viernes, 31 de enero de 2014

CAPITÁN PHILLIPS (2013), DE PAUL GREENGRASS. PIRATAS DEL ÍNDICO.

Con una sólida carrera cinematográfica ya a sus espaldas, Paul Greengrass parece dar lo mejor de sí mismo cuando filma sucesos de la historia más reciente: el domingo sangriento irlandés en Bloody Sunday (2002) o los sucesos del 11 de septiembre desde dentro en la impresionante United 93 (2006). El director británico sabe imprimir a estas obras el ritmo narrativo correcto, usando muchas de las técnicas del documental, con lo que consigue dotar de un extremado realismo a sus imágenes. No he visto su aportación a la saga de Bourne, aunque está claro que ha sido una influencia fundamental a la forma de rodar el moderno cine de acción.

Ya en las primeras imágenes de Capitán Phillips, nos damos cuenta de que se trata de una historia anclada en el presente. El protagonista (soberbiamente interpretado por Tom Hanks, cuyo personaje es el principal sostén de la historia) se queja de los tiempos que van a tener que vivir sus hijos: un mundo extremadamente competitivo, en el que cada puesto de trabajo se disputa entre numerosos candidatos como si se echara un trozo de carne en una jaula repleta de leones hambrientos. Además las condiciones de seguridad en el trabajo (como él va a comprobar en breve) se deterioran irreversiblemente en nombre de la rentabilidad. Por eso no es extraño que a su barco, repleto de mercancía presuntamente humanitaria, se le asigne una peligrosísima ruta a pocos kilómetros de las costas somalíes sin escolta alguna. Tan solo le llegan algunas vagas instrucciones de seguridad que, como veremos, van a ser poco eficaces ante unos piratas que poco tienen que perder. 

La Somalia que muestra Greengrass ha cambiado poco desde los tiempos en que estuvieron por allí los soldados americanos cumpliendo la desastrosa misión que tan bien retrató Ridley Scott en Black Hawk derribado (2001): sigue siendo un territorio anárquico, dominado por los clanes de señores de la guerra, que se alimentan del saqueo a los barcos de paises más opulentos que navegan por la zona (y que se aprovechan, por qué no decirlo, de sus ricos caladeros de pesca). El cabecilla de los asaltantes del barco del capitán Phillips también funciona al modo capitalista: él deja claro desde el principio que no pertenece a Al-Queda, sino a una próspera empresa de extorsión y él tiene que rendir cuentas ante su jefe, por lo que es de interés mutuo que todo acabe cuanto antes. Por supuesto, las cosas no fueron tan fáciles y todo derivó en la huida de los secuestradores en una pequeña barcaza con el capitán como rehén, lo que provocó la intervención de la marina de Estados Unidos...

Capitán Phillips es una metáfora de los males de nuestro tiempo: la inseguridad del mundo en el que vivimos (que nunca ha sido seguro, pero en nuestro tiempo la extrema desigualdad lo está volviendo caótico) que deriva en la necesidad de supervivencia de los excluidos, convertidos en criminales a los ojos de occidente y en gente valiente para sus semejantes, vengadores contra los presuntos responsables de que Somalia se haya convertido en una de las peores pesadillas de África. Todo es mucho más complejo, claro y seguramente las culpas estén repartidas entre los muchos actores de este drama que dura décadas. En todo caso, Greengrass no quiere ser juez ni jurado, solo el cronista veraz de un drama humano, el de un profesional atrapado entre las exigencias de su oficio y el hambre que engendra violencia en costas extrañas.

miércoles, 29 de enero de 2014

EL PRÍNCIPE DESTRONADO (1973), DE MIGUEL DELIBES Y LA GUERRA DE PAPÁ (1977), DE ANTONIO MERCERO. EL FABULOSO MUNDO DE QUICO V.

Es curioso el destino de algunas novelas. En el caso de El príncipe destronado (que no se llamaba así en la primera versión que escribió Delibes, sino El fabuloso mundo de Quico V.), cuando el autor la mandó a su editor, éste estimó que no merecía ser publicada, que su calidad desmerecía de anteriores obras del escritor vallisoletano y que además trataba un tema poco interesante. Así que la novela durmió durante diez años el sueño de los justos hasta que Delibes volvió a acordarse de ella y - esta vez sí - consiguió que saliera al mercado. El éxito fue instantáneo, convirtiéndose en uno de los libros más leídos de la literatura española de todos los tiempos.

En mi experiencia como lector, El príncipe destronado es uno de esos libros especiales que misteriosamente le visitan a uno en diferentes etapas de la vida, disfrutándose de manera diferente en cada ocasión. Si en la primera lectura lo que más llamó mi atención fueron las ocurrencias de Quico y su mundo infantil, posteriormente fui encontrando nuevos matices insospechados en la novela. Ahora, que he tenido que analizarla con especial atención, es cuando realmente descubro la maestría de un Delibes capaz de hacernos observar la realidad a través de los ojos de un niño de cuatro años, proponiéndonos un juego literario fascinante: una interpretación de lo que sucede a dos niveles, en un primer momento con la mirada de niño, para pasar de inmediato a nuestra mirada adulta, desprovista de inocencia. Del descubrimiento continuo del protagonista, que no para de preguntar acerca de lo sucede a su alredor, a la visión gris propia de quien ya ha experimentado lo suficiente la vida. Delibes no necesita más para montar su artefacto narrativo y que comprendamos enseguida cual es la realidad de esa familia, marcada por la Guerra Civil.

Porque los rescoldos todavía calientes de nuestra contienda son el otro gran tema de esta novela. El padre de Quico es uno de los militares triunfadores y mantiene una relación difícil con su esposa, cuyo padre - que era republicano - fue perdonado, seguramente mediante algún sórdido trato matrimonial, o eso podemos intuir. Se trata de una familia numerosa que habita un gran piso en el centro de Madrid y que cuenta con un par de asistentas para limpiar y cuidar a la numerosa prole, pero bajo este aparente bienestar material laten nuestros eternos conflictos. El padre lo da todo por atado y bien atado con la victoria militar: él es un vencedor por la gracia de Dios, además de buena persona, por lo que su ideología es la única correcta. La madre, un personaje mucho más complejo de lo que parece a primera vista, vive atrapada por la vida que no ha tenido más remedio que elegir para sobrevivir, en una especie de cárcel si no dorada, al menos limpia y espaciosa. Y esto repercute en sus relaciones con sus hijos, sobre todo con Quico, un príncipe destronado que está desconcertado por haber perdido su trono tan repentinamente y hace lo que sea necesario para volver a captar la atención perdida. Sobre la Guerra Civil, Delibes pronunciaba estas lúcidas palabras, recogidas por Ramón García Domínguez en El quiosco de los helados. Miguel Delibes de cerca:

"La visión que estamos dándole a los niños - Delibes está hablando en 1974 - es perniciosa, como lo es la imagen del padre en "El príncipe destronado", un héroe del bando nacional que presenta una mitad, la suya, como la de los buenos, y la otra mitad como la de los malos. Yo también luché en nuestra guerra, me tocó en Valladolid, pero jamás se me ha ocurrido hacerle pensar a un niño que mi postura era heroica. Es decir, que al niño hay que informarle de lo que ocurrió por mutua intransigencia y por incomprensión, y que sea él quien saque sus conclusiones. Ahora, si cada uno depositamos en siete hijos la idea de que esto es lo santo y aquello lo endemoniado, ya estamos haciendo siete caza-herejes en cada casa, y lo mismo en la parte contraria. A este paso vamos camino de armar una guerra civil mucho más extensa y brutal que la del 36, ya que en vez de veinticuatro millones, serán cuarenta los involucrados en ella."

Ensalzada en su tiempo por numerosos pedagogos (Miguel Delibes dijo al respecto que su narración no partía de ningún estudio científico sobre la infancia, sino de la observación directa de niños - hijos y nietos - durante toda su vida), El príncipe destronado no es un canto a la edad más despreocupada de la existencia, sino una novela muy realista acerca de las difíciles relaciones de los niños con el mundo adulto, sobre todo cuando estas están marcadas por conflictos que aquellos no pueden alcanzar a comprender. La actitud de Quico, sus travesuras, no son más que una llamada de atención de alguien que se siente solo, que no recibe suficiente atención y cariño de sus progenitores.

No se puede hablar de la novela de Delibes sin dejar de referirnos a la adaptación cinematográfica que realizó Antonio Mercero pocos años después. El principal problema para comenzar el rodaje de La guerra de papá era encontrar un niño idóneo para interpretar al protagonista. Después de ver a cientos de niños, se decantaron por el aspecto angelical de Lolo García. El secreto de su naturalidad en pantalla era el siguiente, tal y como lo explica el novelista en el libro citado:

"(...) Mercero le creó un mundo de juegos paralelo al de esa historia, de tal modo que el niño jugaba durante horas y rodaba durante minutos, pero sin salirse de sus juegos. Los personajes de la película formaban parte de su vida habitual, un poco distorsionados, de manera que levantaran en el alma del pequeño, ya antes de actuar, sentimientos de simpatía o antipatía. Así, cuando el niño golpea al recluta que besa a la Vítora es porque Mercero ha tenido cuidado de que, al margen del rodaje, la Vítora sea un personaje positivo para el pequeño, le comprenda, comparta sus juegos y le obsequie diariamente con dulces y juguetes.  De este modo, cuando Mercero le hace reaccionar ante la cámara diciéndole que el Femio está pegando y mordiendo a la Vítora y que la defienda, el niño se lanza contra él a puntapiés y puñetazos, con sus modestas fuerzas, pero con auténtica furia."

El secreto del éxito de la película es el mismo de la novela: poner todo el énfasis en la mirada del niño hacia el mundo adulto. El peso de la narración estaba en un Lolo García que, como hemos visto, en realidad no actuaba. En la versión de Mercero se insertó una escena muy inquietante que no aparece en la novela: la de los niños jugando con la pistola del padre: el juego y la muerte mezclados. La guerra de broma, a la que ellos juegan, en la que los muertos resucitan enseguida, junto a la guerra de papá, la de verdad, cuyo horror los niños no pueden ni imaginarse. Aunque dista de ser una obra perfecta, Mercero realizó la mejor adaptación posible de una novela magistral. 

martes, 28 de enero de 2014

LA ASCENSIÓN DEL GRAN MAL (1996-2003), DE DAVID B. EN LAS MONTAÑAS DE LA LOCURA.

Hay historias que solo pueden contarse a través de este medio maravilloso que es el cómic. David B. hubiera podido describirnos literariamente sus sentimientos e incluso las imágenes de la enfermedad que devora a su hermano, pero nada de esto hubiera causado al lector las sensaciones que producen los dibujos de pesadilla que ilustran una historia durísima. El autor francés debió hacer acopio de grandes dosis de valor para afrontar la realización de La ascensión del gran mal. Se trata de una narración tan íntima que duele por su sinceridad. La vida es algo que intentamos edulcorar cuando se la contamos a los demás. Para David B eso hubiera sido imposible. ¿Cómo obviar una infancia y adolescencia marcada por la terrible enfermedad de su hermano? En las páginas de estos seis álbunes tan maravillosas como estremecedoras, el autor demuestra una gran capacidad para la memoria de instantes claves de su existencia familiar, aunque sabe adornarlos magistralmente con sus impresiones, en muchas ocasiones fantasiosas, pues el joven David B debía defenderse de todo aquello autoexiliándose a su propio mundo. Un mundo onírico a cuyos personajes solía visitar, para reflexionar con ellos sobre la enfermedad de su hermano, por las noches en el jardín de casa de sus padres.

La enfermedad de Jean-Christophe, cada vez más terrible, se va convirtiendo en un personaje con entidad propia, una especie de monstruo que va devorando lentamente a su víctima y amenaza con llevarse también al resto de la familia. Los padres, impotentes y desconcertados ante el inmenso sufrimiento de su hijo, prueban con toda clase de métodos desesperados para intentar derrotar al monstruo y acaban cayendo en manos de toda clase de charlatanes que proponen curar la enfermedad a través de los métodos más extravagentes: espiritismo, alimentación macrobiótica, magnetismo... Pero es que ni siquiera la medicina oficial se pone de acuerdo en el mejor tratamiento para esta clase de epilepsia. La víctima, el hermano al que la enfermedad acaba transformando en un monstruo desconocido se acaba convirtiendo en alguien muy incómodo, que acaba peregrinando por toda clase de hospitales y centros, sin posibilidad de encontrar su lugar en el mundo. La familia acaba aceptando la imposibilidad de la curación, así que cada cual trata de vivir su vida al margen de la locura del gran mal. Así lo expresa el propio David B en el postfacio:

"(...) han pasado muchas cosas: las pasiones llenas de ruido y de rabia y el exilio de cada uno. Yo he pasado lo mío en el terreno de la locura, en lucha constante, esperando a que todo se acabse y la vida pasara. Pero la vida se hace valer con la certeza de tener derecho a hacerlo y de saberse milagrosamente impune. Sin reserva o contención alguna."

Al final el único anhelo del autor es volver atrás, a los tiempos inocentes en los que jugaba en la calle con su hermano y sus amigos. Para él la realización de esta obra ha tenido el regusto amargo de los recuerdos infelices, pero también ha sido una especie de exorcismo a un drama enorme e inexplicable: el sufrimiento de la impotencia. El hermano siendo devorado por un monstruo mientras el resto de la familia solo puede mirar es la imagen que resume una batalla perdida. Al menos al final, el odio por esa criatura en la que se ha acabado transformando su hermano se acaba transformando en amor y compasión.

viernes, 24 de enero de 2014

LAS CHICAS DEL CAMPO (1960), DE EDNA O´BRIEN. LA MUCHACHA TRANQUILA.


