viernes, 29 de agosto de 2014

14 (2013), DE JEAN ECHENOZ. LA GUERRA ÍNTIMA.

 En un artículo reciente, el crítico de cine Carlos Boyera confesaba la adicción que le produjo Jean Echenoz, después de la lectura de 14, hasta el punto de que tuvo que hacerse con toda la obra del autor francés para, literalmente, devorar una novela tras otra. Y es que, bajo la aparente sencillez de la escritura de Echenoz, de su gusto por el minimalismo, late nada menos que la pasión por describir el pulso de la vida cotidiana en un momento decisivo para el devenir histórico, que sucedía ahora justamente un siglo: el comienzo de la Primera Guerra Mundial.

Es bien conocido que las primeras noticias del conflicto fueron recibidas con alborozo por los ciudadanos de los diversos países implicados. La guerra se veía más como una competición deportiva que duraría unas pocas semanas que como el horror absoluto en el que pronto se iba a convertir:
 
"Todos parecían encantados con la movilización: discusiones enfebrecidas, risas desmesuradas, himnos y fanfarrias, exclamaciones patrióticas entreveradas de relinchos."

La novela de Echenoz comienza de una manera idílica, con el protagonista pedaleando por los montes de la Vendée. En un determinado momento, desde las alturas, advierte que todos los campanarios de los pueblos que divisa desde las alturas comienzan a repicar al unísono: la guerra se ha declarado. No hay vuelta atrás, los dirigentes europeos, afectados por una tremenda miopía y un desprecio infinito por las vidas de sus ciudadanos, prefieren discutir sus diferencia en el campo de batalla, aunque ellos personalmente queden resguardados en sus palacios.

Los primeros momentos del alistamiento oscilan entre la confusión, el nerviosismo y la confianza en una victoria fácil. Todavía es posible el patriotismo, cantar al unísono mientras se marcha al encuentro del enemigo. Pronto toda esta falsa seguridad se desmoronará como un castillo de naipes cuando Anthime, el soldado de a pie, afronte la brutalidad de la guerra industrializada, dominada por armas cada vez más perfeccionadas: la ametralladora, el avión y, lo que es peor, los gases tóxicos. Pronto el conflicto se iba a estabilizar en una red de trincheras que atravesaban Francia de norte a sur. Sus defensores estarían expuestos al peor de los infiernos: bombardeos permanentes, ineptitud de sus propios mandos, falta de higiene (los piojos y las ratas eran uno de los peores tormentos que tenía que afrontar el soldado) y los problemas mentales que indudablemente se derivaban de todo ello, que eran comúnmente calificados como cobardía por unos mandos absolutamente insensibles, a los que solo les interesaba evocar un patriotismo hecho a su medida.

A Echenoz le interesa sobre todo mostrar los sentimientos de aquellas personas de vidas ordinarias que de pronto se vieron atrapadas en un callejón sin salida de atrocidades. Las posibilidades de salir indemne de aquello eran escasas - sobre todo en ciertos sectores del frente - por lo que quien, por ejemplo, perdía un brazo por la explosión de un proyectil y era evacuado, suscitaba la envidia de sus compañeros. Poco más se puede decir que nos pueda dar una idea de la pérdida creciente de lo que cotidianamente conocemos como humanidad que sufrieron estos hombres. En cualquier caso, por mucho que leamos sobre ello, jamás podremos hacernos una idea de lo que significaba realmente vivir esa realidad día tras día. Si las guerras suelen tener poca justificación, la del 14 fue particularmente innecesaria, sobre todo porque todos los bandos salieron perdiendo y los odios quedaron en barbecho hasta veinte años después, cuando Hitler desató un nuevo apocalipsis que tenía mucho de revancha. Sirva la narración de Echenoz para homenajear a tanta gente corriente que fue engullida por un conflicto cuyo sentido jamás pudieron entender del todo, más allá de la intolerable agresión a sus propias personas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario