martes, 1 de julio de 2014

EN LA ORILLA (2013), DE RAFAEL CHIRBES. LOS RESCOLDOS DEL CREMATORIO.


El lunes pasado en la terraza del hotel Molina Lario las condiciones climatológicas parecían haberse conjurado para que la tarde-noche que estábamos a punto de comenzar fuera memorable. Mientras esperábamos al invitado teníamos oportunidad de contemplar una de las mejores vistas del centro de la capital malagueña, mientras una hermosa puesta de Sol se definía en el horizonte. La catedral, que casi parecía poder tocarse con las manos componía un hermoso cuadro junto a las torres de otras iglesias que se reconocían surgiendo entre los edificios. Y, para completar el cuadro, del mar llegaban rumores de la inminente celebración de la noche de San Juan. Pero lo que nos había llevado a este ambiente casi íntimo era otro tipo de fiesta, la fiesta de la literatura, cuyo maestro de ceremonias iba a ser nada menos que el pasado ganador del Premio Nacional de la Crítica, el escritor Rafael Chirbes, que iba a contar con el mejor maestro de ceremonias posible, nuestro querido Pablo Aranda.

Desde sus primeras palabras Chirbes se mostró como un tipo humilde, al que de ningún modo se le ha subido el éxito a la cabeza. Según nos contó no es un escritor con método. Simplemente se guía por sus intuiciones, capta conversaciones en la calle, reflexiona un poco y luego intenta encontrar su tono, su música y el libro casi sale solo. Envidiable. "Escribo porque quiero aprender", nos dice. Luego matiza que con su trabajo su mayor objetivo es buscar su posición en el mundo. Cuando llega el turno de preguntas, aprovecho de inmediato la oportunidad para felicitarle por su valentía literaria, por el pesimismo que impregna cada una de sus páginas sin poner cuidado en que éste no salpique al lector. También le pregunto acerca de su obsesión con la herencia económica del franquismo, aquella que dejó todo atado y bien atado para muchas familias que pudieron seguir haciendo sus negocios sin que nadie se cuestionara el origen de su riqueza. En este punto el escritor entra de lleno en la temática de En la orilla cuando dice que "el ascenso social del dinero tiene poder detergente", una frase muy parecida a la que pronuncia uno de los personajes del libro:

"Si para algo sirve el dinero es para comprarles inocencia a tus descendientes. No está mal. No es poca cosa. Te saca del reino animal y te mete en el reino moral. Te humaniza."

Porque una de las propiedades del dinero es la impronta que produce en quien lo posee. Ese orgullo, esa superioridad y esa seguridad que otorga la sensación de libertad de quien se sabe por encima de los demás. De quien sabe que va a poder una vida digna, mientras otros se desloman para sobrevivir. La burbuja inmobiliaria fue sobre todo una gran fiesta del dinero. El protagonista de En la orilla, que ha regentado toda la vida una carpintería familiar, quiso apuntarse y perdió, porque apostó sus ahorros en el peor momento a una promoción inmobiliaria que no se construyó y cuyo valedor ha desaparecido. Ahora se enfrenta a la desolación de una vejez sin futuro, acosado por los fantasmas de sus impagos, que pronto se le echarán encima de manera implacable. Mientras tanto, a su alrededor, las personas que tuvieron que ver con él se enfrentan a una realidad desoladora, sin trabajo y sin dignidad, como se describe magistralmente a través de sus monólogos interiores:

"Cómo se te va a ocurrir que tu infierno pueda ser quedarte fuera de a maldición de Yahvé, en un lugar que está en el exterior de las páginas del libro de anotaciones de pedidos, del bloc de albaranes, lejos de las máquinas y las herramientas, y que es inversa expresión contemporánea de la maldición bíblica: No podrás ganarte el pan con el sudor de tu frente." 

Porque la crisis no ha sido más que el resultado de una competición extrema de la que no solo han surgido perdedores. Muchos de los poderosos han aprovechado para afianzar su posición, y se alzan orgullosos sobre el paisaje devastado de grúas oxidadas y obras a medio construir del microcosmos de Misent:

"Hace siglos que sabemos que no hay rico que sea generoso, los generosos encallan en el estadio previo a la riqueza, bracean, hacen señales en dirección a la costa durante algún tiempo y a continuación se ahogan. Sus cadáveres desaparecen para siempre sepultados en el mar de la economía, o en el mar de la vida, que vienen a ser lo mismo. Mueren en la indigencia."