Irlanda, uno de los países más hermosos del mundo, llena de paisajes teñidos de verde, ha sido tradicionalmente también uno de los más desgraciados. Se trata de una tierra marcada por un catolicismo feroz, dominada por el pensamiento eclesiástico más rancio, algo que los españoles han vivido también en sus carnes. Han tenido que pasar décadas hasta que el monstruoso caso de los abusos a menores perpetrados por sacerdotes ha salido a la luz pública. La Iglesia, como ama y señora, también tenía derecho sobre la educación de los jóvenes irlandeses, incluida la redención de los que se desviaban del recto camino (no hay más que ver una película como Las hermanas de la Magdalena, de Peter Mullan para comprobar como se las gastaban hasta hace bien poco). Quizá sea verdad lo de que la ética protestante es más ventajosa para el desarrollo de un país. Lo cierto es que la historia de Caithleen, narrada en primera persona, está marcada por su nacimiento en la Irlanda profunda, un territorio marcado por los usos tradicionales, produndamente católicos y, por tanto, patriarcales, tal y como sucedió con la propia autora, Edna O´Brien.

En la primera parte de Las chicas del campo, que transcurre en esta cárcel rural, como la denomina la propia autora en una entrevista concedida a El País, asistimos a la vida cotidiana de la protagonista, marcada por la presencia siempre amenazadora de un padre alcohólico, que desaparece de vez en cuando para regresar al cabo de algunas semanas después de haberse corrido unas cuantas juergas monumentales a costa de la hacienda de la familia. La madre aparece a los ojos de Caithleen como una mujer mártir, que se sacrifica por su familia, ya que no puede hacer gran cosa para denunciar el comportamiento de su marido (algo que seguramente ni siquiera se le ocurriría). Solo asume el papel que le corresponde, algo que la protagonista intuye, en su inocencia, que no debe ser su destino como mujer.

La concesión de una beca da pie en la segunda parte a que Caithleen acuda junto a su inseparable amiga Baba como interna a un colegio de monjas. Baba es una chica más abierta y descarada que la protagonista, a la que trata casi siempre como a una inferior, aunque siempre existe un fondo de cariño entre ambas, muy necesario para sobrevivir al ambiente opresor impuesto por las monjas. Estas líneas tragicómicas son un buen ejemplo del tono que emplea O´Brien:  

 "(...)la hermana Margaret irrumpió en el comedor dando palmadas.

  - ¡Silencio!

  Sus palabras parecían flotar largo rato en la estancia, suspendidas por encima de nuestras cabezas. Empezó a leer un fragmento de su libro espiritual, una historia sobre Santa Teresa, que era lavandera y dejaba que el jabón le salpicara en los ojos para mortificarse.

  - Anda que dejar que te entre jabón en los ojos... - masculló Baba, y yo sentí terror, no fuera a ser que la oyeran.

  - Voy a beber lejía o algo parecido para largarme de aquí - me dijo cuando salíamos."

Al final consiguen escapar del colegio haciéndose expulsar por el medio más sencillo: un escándalo (de elaboración bastante burda e inocente, por cierto), que choque con la mojigata moral de las monjas. La última parte de la novela transcurre con los esperanzadores aires de libertad de la gran ciudad. Vivir en Dublín permite a las dos amigas evadirse de la moral imperante y empezar a coquetear con hombres mucho mayores que ellas, aunque Baba se siente mucho más cómoda en ese papel que una Caithleen que no se conforma con el mero filtreo: su necesidad de cariño se vuelca en el señor Gentleman, el hombre más distinguido de su pueblo, una especie de semidios a sus ojos. Nosotros como lectores podemos ver la verdad que se le escapa a la inocente protagonista: que no es más que un juguete en manos de un ser detestable, que se aprovecha de la falta de experiencia de ella, deslumbrándola con leves promesas de amor.

Novela en buena parte autobiográfica, Las chicas del campo, seduce desde la primera línea por su sencillo y honesto retrato de la Irlanda más tradicional, un lugar hermoso y opresivo al mismo tiempo. Admirada por autores de la talla de Philip Roth, Alice Munro, John Banville o Samuel Beckett, la obra de O´Brien al fin es accesible al lector español gracias a la primorosa traducción de Regina López Muñoz (antes lo había intentado nada menos que Carlos Fuentes, pero no llegó a terminarla) y a la excelsa labor de dar a conocer autores tan interesantes como desconocidos en nuestro país emprendida desde hace tiempo por la editorial Errata Naturae. Absolutamente recomendable.

LA VELOCIDAD DE LA LUZ (2005), DE JAVIER CERCAS. NADA NUESTRO QUE ESTÁS EN LA NADA.


Leer un nuevo libro de Javier Cercas siempre produce una ilusión especial. La velocidad de la luz fue la novela que Cercas publicó después del enorme éxito de Soldados de Salamina, que hizo de él un escritor enormemente popular, además de prestigioso. Personalmente, quedé deslumbrado hace un par de años con la lectura de Anatomía de un instante, esa lúcida crónica de un momento fundamental de nuestra historia escrita con una prosa precisa que se hacía fascinante por momentos. Así que comencé La velocidad de la luz convencido de que la experiencia iba a merecer la pena. Y en realidad ha sido una pequeña decepción. Quizá la respuesta esté en las palabras al respecto del autor en esta entrevista concedida a José María Brindisi:

"Como digo en el prólogo que escribí para La velocidad de la luz, para un tipo como yo, totalmente desconocido, al que le ocurre algo como lo de Soldados de Salamina, la tentación inmediata es el suicidio. Si no se entiende esto, no se entienden cosas como el silencio de Rulfo o el de Salinger. El problema fue sobre todo el siguiente libro. La velocidad de la luz es un libro que me incomodaba mucho, y ahora nos reconciliamos un poco. Es un libro que escribí para sobrevivir; para mí, lo más importante siempre había sido la literatura, pero nunca imaginé que sería un escritor profesional. Me leían mi madre, alguna de mis hermanas, algún amigo, y se acababa ahí. Me parecía normal, nunca me quejé. Pensé: vas a intentar escribir los mejores libros que puedas escribir, y nada más. Y cuando ocurrió aquello es como si me cayera una especie de tromba encima. Entonces pensé: “Esto no me va a quitar lo mejor que tengo, que es ser escritor, así que voy a escribir como sea”. Y ese libro fue entonces un acto de supervivencia. Y por eso es un libro tan terriblemente agónico, y lleno de culpa increíble… Después de un exitazo, no puedes escribir un libro así, estás loco. Pero te ocurren algunas cosas terribles, entre otras que empiezas a tener enemigos."

Vayamos por partes. Lo primero que hay que decir es que la novela tiene un gran fondo autobiográfico. El protagonista, que narra en primera persona, cuenta su viaje a Urbana, una población estadounidense próxima a Chicago, para hacerse cargo de un puesto como profesor visitante. Allí conoce a un compañero, Rodney, un hombre de apariencia tranquila, pero de alma atormentada. No es para menos: arrastra en su conciencia dos años en Vietnam, uno de ellos como miembro de uno de esos cuerpos especiales que se dedicaban a asesinar impunemente con la excusa de luchar contra el Vietcong. Una de las acciones que describe, la que martiriza a Rodney, está inspirada en la famosa matanza de My Lai, en la que miembros del ejército estadounidense arrasaron un pequeño pueblo vietnamita y violaron y asesinaron impunemente a sus habitantes. Rodney ha sido testigo y protagonista del lado oscuro de la existencia y esta marca, como la marca de Caín, es una mácula imborrable. Puede que aparentemente haya superado aquello y funde una famila y parezca que lleva una vida normal, pero en el fondo le va a ser imposible, como a tantos combatientes que acudieron a aquel conflicto creyendo que su experiencia iba a ser equivalente a la de sus padres en la Segunda Guerra Mundial. Y es que Vietnam ha quedado como el paradigma de la guerra sucia: nadie sabía en el ejército estadounidense si estaban ganando o perdiendo, ya que el enemigo era prácticamente invisible, por lo que se dedicaban a patrullar la selva y bombardear con napalm o agentes químicos objetivos en muchas ocasiones ficticios. Cuando volvían a casa, estos héroes eran recibidos como asesinos. Los soldados que regresaron de Vietnam no protagonizaron ningún desfile patriótico.

