miércoles, 29 de octubre de 2014

HISTORIA DE UN ALEMÁN. MEMORIAS 1914-1933 (1939), DE SEBASTIAN HAFFNER. EL YO SAGRADO Y PURO.


En uno de los capítulos más logrados de este libro, su autor intenta justificar el tono empleado, muy personal y, por lo tanto, enormemente subjetivo. Haffner casi se disculpa por no centrarse en los políticos y en los personajes relevantes de la época y hacerlo en el hombre de la calle, en el testigo de una barbarie que iba día a día haciéndose presente con más descaro. Y entonces dice algo muy lúcido. Que las personas corrientes son los auténticos protagonistas de la historia, los que pueden hablar de lo que han visto, de lo que han padecido o del sufrimiento de sus vecinos. Y la Alemania de los años veinte y treinta era una época histórica singular, en la que los germanos debían decidir si empleaban todas las energías nacionales en prepararse para una revancha, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, o se convertían en una democracia comparable a las del entorno, en un país parecido a Inglaterra o Francia.

Antes, de niño, Haffner ha vivido los años de la Gran Guerra, y ha seguido las batallas casi como si de un juego se tratara. La violencia, que en esos años se hallaba muy lejos de Berlin, se presenta precisamente después de firmarse la Paz de Versalles. Un ambiente de revolución y guerra civil impera durante meses en Alemania y los combates en las calles no son extraños. Después llega una especie de pacificación de una sociedad derrotada que quiere salir adelante, aunque no es fácil. Son los años de la inflación que todavía se recuerdan en aquel país como una auténtica pesadilla. Luego llegarán algunos años mejores, que harán pensar en que la República de Weimar es una alternativa viable frente al tradicional militarismo prusiano. Un espejismo. Los nacionalsocialistas llegarán al poder, no por un golpe de Estado, sino a través de las urnas. Y una vez instalados en él, no lo soltarán hasta que los soviéticos entren en Berlín en 1945, después de una guerra en la que morirán siete millones de alemanes. 

El caso de Sebastian Haffner es singular. No se trataba de un judío, un homosexual, un comunista o un pacifista, cuatro de los grupos más perseguidos desde el primer momento por el gobierno nazi. Al contrario, él podía considerarse un ario puro, un jurista de talante conservador, miembro de una familia pudiente. Pero quizá ese arraigo a la ley y a la justicia es lo que hace que desde el principio rechace los métodos radicales del nuevo gobierno para hacerse con un poder absoluto que no solo abarque lo público, sino también el ámbito privado de la vida de los ciudadanos alemanes. ¿Por qué la mayoría de éstos aceptaron casi sin resistencia esta nueva tiranía totalitaria? Quien mejor puede responder a esta trascendental pregunta es quien lo ha vivido de primera mano:

"(...) el efecto producido por el terror debía intensificarse justo a través del secretismo y del peligro que implicaba el mero hecho de hablar de las barbaridades. La descripción sin ambages de lo que realmente ocurría en los sótanos de las SA y en los campos de concentración —por ejemplo desde la tribuna de oradores o a través de la prensa— podría haber provocado una reacción de resistencia desesperada incluso en Alemania. En comparación, las escalofriantes historias susurradas por lo bajo —«¡Ande con mucho cuidado, vecino! ¿Sabe lo que le ha pasado al señor X?»— conseguían partir por el eje cualquier oposición con mucha más eficacia. Tanto más cuanto que, al mismo tiempo, nos mantenían totalmente ocupados y distraídos con una sucesión ininterrumpida de fiestas, celebraciones y horas solemnes nacionales."

Ante esta grave enfermedad colectiva, el narrador se propone, basándose en la máxima de Stendhal, "el mantenimiento de un yo sagrado y puro", de un pensamiento propio en un entorno cada día más hostil. No es fácil. Los actos nazis se multiplican y también las procesiones. El ciudadano que ve pasar la cruz gamada y no levanta el brazo se arriesga a una paliza o algo peor. Y después están los amigos judíos y la novia, que sufren especialmente el acoso del nuevo Estado, aunque todavía, en 1933, nadie puede imaginarse cuan lejos va a llegar en su política criminal. Él mismo siente miedo casi todo el tiempo. Cuando es llamado para participar en un campamento de instrucción militar para juristas, no tiene más remedio que acudir y allí tiene oportunidad de experimentar los métodos nazis para que el ario se sienta parte de una comunidad nacional que quiere demostrar su superioridad, primero a los ciudadanos considerados inferiores y después a los países del entorno, vengando la "puñalada por la espalda" de la Primera Guerra Mundial y creando un nuevo imperio germánico en Europa. La fórmula era sencilla: el fomento de la camaradería:

