

Una figura destaca entre todos los personajes de la novela: Alexander Pavlovich Pankrátov, llamado familiarmente Sasha. Él es un joven ejemplar, un comunista creyente que quiere consagrar su vida a las necesidades del país, pero que un día es detenido sorpresivamente, sin saber de qué se le acusa exactamente. Esto es sólo el comienzo de un calvario para Sasha, cuyo único crimen es haber escrito unos comentarios ingeniosos, a modo de broma, en un periódico mural del instituto. La situación se parece tristemente a la que vive el protagonista de La broma, la novela de Milan Kundera.

Encerrado en una siniestra prisión moscovita, al joven se le interroga y se le pide que confiese sus crímenes: el procedimiento jurídico es parecido al que se usaba en los tiempos de la Inquisición; al acusado no se le informa directamente de los motivos de su detención y se espera de él que se autoinculpe y que acuse a cualquier cómplice para librarse del castigo. A Sasha, que es un ser puro e inocente, que sigue creyendo en el comunismo aún cuando su dignidad es atropellada de este modo, se le relaciona con una complicada trama surgida de la paranoia de Stalin. Su mismo interrogador, Diákov, sabe que es inocente, pero no puede mostrarse débil ante un acusado: necesita más nombres para que la acusación se transforme en una enorme bola de nieve que arrastre a un gran número de personas para demostrar que las sospechas del líder supremo no son infundadas. Hay una lógica muy perversa en todo este procedimiento:

"No escapaba nadie de la mano pequeña y tenaz de Diákov. Ir a parar a él significaba ser ya culpable. Diákov no creía en la culpabilidad verdadera de las personas, sino en la versión "general" de la culpabilidad. Esta versión "general" había que aplicarla con habilidad a una persona dada y crear una versión concreta. Una vez creada esa versión concreta, se sometía él a ella y sometía la investigación y al investigado. Si el procesado rechazaba la versión, era una prueba más de su hostilidad al Estado que, según entendía Diákov, representaba él allí." (Los hijos del Arbat, pag. 207).



El destierro en Siberia
 
Al final, Sasha es cruelmente condenado a tres años de destierro en Siberia. Las escenas en que su madre guarda interminables colas a la intemperie del frío moscovita con la esperanza de saber en qué prisión está encerrado su hijo y hacerle llegar algunos alimentos, son realmente conmovedoras. En realidad, el de Sasha es un castigo un tanto extraño, puesto que no va a ser confinado en un campo de trabajo, sino simplemente desterrado: se le asigna un pueblo siberiano donde debe vivir el tiempo de su condena. No se encuentra estrechamente vigilado y teóricamente podría huir si quisiera, pero en realidad las grandes extensiones siberianas, impracticables para cualquier fugitivo, son más efectivas que el alambre de espino de cualquier prisión.

Joseph Stalin y su puño de hierro

Pero por encima de todos los personajes se alza la siniestra figura del camarada Stalin, magistralmente dibujada por Ribakov. El dirigente soviético es un monstruo que domina a sus subordinados colocando una espada de Damocles encima de cada uno de ellos que puede caerles encima al más mínimo indicio de desviación de la ortodoxia del partido o de conspiración contra su persona, ya sean estas reales o ficticias. Para el ciudadano soviético de a pie lo único que tiene programado Stalin es sufrimiento: trabajo duro y falta de libertades. Su doctrina puede resumirse en estas líneas, extraidas por parte de Ribakov directamente de la paranoica mente de Stalin:
"Para convertir, en plazo mínimo, a un país campesino en país industrial se necesitaban incalculables sacrificios materiales y humanos. El pueblo debía aceptarlos. Pero eso no se conseguía solo con entusiasmo. Al pueblo había que obligarlo a hacer esos sacrificios. Para eso se necesitaba un poder fuerte, que impusiera temor. El temor había que mantenerlo por todos los medios, y la teoría de la lucha de clases permanente ofrecía todas las posibilidades para ello. Si en el empeño perecían algunos millones de personas, la historia se lo perdonaría al camarada Stalin. Pero si dejara al Estado indefenso, si le condenara a perecer, la historia no se lo perdonaría nunca. Una meta grande exige una gran energía; pero de un pueblo atrasado, una gran energía solo se obtiene por medio de una gran crueldad. (...) El poder estable se basa tanto en el miedo al dictador como en el amor a él. Es un gran gobernante aquel que, a través del miedo, ha sabido inspirar amor. Un amor tal que todas las crueldades de su gobernación, el pueblo y la historia no se las achacan a él, sino a los ejecutores." (Los hijos del Arbat, pag. 364-365).

Un Tolstoi del siglo XX

Así, bajo el dominio omnipresente de Stalin, se mueven unos personajes que, a pesar de todo, quieren hallar su felicidad vital: Lena, un ser bondadoso que solo busca amar y ser amada, Yuri, un arribista que acaba trabajando para la organización más temida del Partido o Mark Riazánov, tío de Sasha, un ingeniero que lleva a cabo una de las obras más importantes de la Unión Soviética y se debate entre su fidelidad al socialismo y el desconcierto por el cruel destino de su sobrino. Anatoli Ribakov, injustamente desconocido en nuestro país se erige aquí como un nuevo Tolstoi, retratando el espíritu siniestro de una época de forma absolutamente magistral. Aunque tardó muchos años en superar la censura de su país, al final se convirtió en uno de los testimonios más elocuentes del funcionamiento de un régimen criminal.

LOS SIMULADORES.


Ayer estuve viendo una película basada en el libro de Emmanuel Carrère El adversario. En La vida de nadie, José Coronado interpreta a Emilio, un feliz padre de familia que es alto funcionario del Banco de España. Es admirado por todos y todos confían en él para invertir sus ahorrillos en negro, ya que cuenta con información privilegiada debido a su posición. Lo malo es que todo es mentira. La vida de Emilio Barrero está construida por una montaña de embustes sostenidos por un precario equilibrio que cada vez le es más difícil mantener. Hasta que todo estalla: Emilio no es quien decía ser. En realidad ni él mismo sabe quien es; una simulación, nadie.

A escasos diez minutos caminando del Banco de España los españoles estamos asistiendo estupefactos a un desenmascaramiento infinitamente más insólito que el que cuenta la película. Nosotros creíamos que en el edificio de calle Génova habitaban políticos, gente que nos podían gustar más o menos, pero que tienen por oficio ocuparse de los problemas de los ciudadanos. Lo malo es que todo es mentira. Allí habita una especie de mafia que durante décadas se ha ocupado de favorecer sus negocios y los de sus amigos. La burbuja inmobiliaria fue creada por ellos porque era el modo más rápido de obtener jugosas comisiones. La trama Gürtel era solo la punta del iceberg de los manejos del Partido Popular. Y me temo que los papeles de Bárcenas son la punta del iceberg de negocios mucho más turbios que nunca saldrán a la luz.

Pues aquí estamos, gobernados por simuladores que difícilmente querrán dejar un poder que tantas alegrías les ha dado. Las explicaciones ofrecidas hasta el momento son dignas de un alumno de primaria y nuestro presidente ni siquiera ha querido asomarse. Mañana dice que dará un solemne discurso. Nada cabe esperar de eso. No hay político que, pillado con las manos en la masa, no niegue la evidencia. Ya lo decía Groucho Marx: "¿A quien va a creer usted, a mí o a lo que ven sus propios ojos?" A Rajoy le falta afeitarse la barba y dejarse un mostacho para parecerse a él, pues el puro ya lo maneja con soltura. Lo que ocurre es que sería un Groucho con muy poca gracia.