Lo peor de la novela de Cercas la continua descompensación entre sus elementos. Lo primero es que tarda muchísimo en arrancar, recreándose en detalles superfluos para la trama y, cuando lo hace, es para contarnos una historia de Vietnam que parece inspirada en una mezcla de las tramas de películas como Platoon o Nacido el cuatro de Julio. No hay profundidad ni novedad alguna en esta parte. Luego la novela intenta transformarse en un canto al nihilismo, comparando la culpabilidad de Rodney con la del protagonista, por haberse quedado disfrutando en una fiesta (también se habla extensamente del éxito como fuente de narcisismo y frustración) y no haber acompañado a casa a su mujer y a su hijo la noche en que murieron en un accidente de tráfico. Resulta difícil establecer puntos de conexión entre ambas situaciones, a fuer de ser ambas muy dramáticas. Cercas intenta hacerlo citando en un par de ocasiones la famosa oración a la nada presente en uno de los cuentos de Hemingway, pero no logra el efecto deseado. En conclusión: desde mi punto de vista La velocidad de la luz es una novela fallida de uno de los mejores novelistas actuales de este país. Intenta sacar a colación una serie de temas muy profundos, pero no logra hilvanarlos en un discurso lo suficientemente coherente como para interesar al lector. Además su prosa no logra ni de lejos la brillantez alcanzada en obras como Anatomía de un instante. En cualquier caso, todo esto no ha disminuido ni un ápice las ganas que tengo de leer su última novela, Las leyes de la frontera.  

martes, 21 de enero de 2014

EL LOBO DE WALL STREET (2013), DE MARTIN SCORSESE. UN HÉROE DE NUESTRO TIEMPO.

Para los que no estén avisados: El lobo de Wall Street está basada en hechos reales. O más bien se basa en las memorias de Jordan Belfort, un libro en el que relata los excesos de los que fue protagonista en su vertiginoso ascenso y caída en el maravilloso mundo de los mercados financieros, a los que se privó de una regulación racional en los ochenta.  Es posible que la visión de Scorsese sea la de una comedia bufa y exagerada (y a mí me parece una genialidad que haya adoptado esa óptica), pero eso no hace sino poner el dedo en la llaga en el verdadero problema de nuestro sistema ultraliberal: cómo cualquier sinvergüenza puede aprovecharse de él durante años, robando los ahorros de gente humilde mediante un modus operandi bien sencillo: vender bonos de empresas basura presentándolos como inversiones rentables usando métodos agresivos y fraudulentos. Parece increíble que convencieran a la gente de invertir sus ahorros mediante meras llamadas telefónicas, pero así era. Luego Belfort se dio cuenta de que podía extender sus redes a peces más grandes: a sus clientes más adinerados les hacía primero ganar dinero invirtiendo en acciones de empresas sólidas, para luego pasar a estimular su codicia haciéndoles comprar también bonos basura. Como nadie sabe cuando parar ni en realidad lo desea, el negocio iba viento en popa: la empresa de Belfort pronto dio que hablar, y sus métodos llamaron la atención del FBI, que inició una lenta investigación mientras aquel ganaba cantidades obscenas de dinero que llevaba a su cuenta de Suiza.

Así pues, Belfort hizo realidad todos los sueños de los que anhelan convertirse en nuevos ricos: su vida era una continua juerga regada por enormes cantidades de drogas y toda clase de pastillas. En sus oficinas organizaba auténticas orgías y toda clase de diversiones extravagantes, como el lanzamiento de enanos. Como bien se muestra en el trailer, el protagonista no sabía como parar: siempre quería más y más. No he tenido oportunidad de leer todavía las memorias de Belfort, pero, aunque puede que Scorsese haya exagerado algo en la filmación de este círculo vicioso (aunque el propio director afirma que muchas de las cosas que sucedieron en ese lugar ni siquiera se atrevió a rodarlas), en lo esencial lo que vemos en pantalla es la verdad. Parece increíble que un personaje de esta calaña pudiera usar las herramientas del sistema para obtener tremendos beneficios. Claro que nuestro protagonista era un arribista que llamaba demasiado la atención. Hay gente mucho más poderosa (también en nuestro país, solo tengo que nombrar las preferentes que vendían nuestros bankeros a gente que no tenía ni idea de finanzas), que se nutre de estos métodos, aunque de modo mucho más sofisticado. Y jamás son molestados por las fuerzas del orden. El propio Leonardo DiCaprio lo resume así: 

"Creo que en un mundo no regulado vamos a encontrar gente que trata de tomar ventaja de cualquier oportunidad. Pero no sólo en Wall Street. Jordan Belfort no era el más rico de todos, no era multibillonario robando miles de millones. En América culpamos a los mediocres, pero somos incapaces de perseguir o castigar a los grandes culpables. En la historia americana mucha gente ha hecho cosas similares y ha quedado libre. De hecho, muchos de ellos siguen cobrando bonus, así que para mí Jordan no es el pez más grande del mar. Él fue utilizado durante esa época como ejemplo de cambio simplemente porque no seguía las normas."

Todo esto nos remite, por supuesto, a las prácticas que hemos vivido en España en los últimos años, aunque aquí han estado vinculadas a la política y a la construcción. Uno puede imaginarse la sede del partido popular en los años dorados del tráfico de sobres casi como las oficinas de Belfort: una fiesta constante alimentada por la adrenalina que da el dinero fácil. En nuestro país tenemos a nuestros propios Belforts, que se reinventan después de pasar una temporadita en prisión. Mario Conde, sin ir más lejos, que está presente constantemente en ciertas cadenas de televisión y escribe libros acerca de cómo salir de la crisis. O Ruiz Mateos, que fue capaz de resurgir de sus cenizas y engañar por segunda vez (¡esto sí que es una hazaña!) a pobres ciudadanos para que invirtieran en sus ruinosas empresas. Si algo caracteriza a este tipo de gente es que poseen una cualidad única: tienen una cara tan dura que son capaces de convencer a mucha gente de su inocencia contra toda evidencia. O quizá la explicación sea aún más oscura: que este modelo de hombre hecho a sí mismo sea el espejo en el que secretamente se miran muchos ciudadanos, que envidian a quienes fueron capaces de robar impunemente durante años y, después de ser pillados, haber sido capaces de quedarse con buena parte del botín para ser disfrutados una vez libres de todo cargo. Eso explica que la gente siga votando masivamente a políticos de los que se ha probado sobradamente su naturaleza corrupta.