"Para poder hacerse una idea de este punto crucial hay que considerar que la camaradería anula por completo el sentido de responsabilidad propia, tanto en el terreno civil, como, lo que es peor, en el religioso. Quien vive en un entorno de camaradería está exento de toda preocupación existencial, de la dureza que conlleva la lucha por la vida. En el cuartel tiene su campamento, comida y uniforme. El transcurso de la jornada está planificado hora por hora. No debe preocuparse lo más mínimo, pues ya no ha de regirse por esa máxima severa de «cada uno es responsable de sí mismo», sino por esa otra, tan generosa y flexible, del «todos para uno». Una de las mentiras más desagradables es la que sostiene que las leyes de la camaradería son más rígidas que las que imperan en el ámbito civil del individuo. Todo lo contrario: aquéllas se caracterizan por una laxitud que casi debilita y únicamente se justifican en el caso de los soldados que van a una guerra de verdad, para quienes van a morir: sólo el pathos de la muerte permite y soporta esa tremenda dispensa de responsabilidad vital. Y ya se sabe cuán incapaces son incluso los valerosos combatientes que han pasado demasiado tiempo sobre el mullido almohadón de la camaradería de adaptarse a la dureza de la sociedad civil."

En el momento en el Haffner escribía estas líneas, 1939, la tempestad iba a desatarse de nuevo sobre Europa, pero él se encontraba a salvo junto a su novia judía en Inglaterra. Desde ahí se dedicó a combatir con la palabra al régimen que había hipnotizado a tanta gente en su país. El veneno del nacionalismo había emponzoñado las mentes de sus compatriotas y fomentado el miedo o la indiferencia. Estas líneas se dedican al que sigue siendo uno de los grandes males de nuestro tiempo:

"El nacionalismo, es decir, la autocontemplación y egolatría nacionales, es en todas partes una enfermedad mental peligrosa, capaz de desfigurar y afear los rasgos de una nación, igual que la vanidad y el egoísmo desfiguran y afean los rasgos de una persona."

Es imprescindible leer a Sebastian Haffner para seguir creyendo en la humanidad, para acercarnos a una de esas escasas voces alemanas que supo decir no, aunque dicho rechazo le costara el exilio. Él podría haber sido un privilegiado en el nuevo régimen, pero supo rechazar a tiempo la tentación y ponerse del lado del humanismo en un tiempo en el que era muy difícil tomar esa opción.

lunes, 27 de octubre de 2014

EL CUARTO DE LAS ESTRELLAS (2014), DE JOSÉ ANTONIO GARRIGA VELA. LA PLAYA DE CEMENTO.

El viernes vivimos otra jornada memorable en la Biblioteca Cristóbal Cuevas, contando con la presencia del último ganador del premio Café Gijón, con la novela que nos ocupa. Fue una oportunidad única de entrar en el mundo íntimo de un escritor, sus técnicas, sus fobias y sus intereses. Aquí el artículo:

http://asociacioncristobalcuevas.blogspot.com.es/2014/10/una-tarde-en-el-cuarto-de-las-estrellas.html

jueves, 23 de octubre de 2014

ROJO Y NEGRO (1830), DE STENDHAL. UNA AMBICIÓN NAPOLEÓNICA.

Pocas obras literarias reflejan tan bien como Rojo y negro los sentimientos de un autor ante un determinado momento histórico. No en vano la novela funciona como una especie de crónica social de un presente absolutamente influenciado por un pasado inmediato muy traumático: la Revolución Francesa, las victorias napoleónicas, el Imperio, la derrota final y la Restauración. Un cóctel de demasiados momentos históricos que habían transcurrido en unas pocas décadas y que provocaban una constante sensación de inseguridad a la nobleza y a los nuevos triunfadores burgueses: en cualquier momento podían volver los levantamientos revolucionarios, como así iría sucediendo durante todo el siglo XIX. Después de haber saboreado la libertad, aunque fuera de un modo efímero y violento, difícilmente las clases bajas iban a resignarse a volver a la situación del Antiguo Régimen. El nombre de este periodo histórico, la Restauración, ya constituía todo un desafío para los que, como el propio Stendhal, habían vivido momentos de gloria con los triunfos de Napoleón y habían sido depurados de la administración con su caída. 

