jueves, 17 de julio de 2014

LA BARRACA (1898), DE VICENTE BLASCO IBÁÑEZ. LA VENGANZA DE LA HUERTA.

La anécdota es bien conocida: la concepción de La barraca tuvo lugar en unas circunstancias muy peculiares: en 1895 cuando Blasco Ibáñez, que siempre fue un activo militante político en pro de los más desfavorecidos, huía de la autoridad por haber participado en una manifestación contra la guerra colonial que terminó en enfrentamientos con la fuerza pública, tuvo que esconderse en los altos de una taberna portuaria. Mientras transcurrían los días de su forzado encierro, se le fue ocurriendo el germen de esta historia y se dedicó a escribirla en forma de cuento. Le puso el contundente título de Venganza moruna. Como él mismo cuenta en el prólogo de 1925 de La barraca:

"Era la historia de unos campos forzosamente yermos, que vi muchas veces, siendo niño, en los alrededores de Valencia, por la parte del Cementerio: campos utilizados hace años como solares por la expansión urbana; el relato de una lucha entre labriegos y propietarios, que tuvo por origen un suceso trágico y abundó luego en conflictos y violencia."

Lo primero que se pone de manifiesto al comenzar la lectura de la novela es la inmensa deuda del autor con el movimiento naturalista, con Zola a la cabeza, basado en la observación directa de los ambientes, objetos y personas que van a ser plasmados lo más fielmente posible en la narración, que en caso toma unos matices impresionistas que inevitablemente remiten a los cuadros de Sorolla, el maestro valenciano de la luz. Pero bajo esa aparente claridad que otorga la luminosidad del Mediterráneo se ocultan zonas de sombra, cuya exhibición es una de las misiones de Blasco. La tradición de la huerta valenciana es conflictiva. Trabajada duramente, la tierra es objeto de permanentes enfrentamientos entre propietarios y arrendatarios. No en vano el detonante de la historia es un trágico desahucio, que provoca que los campesinos de los alrededores organicen una especie de resistencia pasiva para que esa franja de tierra quede sin cultivar. Diez años después, llega un nuevo arrendatario, Batiste, un hombre trabajador pero marcado por la mala suerte, que espera, junto a su familia, poder establecerse definitivamente en esa pequeña hacienda.

La presencia de Batiste y su familia es recibida como una intrusión entre los cultivadores de las huertas de alrededor. Poco a poco se irá creando una atmósfera de tensión, que podría compararse con la de los mejores westerns, si obviamos la vocación social de la novela. La familia forastera se ve cada vez más acorralada por el crimen de haberse establecido en la que es considerada por todos como una tierra maldita. Resulta peculiar que el líder de esta revuelta silenciosa sea el vago y valentón Pimentó, un hombre cuya existencia transcurre en la taberna, mientras deja que su mujer se encargue de las tareas más duras. La huerta es un personaje más de la narración. A primera vista los fértiles campos lucen como un pequeño paraíso en la Tierra, pero sus habitantes deben seguir las normas que les imponen los diosecillos-propietarios, que son quienes verdaderamente rigen este jardín del Edén, por mucho que algunos, como Pimentó, se salten algunas normas a las bravas. Pero también constituyen un laberinto de caminos y recovecos bien conocidos para los autóctonos, que pueden ser una trampa mortal para Batiste en las ocasiones en las que se aventura a salir de su barraca. La tierra es bienechora, proveedora de bienes y a la vez objeto de disputas que a veces se cobran su tributo de sangre.

Blasco Ibáñez se comporta como un narrador omniscente en La barraca. Al novelista todo le interesa y así se lo transmite continuamente al lector: desde el amor inocente y puro de la hija de Batiste hasta la mezquindad de Pimentó, el héroe que embosca a su enemigo a traición y es capaz de concitar enormes cantidades de odio irracional en los corazones de sus seguidores. En el fondo de todo estás las sempiternas luchas sociales en las que está en juego la supervivencia de los más humildes, mientras los propietarios ociosos gastan en lujos el producto de unas tierras que jamás trabajarían con sus propias manos. El escritor valenciano dedica sus mejores esfuerzos a la magnífica pretensión de explicar de la manera más veraz posible la dura vida en el entorno en el que ha nacido. Y lo consigue de forma magistral. Es lógico que durante el franquismo, que no quería oir hablar de conflictos sociales, sus libros fueran prohibidos y se intentara borrar cualquier rastro de su memoria.

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