El lobo de Wall Street es un acertado retrato de los males de nuestro tiempo, realizado con una mezcla magistral de comedia esperpéntica y crítica social. El mismo protagonista se dirige en ocasiones directamente al espectador para explicarle que, técnicamente, es muy difícil saber lo que está pasando en pantalla, pero que lo esencial del asunto es que los métodos que usaban eran totalmente ilegales. Ilegales, sí, pero permitidos durante años por un sistema en el que los poderes económicos parecen regular las leyes del Estado y no al contrario. A veces la historia de Jordan Belfort adopta paralelismos con otras de Scorsese dedicadas a describir los métodos de la mafia. Pero el director de Uno de los nuestros parece simpatizar más con estos últimos, que al menos no esconden sus intenciones:

"La realidad es que el crimen es el crimen, y lo cometan con un código de ética como lo hacen los gángsteres o como se hace en Wall Street, de todos modos hace daño a la gente. Sin embargo, me parece que aquellos que se cometen bajo el disfraz de la legalidad, o aprovechando la oportunidad, como los que se retratan en esta película, suelen provocar un daño aún mayor, y lo peor de todo es que no se hace nada para combatirlo. Esta mentalidad, al menos en lo que he podido investigar, es algo que se estimula desde la sociedad, y parece estar validada por nuestra cultura. Por lo tanto sí, creo que los crímenes que se cometen en Wall Street suelen ser mucho más peligrosos que los que suele llevar a cabo el hampa."

lunes, 20 de enero de 2014

LA CAZA (2012), DE THOMAS VINTERBERG. INSTINTO DE PROTECCIÓN.

El otro día, un buen amigo y compañero del club de lectura de la Biblioteca Provincial apuntaba que los únicos crímenes que no se pueden perdonar son los que se cometen contra los niños. Al mismo Jesucristo se le atribuye esta frase terrible: "Al que escandalice a uno de estos pequeños, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar". El protagonista de La caza es un padre divorciado que trabaja en una guardería en un idílico pueblo nórdico, donde parecen existir sólidos lazos en su pequeña comunidad. Lucas es un hombre pacífico cuyo único anhelo es pasar más horas con su hijo. Aparte de eso, parece alguien en paz consigo mismo y perfectamente intregrado en la vida comunal. Toda esta realidad se hará trizas cuando una de las alumnas de la guardería, estimulada por unos vídeos que ha visto fugazmente en la tablet de uno de sus hermanos, pronuncie unas palabras acerca de Lucas, mezclándola con los comentarios que ha oído a sus hermanos. De repente el protagonista ha pasado a ser un monstruo, alguien ajeno a la humanidad que debe ser expulsado urgentemente de la misma. Otros opinan más bien que debe ser destruído pues, como ya he dicho, ha dejado de pertenecer a la comunidad de los hombres.

La caza es una película dura y seca. Tan fría como la temperatura del pueblo nórdico donde se desarrolla, filmada en ocasiones casi como si de un documental antropológico se tratara. El comentario inocente de una niña se convierte de pronto en una dolorosa realidad y la noticia de que Lucas no es el amable vecino que parecía ser, sino un temible pederasta se extiende como la pólvora por todo el pueblo. Los niños no mienten, por lo tanto las palabras de un ser inocente deben ser tomadas literalmente. Los otros padres que tienen a sus hijos en la guardería los interrogan y concluyen que ellos también han sido objeto de abusos. Las sospechas se convierten en certezas en la psique colectiva y se desata una auténtica caza de brujas contra el monstruo depravado que se enmascaraba detrás de un rostro humano. 

La inocencia de los niños mezclada con el lógico instinto de protección humano pueden llevar implícito el infierno. Al final casi no importa si el crimen se ha cometido o no. El mero hecho de su posibilidad es ya lo suficientemente horrible como para justificar un acoso colectivo, como si hubiera que limpiar la suciedad que inesperadamente ha inundado el pueblo. Por mucho que la policía no encuentre suficientes indicios como para justificar una detención, por mucho que Lucas se esfuerce en hacer comprender la verdad a sus vecinos, la mancha en su frente es ya imborrable. Vinterberg nos regala con alguna de las imágenes más estremecedoras que se han podido ver en mucho tiempo en una sala de cine, sobre todo porque tiene la habilidad de implicar emocionalmente al espectador sin manipularle. Nada de esto sería posible sin la espléndida interpretación de Mads Mikkelsen, que en muchos tramos del metraje tiene que sostener por sí solo la progresión dramática de la película. Si bien el guión no es perfecto - precisamente la parte a la que hace referencia su título, que sirve para justificar la escena final es lo más endeble del mismo - La caza es una propuesta muy estimulante, que da una nueva vuelta de tuerca al tema del falso culpable y es con justicia una de las candidatas al Oscar a mejor película extranjera este año. 

jueves, 16 de enero de 2014

LA RETIRADA (2009), DE MICHAEL JONES. LA PRIMERA DERROTA DE HITLER.

La secuencia histórica de hechos que siguió a la sorprendente decisión de Hitler de invadir la Unión Soviética cuando todavía estaba lejos de someter a Inglaterra es bien conocida: el comienzo de la campaña, cuando las divisiones panzer y la aviación alemana arrasaron al ejército soviético de la frontera, hicieron temer lo peor: que la blitzkrieg nazi, que había conquistado la mitad de Europa en pocos meses, fuera efectiva también en el inmenso territorio ruso y que Alemania se apoderara de los ricos recursos que atesoraban esas tierras, lo que la haría virtualmente invencible. Los siguientes meses fueron poniendo las cosas en su sitio: aunque la Wehrmacht siguió avanzando a buen ritmo, la resistencia soviética fue acrecentándose a cada paso, lo que iba acercando progresivamente el fantasma de que llegara el temible invierno ruso sin haber terminado la campaña.

En otro orden de cosas, muchos miembros del ejército alemán no debían enfrentarse solo al enemigo, sino también a su propia conciencia, pues las órdenes eran tratar a los rusos como a una raza inferior y privarles de los recursos necesarios para la supervivencia. Además, los soldados capturados recibieron un trato inhumano, privándoseles en muchos casos de alimento, lo cual derivó en la muerte por inanición y enfermedades de cientos de miles de ellos. Todo esto alimentó un profundo odio contra los alemanes, que se manifestó en un creciente movimiento partisano, que hostigaba a la Wehrmacht en sus líneas de suministro. El teniente alemán Ludwig Freiherr von Heyl lo describió muy bien en su diario:

"Lo que estamos librando aquí no es ninguna guerra entre caballeros, sino más bien una campaña brutal. Uno se vuelve insensible por entero: la vida humana cuesta tan poco..., menos que las palas con las que despejamos de nieve las carreteras. El estado al que nos hemos visto reducidos os parecerá increible en Alemania. No matamos a seres humanos, sino a un "enemigo" al que hemos convertido en algo impersonal, un animal a lo sumo. Y ellos hacen lo mismo con nosotros."