Curiosamente, el periodo de mejor producción creativa de Stendhal coincide con el de su mayor infelicidad vital. Quizá la escritura era una manera de escapar de una realidad gris, muy lejos de su ideal imaginado. Es muy conocida su definición de novela, que aparece en Rojo y negro:

"Pero señor mío, una novela es un espejo que se pasea por un largo camino. Ora refleja ante nuestros ojos el azul de los cielos, ora el fango de los charcos del camino. ¿Por qué acusar de inmoral al hombre que lleva el espejo en su mochila? ¡Su espejo muestra el fango, y acusáis al espejo! Acusad más bien al largo camino donde se encuentra el charco, o mejor aún al inspector de caminos que deja que se encharque el agua y se forme el fango."

Es muy posible que el escritor pusiera mucho de sí mismo en el espíritu del ambicioso Julian Sorel, un muchacho al que se nos presenta absorto, leyendo el Memorial de Santa Elena, mientras se imagina formando parte del victorioso ejército del emperador. La realidad que percibe a su alrededor el protagonista, alguien procedente de una familia muy humilde y que solo cuenta con su inteligencia para triunfar, en contraste con aquello, es enormemente gris. Se siente rodeado de mediocridad mientras practica su culto secreto a Napoleón. Su modelo. El héroe que surgió desde la nada como una fuerza de la naturaleza y fue capaz de llevar a Francia a una aventura que él califica como gloriosa.

Pero, obviando su intelecto (que le hace retener en su memoria, sin demasiado esfuerzo, libros enteros, como la Biblia) la otra cualidad de Sorel que le va a ayudar en su ascenso social es su atractivo personal, algo que él al principio ignora por completo. Su natural seductor le va a proporcionar dos amantes, lo que va a constituir uno de los ejes de la obra: Madame de Rênal y Matilde, dos seres antagónicos, pero que a la postre van a sentir la misma pasión desmedida y absolutamente indecente por el joven de Verrières.

Madame de Rênal es una mujer casada, por lo que el pecado que comete con Julian es prácticamente imperdonable. Ella lo sabe y sufre atroces remordimientos por ello. Pero no puede sustraerse a su pasión, a unos sentimientos que jamás hubiera sospechado que pudieran embargarle de esa manera. La caricia del amor la encuentra totalmente desprevenida. Y es que ella nunca ha leído novelas, que le hubieran indicado la naturaleza de esas sensaciones y la manera de reaccionar ante ellas:

"Como Madame de Rênal no había leído nunca novelas, todos los matices de su felicidad eran nuevos para ella. Ninguna triste verdad venía a amortiguarla, ni siquiera el espectro del porvenir."

La otra amante es una mujer joven, de muy buena familia. Si al principio parece despreciar a Julian, el Secretario de su padre, como a alguien de una casta inferior, pronto verá en él a una especie de nuevo Danton, alguien superior, destinado a grandes cosas y, por lo tanto, digno de ella. A pesar de todo, su amor no es tan puro como el de Madame de Rênal. Ella es una mujer mucho más caprichosa, orgullosa y voluble, aunque al final su pasión resulte tan desmedida como la de aquella, asumiendo plenamente su pecado social de quedar embarazada de un sirviente.

Rojo y negro funciona al menos a dos niveles: como crónica íntima de las ambiciones de Julian Sorel, tan desmedidas que al final se le vienen encima y como crónica de un momento histórico apasionante, en el que las fuerzas sociales de Francia echaban un pulso que podía decidir el devenir del resto del siglo. Una época en la que los héroes podían ser engullidos por el cuerpo social dominante, que solo anhelaba la paz y el orden, como Dios manda, de antes de la Revolución. 

martes, 21 de octubre de 2014

EL COLLAR DE LA MEMORIA (2014), DE FRANCISCO JAVIER MARTÍN FRANCO. A LA SOMBRA DEL GRANADO.