El relato de Chirbes es el relato de una España que se parece a una novela de Balzac, en la que el protagonista, que vive una vida disipada de placeres, termina ahogado por las deudas. El pesimismo es el que me hace decir que nadie ha aprendido realmente de la burbuja inmobiliaria y sus efectos. En realidad, muchos están esperando para disfrutar la próxima:

"A la gente todo le da igual; mientras no le tiren la basura del otro lado de la tapia, ni le llegue el olor de podredumbre a la terraza, se puede hundir el mundo en mierda."

2 comentarios:

  1. un ejemplo del poder detergente del dinero.-

    El lápiz del carpintero (Manuel Rivas)
    - Highlight Loc. 1144-69



    .../Allí estaba su abuelo, Benito Mallo, presidiendo con ella a su lado, bajo el emparrado, la larguísima mesa de banquete. Tan larga, en la memoria de Marisa, que el blanco de los manteles se fundía en los extremos con la fronda del jardín. Junto a su nieta, aquella muchacha rubia en la que ya brotaba una hermosa mujer, Benito Mallo sonreía con orgullo. Era la primera vez que conseguía reunir a todas las llamadas fuerzas vivas. Allí estaban, en lugar destacado, los que más lo despreciaban, el pedigrí del señorío pueblerino, riéndole las gracias con mansedumbre. Allí estaban el obispo y los curas, también el párroco que un día lo había señalado desde el púlpito como capitán de pecadores. Allí estaban los mandos de la guardia fronteriza, los mismos que un día, cuando era un don nadie lleno de osadía, habían jurado colgarlo del puente boca abajo para que las anguilas le quitasen los ojos. Pero algo había pasado con la realidad. Seguía siendo la misma. Los mismos valores, las mismas leyes, el mismo Dios. Sólo que Benito Mallo había atravesado la frontera. Se había hecho rico con el contrabando. Se hablaba del café, del aceite, del bacalao. Pero la imaginación popular sabía más. Las toneladas de cobre acumuladas por medio de un tendido eléctrico que terminaba en una manivela que giraba día y noche; las joyas que pasaban en el vientre del ganado; las sedas que llevaban una legión de mujeres falsamente preñadas; las armas que rendían honores a un muerto en su ataúd. Benito Mallo se había enriquecido hasta ese nivel en que la gente deja de preguntarse cómo. Forjó una leyenda. El paleto que vestía trajes cortados en Coruña. Que compró un coche Ford de asientos forrados de cuero en los que las gallinas anidaban. Que tenía grifos de oro pero usaba el monte por retrete y se limpiaba con berzas. Que les regalaba a sus amantes billetes falsos. Algo de eso cambió cuando Benito Mallo compró el pazo de la gran araucaria. Una regla no escrita decía que quien tenía la araucaria tenía la alcaldía. Y uno de los abogados de confianza de Benito Mallo fue nombrado alcalde en los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. No por eso dejó de gobernar el reino invisible de la frontera. Tejió un firme tapiz con la lanzadera de la noche y del día. Pisaba con seguridad en los salones alfombrados, hacía diligentes a los más soberbios funcionarios y jueces pero, a veces, de noche, se lo podía ver en un muelle del Miño, con un inconfundible sombrero de ala ancha, diciendo a quien quisiese verlo que aquí estoy yo, el rey del río. Y más tarde escupiendo en el suelo de una taberna, celebrando la descarga. Esos meses que falté estuve en Nueva York, ¿sabéis? Compré este traje y una gasolinería en la calle cuarenta y dos. Y sus hombres sabían que no podía ser un farol. Muy bien, jefe. Como Al Capone. Se reían de lo que él se reía. Tenía muy buen humor, pero discrecional. Cuando se irritaba, se le veía el fondo de los ojos, las llamaradas de un horno. Ese Al Capone es un delincuente, yo no. Por supuesto, don Benito. Discúlpeme la broma. Benito Mallo leía con dificultad. Yo no tuve escuela, decía. Y aquella declaración de ignorancia sonaba en sus labios como una advertencia, tanto más contundente cuanto más mejoraba su posición. Los únicos papeles a los que les concedía valor eran las escrituras de propiedad. Las leía muy despacio y en voz alta, casi deletreando, sin que le importase mostrar su torpeza, como si fuesen versículos de la Biblia. Y después firmaba con una especie de puñalada de tinta.

    ResponderEliminar
  2. Muy oportuna la larga cita, Juan de Dios. Lei el libro hace un par de años. No estaba nada mal. La codicia y exhibición de riquezas son males inmemoriales. Un abrazo.

    ResponderEliminar