Lo cierto es que el comienzo de la operación Tifón, el impulso definitivo para tomar la capital soviética comenzó en octubre de 1941, cuando el tiempo era todavía bueno y la Wehrmacht acababa de rematar una brillante ofensiva en Ucrania que concluyó con la captura de cientos de miles de prisioneros soviéticos (operación que sigue siendo polémica, puesto que retrasó la marcha sobre Moscú en un par de meses que a la postre resultarían decisivos). Al principio todo fue bien, hasta el punto de que el gobierno soviético dio por perdida la capital y a punto estuvo de abandonarla, aunque en un determinado momento, como por milagro, Stalin resolvió quedarse y llamó al general Zhukov, encomendándole la defensa de Moscú y reforzándolo con tropas procedentes del este, acostumbradas a la lucha invernal, una vez que la amenaza de un ataque por parte de Japón había sido descartada por el servicio de inteligencia.

El momento decisivo llegó a principio de diciembre, cuando las vanguardias alemanas al norte de la capital estaban a punto de rozar los barrios periféricos de la capital. Las temperaturas bajaron bruscamente hasta los treinta grados bajo cero e incluso a los cuarenta. Esto anuló toda la capacidad ofensiva de los alemanes y paró los motores de sus vehículos, provocando una contraofensiva de los refuerzos soviéticos que derivó en un pánico general que resultó desastroso para el Grupo de Ejércitos Centro de la Wehrmacht. El fantasma de la retirada de Napoleón en 1812 (que al menos sí que llegó a entrar en Moscú), que rondaba al ejército alemán, se presentó de improviso.

La retirada no se centra tanto en una descripción exhaustiva de las operaciones militares como en el sufrimiento de los soldados que participaron en las mismas. Jones recoge numerosos testimonios de militares alemanes que describen las condiciones imposibles a las que debieron enfrentarse, mientras en Berlín el alto mando insistía, por orden personal de Hitler, en la estrategia suicida de quemarlo todo y resistir sobre el terreno sin ceder un solo metro al enemigo. Para los soldados alemanes, se desató un auténtico infierno de frío extremo y ataques por sorpresa de un enemigo que parecía estar en todas partes. Como contó el enfermero Anton Gründer:

"Vimos cosas espantosas hasta lo indecible. Muchos se presentaban para que les curásemos heridas cubiertas por vendajes de emergencia que les habían hecho más de una semana antes. Uno tenía en la parte superior del brazo un orificio de salida. El miembro estaba negro por completo y el pus le corría por la espalda hasta las botas. Hubo que amputárselo por la articulación. Tres de mis ayudantes tuvieron que ponerse a fumar puros mientras operábamos para mitigar el terrible hedor que desprendía."

De una manera similar, el soldado Willy Reese, escribía:

"Teníamos poco que llevarnos a la boca, y éramos incapaces de caldear nuestro alojamiento. Todo estaba envuelto en el hedor de la congelación, ya que los hombres usaban una y otra vez el mismo vendaje, lleno de costras de pus y carne putrefacta. A algunos les colgaban tiras de piel ennegrecida de los pies, y al cortalas, quedaban expuestos los huesos. Sin embargo, al doliente no le quedaba más remedio que envolvérselos con trapos y arpillera para seguir haciendo guardias y luchando. Todos sufríamos diarrea, y uno de nuestros soldados había quedado tan enflaquecido que se desmayó de camino al médico y murió congelado. Los de más edad acababan aquejados de un reumatismo tal que los hacía gritar de dolor. Sin embargo, no podíamos prescindir de nadie."
 
Durante semanas el pánico imperó en un ejército alemán que a punto estuvo de correr la misma suerte que el napoleónico. Cuando por fin el Estado Mayor se hizo cargo de la situación de una manera más realista, mandó al frente providencialmente al general Model a mitad de enero de 1942. Este militar, conocido tanto por sus métodos expeditivos como por compartir los peligros con la tropa, supo insuflar nuevo vigor a los soldados alemanes, y organizó una contraofensiva que equilibró la balanza, dejando los frentes fijados hasta la siguiente primavera y el resultado de la operación Tifón prácticamente en tablas: los rusos habían perdido la oportunidad de destruir totalmente a su enemigo por no haber sabido concentrar su ataque en pocos puntos, llevándolo, en un exceso de ambición a todo el frente. Aún así, se habían probado a sí mismos que los alemanes no eran invencibles y que podían ser parados. Los alemanes habían pagado su exceso de confianza, pero a la vez habían conseguido paliar una situación que en muchos momentos se vivió como desesperada. A comienzos de la primavera, con el deshielo, comenzaron a llegar masivamente las prendas de invierno para los combatientes alemanes, que se tomaron aquello como una de las ironías que a veces se dan en la guerra. 

Después de este terrible invierno, 1942 iba a ser el año decisivo en el frente del Este y en el resto del teatro de operaciones. Alemania concentró su ofensiva en un solo punto, en el Caucáso, y a punto estuvo de derrotar definitivamente a un coloso ruso que volvió a levantarse con enorme energía con la llegada del invierno, para afianzar cada vez más su superioridad hasta llegar a Berlín en abril del 45. La retirada es un libro para leer en invierno, aunque jamás llegaremos a sentir la misma sensación térmica que los soldados de ambos bandos en aquella terrible estación de 1941.

SHAME (2011), DE STEVE MCQUEEN. SEXO, VERGÜENZA Y DOLOR.

Resulta difícil visionar una obra como Shame sin sentir cierta perturbación. Y no me refiero a las escenas sexuales explícitas que jalonan la totalidad del relato, ni al generoso desnudo integral de Michael Fassender, sino al dolor latente que se percibe en cada una de sus imágenes, algo que solo ha podido conseguirse gracias al virtuosismo de Steve McQueen (el autor de la reciente Doce años de esclavitud) y a la excepcional interpretación de su protagonista, bien secundado por Carey Mulligan.

Las primeras imágenes de Shame nos presentan a Brandon, el protagonista, totalmente desnudo. Pronto nos daremos cuenta de que lo que importa es que se nos va a mostrar su desnudez emocional, más que la física. Brandon es un triunfador aparente. Vive solo en un amplio apartamento, posee un trabajo con cierto status social y, sobre todo, dedica cada una de sus horas libres a su gran pasión: practicar sexo. Lo que pudiera parecer un mero divertimento en su caso toma los visos de obsesión, cuando no de enfermedad (aunque esto último habría que matizarlo). A Brandon no le basta con seducir a toda clase de féminas casi como si de un depredador se tratara. Necesita sesiones de sexo rápido, animal, sin una pizca de cariño. Cualquier emoción parecida al amor que se manifestara en su compañera de ese momento refrenaría por completo su pasión. Pero esto no es todo. Brandon no tiene suficiente con estos encuentros esporádicos que provoca constantemente. A veces recurre a servicios profesionales de prostitución, ya sea físicamente o por internet. Y también guarda un impresionante arsenal de revistas pornográficas para las emergencias. La vida de Brandon es sexo y solo sexo. Pero no es un hombre feliz ni realizado. Quizá Brandon no sea un enfermo, sino un ser que obedece a sus instintos hasta las últimas consecuencias, aceptándose tal y como es.

La llegada de su hermana a su apartamento va a ser un catalizador de sus dormidas emociones. Pero de las más negativas, puesto que comparte con ella un trauma del pasado del que el espectador jamás va a tener noticia, pero que se intuye oscuro y vergonzoso. A partir de aquí todo va a ser una catarata de sentimientos y rabia que él debe reprimir a duras penas. Las imágenes de Shame son tan fascinantes y desasosegantes como las sensaciones que nos transmite el protagonista. Hay una escena que, al menos a mí, me remite directamente a David Lynch: la canción que interpreta su hermana en un elegante club nocturno, que parece revivir antiguos recuerdos en Brandon. Hay que advertir que Shame no es una propuesta para todos los paladares. Es cine exquisito, atrevido y original. Una película que debería revisarse más de una vez para ser capaces de saborear todos sus matices. Ojalá otras producciones de Hollywood trataran el sexo - un asunto cotidiano, constatemente en la mente de gran cantidad de individuos a todas horas - con tanta seriedad como lo hace Steve McQueen.    

martes, 14 de enero de 2014

EL GRAN CARNAVAL (1951), DE BILLY WILDER. CURSO DE ÉTICA PERIODÍSTICA.

Pocos clásicos están tan de plena actualidad como esta película de Billy Wilder. En esta época de internet, en la que las noticias más banales se expanden a la velocidad de la pólvora, conviene revisar El gran carnaval y analizar los mecanismos por lo que cualquier hecho, por irrisorio que sea, puede ser transformado en una gran noticia mediante la manipulación más descarada. El público que asiste al rescate del saqueador atrapado no es más que una masa sedienta de espectáculo, que traslada sus tragedias vitales a la pobre víctima, transformada en héroe nacional muy a su pesar. Hoy día vivimos en una época de constate fabricación de grandes carnavales. Les pongo un ejemplo: la restauración del Ecce Homo de Borja. Aquí el artículo:

http://asociacioncristobalcuevas.blogspot.com.es/2014/01/el-gran-carnaval.html

lunes, 13 de enero de 2014

AGOSTO (2013), DE JOHN WELLS. LAS HIJAS DE LA LOBA.

El sábado pasado en Babelia, Antonio Muñoz Molina hablaba de las relaciones entre alcoholismo y literatura. De esto debía saber mucho el patriarca de los Weston, que recibe al espectador con un discurso cínico, amargo y desapasionado acerca de su condición de alcóholico y de amante de los libros, algo que le ayuda a soportar la vida junto a su mujer, Violet (Meryl Streep), una mujer golpeada por una juventud muy difícil y que no ha sabido adaptarse a una relativa prosperidad en su madurez. Aquejada por un cáncer bucal, se ha convertido en adicta a toda clase de pastillas y medicamentos. Su enfermedad no le impide mantener una lengua viperina, más bien todo lo contrario. 

La muerte del patriarca va a ser la excusa de una reunión familiar en la que las tres hijas y el resto de parientes van a protagonizar situaciones que van desde el ambiente tenso hasta un auténtico combate dialéctico y casi pugilístico. La impulsora de los mismos va a ser Violet, que está de vuelta de todo y se divierte removiendo los rescoldos del pasado y haciendo daño a sus propias hijas. Para bien o para mal, Meryl Streep es la gran estrella de la función y ella asume con naturalidad ese protagonismo componiendo un personaje que debe mucho (a mi entender) a algunos de los mejores que interpretó Bette Davis. Streep, secundada por un grupo de excelentes actores, resume lo mejor y lo peor de esta película: por un lado su valentía al exponer los trapos sucios de la familia sin pelos en la lengua (una vocación de la obra original de Tracy Letts) y sin edulcorar ni una sola palabra y por otra, su tremendismo: una cascada de revelaciones, cada una más impactante que la anterior, van apabullando al espectador hasta el punto de que uno no sabe que pecado, de los muchos que se exponen durante las dos horas de metraje, es el más terrible.

Agosto es una propuesta sugestiva y valiente, con un marcado acento teatral, lo cual también significa que está dotada de una libertad literaria que no suele encontrarse en el encorsetado cine de Hollywood. Es difícil encontrar una obra más desasosegante, que apele a la madurez del público e intente hacerle cómplice de una negrísima visión del mundo. En esto último es en lo que creo que falla la película de Wells: uno acaba desapegándose de los múltiples conflictos de los Weston, en cuyo seno familiar parece haberse instalado una desgracia de corte shakesperiano, como si llevar la sangre de esa familia significara estar abocado a un fracaso irremediable. No obstante, es muy recomendable acercarse al cine y disfrutar de la interpretación de Meryl Streep, Julia Roberts, Benedict Cumberbatch y el resto del reparto. Aunque Streep resulta muy cargante en algunas escenas, consigue lo que pretende con el papel: resultar irritante, ofensiva y odiosa. Y lo que es peor, es capaz de expandir esas virtudes a todo el que está a su alrededor. Todo en Agosto nos recuerda que vivir es mucho más difícil de lo que se nos dice y que la desgracia puede acechar a la vuelta de la esquina.

viernes, 10 de enero de 2014

SOCIOFOBIA (2013), DE CÉSAR RENDUELES. CAPITALISMO VIRAL.

Se trata de uno de los mejores ensayos que he leído en los últimos tiempos. Sociofobia es profundo, brillante y a la vez está dotado de una escritura clara y cristalina. Aconsejo su lectura fervientemente. No suelo recomendar que se lean mis propios artículos, ya que en muchas ocasiones distan mucho de tener un mínimo de calidad, pero en esta ocasión lo voy a hacer, para tratar de difundir este libro que trata de hacernos partícipes de un debate muy, muy interesante. Aquí el enlace:



Hace unos meses tuve la oportunidad de asistir a unas jornadas dedicadas a un concepto tan difuso como la innovación social. En una de las ponencias, uno de esos nuevos gurús de internet ponderaba acerca de las infinitas virtudes de la red, un lugar lleno de posibilidades de aprendizaje, cultura colaborativa y emprendimiento que cambia la vida de la gente. Lo cierto es que era un discurso bien estructurado y brillante, pero vacío en el fondo, pues estaba repleto de lugares comunes, sin la aportación de demasiados ejemplos prácticos. Mientras el orador se movía dinámicamente por el escenario ayudándose por una presentación power point  (cuyo arranque no estuvo falto de problemas técnicos, como suele suceder en estas ocasiones), el público asistente, casi en su totalidad, miraba sus i-phone, sus tablets y sus portátiles. Algunos escribían pequeños mensajes en twitter con las frases más brillantes del conferenciante, para que sus seguidores tuvieran noticia inmediata de cómo se desarrollaba el evento, otros hacían fotos y los más hablaban por el whatsapp, navegaban por páginas de vídeos o de humor que nada tenían que ver con la innovación social.

Esta pequeña anécdota puede servir como metáfora de nuestro tiempo, en el que se da una importancia tan desmesurada a la red que navegar por internet mientras otra persona se dirige a nosotros no solo no está mal visto, sino que es un uso social ampliamente aceptado. En Sociofobia, el brillante ensayo de César Rendueles se utiliza el término ciberfetichismo para referirse a esta veneración por internet en general y las redes sociales en general, como una especie de solución a todos nuestros problemas de convivencia y socialización de una manera cómoda y aséptica. El individuo puede elegir así con quien se relaciona, los límites de su relación e incluso acabar con ella con la misma facilidad con la que se presiona el botón de apagado de un aparato. Es una especie de utopía digital sin los inconvenientes de los vínculos personales tradicionales. Hoy día existe la posibilidad de mantener dichas relaciones en compartimentos estancos para ser usadas como bienes de consumo: relaciones amorosas, presuntas amistades, foros de aficionados a cualquier cosa… Solo que para mucha gente estas prácticas están sustituyendo a las relaciones tradicionales. Un paseo por cualquiera de nuestras ciudades será muy revelador en este sentido: nos cruzaremos constantemente con gente tecleando su móvil, manejándolo con tal soltura como si de un apéndice corporal se tratara. Para algunos la vida no es un fin en sí misma, sino una serie  de circunstancias que deben ser relatadas al minuto en las redes sociales.

En esta nueva sociedad que hemos construido las capacidades de elección se nos antojan infinitas, pero al final, como sucede con los programas televisivos de éxito, acabamos decantándonos por las banalidades más absolutas. Si internet es el representante de la sociedad civil, resulta que los máximos intereses de los ciudadanos se resumen en pornografía, fútbol, cotilleos, vídeos graciosos y politonos para el móvil. Y eso nos lleva al problema de la democracia representativa y la ideología ultracapitalista que lo impregna todo. La ciudadanía no ha perdido su espíritu crítico, pero ahora lo manifiesta de modo virtual, compartiendo mensajes indignados, pero creyendo en el fondo (porque este mensaje está grabado a fuego en el inconsciente colectivo) que no existen alternativas al sistema actual, cuya participación en el mismo consiste esencialmente en volver a votar a los representantes públicos más corruptos, como si este presunto mal menor fuera lo que nos merecemos. Rendueles lo expresa muy bien con una metáfora económica:

“Muchos ciudadanos de las democracias occidentales estarían dispuestos a pagar muy poco para obtener un sistema político aquejado de una profunda crisis de representatividad o un régimen económico irracional, inestable e ineficaz. Sin embargo creen que el precio a pagar por perder todo eso sería altísimo. En realidad, podría haber buenas razones para conformarse con lo que hay, como los costes de una transición a un sistema alternativo o su irrealizabilidad. Pero son cuestiones que ni siquiera nos llegamos a plantear. Identificamos el cambio con una pérdida que nos aterroriza antes de cualquier cálculo racional. Despreciamos el consumismo, el populismo y la economía financiera pero los precomprendemos como el único baluarte frente a la barbarie contemporánea.”

Hoy en día estamos cometiendo la monstruosidad de dejar que se desarrollen las desigualdades sociales más abismales de la historia. Y no tenemos más remedio que contribuir a ellas, porque ser completamente ético hoy – no comprar determinadas marcas, no someterse a determinadas modas – es una heroicidad al alcance de muy pocos. La palabra ética ha dejado de estar presente en la esfera pública, sustituida por la religión del consumo, la única fe que comparten la mayor parte de los ciudadanos del mundo y ni siquiera la izquierda es capaz de definir un programa alternativo que parta de un análisis social imparcial y profundo. No existe la ilusión colectiva, porque ha sido devorada por las pequeñas satisfacciones individuales y efímeras que están cada día a nuestro alcance. Al final los avances tecnológicos que deberían repercutir en la felicidad colectiva no hacen más que engordar la cuenta de resultados de unos pocos. El funcionamiento del sistema es perverso y paradójico: genera un miedo y conformismo que solo puede ser compensado con las pequeñas satisfacciones antes mencionadas:

“La sociedad moderna se ha especializado en convertir en problemas de proporciones sísmicas lo que, al menos intuitivamente, deberían ser soluciones. El desarrollo tecnológico genera paro o sobreocupación, en vez de tiempo libre; el aumento de la productividad produce crisis de sobreacumulación, en vez de abundancia; los medios de comunicación de masas alienación en vez de ilustración.”

No todo es malo o negativo, por supuesto. Existen nuevas formas de cooperación, trabajos colectivos muy interesantes y altruismo a raudales en la red. Pero todo esto se sobredimensiona y se define como un nuevo paradigma social que nos va a hacer avanzar hacia una nueva sociedad utópica, cuando las respuestas siguen estando en la política tradicional, que está dominada por unos pocos – y no precisamente los ciudadanos más éticos – y tutelada por las grandes multinacionales. Los que deberían ser los grandes temas de nuestro tiempo: cómo hacer de la democracia un sistema más participativo, como mejorar la educación, cómo redistribuir la riqueza, cómo luchar contra los paraísos fiscales, qué hacer frente al cambio climático, se pierden en la corriente de la sobresaturación de la red. De seguir así, el ciberfetichismo acabará sustituyendo a la ética, a las auténticas relaciones personales y al verdadero conocimiento.

miércoles, 8 de enero de 2014

ISMAEL (2013), DE MARCELO PIÑEYRO. OCHO AÑOS Y UN DÍA.

Las primeras imágenes de Ismael remiten a un escenario muy conocido: la estación de Atocha, en Madrid, por donde deambula un niño de raza negra muy pequeño, de unos ocho años, pero que parece estar muy seguro de lo que está haciendo. Su meta es Barcelona, donde quiere conocer a su verdadero padre, del que solo conoce las vaguedades que le ha contado su madre. Como ocurre en demasiadas ocasiones, Ismael es la víctima inocente del pasado tumultuoso de sus progenitores, de hechos que sucedieron antes de que él naciera. Y toma la insólita iniciativa de indagar por sí mismo, a pesar de su corta edad.

A partir de esta interesante premisa, Marcelo Piñeyro ha construido un relato repleto de lugares comunes del cine español de los últimos años: las familias desestructuradas, la vida anónima en las ciudades absorbida por trabajos cada vez más exigentes, la falta de compromiso en las relaciones... Mientras veía Ismael, me acordaba de otra película del año pasado, Quince años y un día, con temática parecida, aunque con un protagonista adolescente y mucho más conflictivo. Ismael es la inocencia que intenta reparar con solo su mirada el mal causado por los adultos. Su padre es un ser roto por el error que cometió, que vive una existencia tan precaria como su vivienda en un pueblecito perdido de la costa catalana. Es profesor de alumnos conflictivos y no parece tener vida privada más allá de su relación con un hotelero de la zona (magníficamente interpretado por Sergi López). El pequeño hotelero es uno de esos seres sencillos que odian la hipocresía de los usos sociales. Los mejores momentos de la película son los que él protagoniza junto a Belén Rueda, con un discurso acerca de las relaciones humanas que recuerda a la de su personaje en Una relación privada.

El resto es pura rutina. Ismael intenta abarcar muchos temas (la familia, las relaciones personales, el trabajo, la marginación) pero solo los esboza y algunas de sus historias quedan en el camino. Por ejemplo, el final en el instituto, que intenta ser un retrato del auténtico carácter del padre, queda como una escena innecesaria y bastante ridícula. Además, el personaje de la madre, con esa expresión inamovible de enfado y bordería, resulta excesivamente plano, sin matices. En cualquier caso, se trata de una producción que está un poco por encima de la media del cine español que se puede ver últimamente.