Para un amante de la historia vivir en Andalucía constituye un aliciente excepcional. Pocas tierras han visto pasar a tantas civilizaciones. Cuando uno viaja por sus villas y ciudades, no es raro encontrar vestigios romanos o árabes, dos de los pueblos que más siglos estuvieron por aquí. El caso del dominio musulmán provoca una especial fascinación, sobre todo cuando uno visita la Alhambra, una de las maravillas del mundo o se asoma a las ruinas de Medina Azahara y se imagina el esplendor del que debió gozar aquel lugar, cuando Córdoba era una de las ciudades política y culturalmente más importantes del mundo. Pero si hay un periodo que ha interesado a historiadores y novelistas ha sido el de la decadencia del mundo musulmán en Al-Andalus, una decadencia que duró siglos, pasó por diversas etapas y acabó con la rendición de la ciudad de Granada, todo un símbolo que ha sido utilizado, muchas veces abusivamente, como una especie de apoteosis de la España auténtica, aquella que solo puede ser católica, imperial e intolerante con otras religiones o ideas.

El protagonista de El collar de la memoria nace en un mundo y ha de desenvolver su vida en otro muy distinto, un mundo en transición, en el que él pertenece a los derrotados, por lo que a muy temprana edad ha de experimentar la humillación de cristianizar su nombre para adaptarse a una sociedad en la que se valora mucho más ser castellano viejo que el talento personal. Así, Abû Bakr pasa a ser Rafael Torres, aunque en su interior conserve sus raíces musulmanas. Es más, Rafael no se conforma con la doctrina establecida, sino que pretende profundizar en los fundamentos de la fe religiosa, acercándose a los principios del sufismo, la versión más espiritual, tolerante y trascendente del islam, lo que lo convierte en un heterodoxo, un hombre muy peligroso para el naciente Estado. Su filosofía ante la existencia puede resumirse en estos hermosos principios:

"Sentí que la esencia que late tras las cosas y personas no es nunca lo mero aparente, que la vida es como un sueño en el que sientes que todo es real, algo establecido para el que sueña y que lo va llevando por la vida sin voluntad verdadera; que el secreto de vivir empieza por observarse a uno mismo en cada momento, en ser actor y observador a la vez, en una suerte de vivir viviendo, en gerundio, como diría un gramático, vivir sin estar determinado ni por el tiempo, el modo, el número ni la persona, entendida esta última en su etimología griega de máscara del actor, personaje, un personaje que habría de ser persona al servicio consciente de la esencia. Pero es tan difícil intuir siquiera la esencia cuando se vive como todos vivimos, sujetos a una obtusa y férrea usanza establecida, pobre de verdades y rica de vanaglorias, un mundo dual, de contrastes, puesto adrede del revés."

Atenerse a esta búsqueda no va a ser fácil en una época en la que los Reyes Católicos han consolidado su poder y empiezan a aplicar una política de intolerancia que dará muy pronto al traste con la convivencia que, con sus altibajos, había sido una constante entre judíos, musulmanes y cristianos hasta entonces. El impacto que estas medidas van a tener en miles de familias va a ser enorme: muchas seguirán practicando su religión en secreto, otras optarán por el exilio y quienes se vuelven cristianos con una mezcla de interés y devoción pronto advierten que no están en pie de igualdad con los conquistadores. Más bien serán continuos objetos de sospecha. El Tribunal de la Inquisición, creado para velar por la pureza de la fe va a ser la amenaza más evidente para estos nuevos creyentes, algo que el propio Rafael Torres va a sufrir en sus carnes. A pesar de todo, su pensamiento seguirá siendo puro, anhelante de tolerancia:

"- Cristiano, musulmán... - dije yo compartiendo su sentir - ... Si te detienes a meditar, son lo mismo en el fondo. Los dogmas y las doctrinas que erigen presto los hombres, por intereses, son lo que al cabo nos separa. Cristo significa en griego "ungido", y el ungido, como oí decir al maestro Mustafá, ¿no es musulmán el que en su viaje espiritual recibe la llovizna como regalo de la misma fuente del Creador?

- En todas las religiones hay personas buenas, que se afanan por la gente sin darse cuenta siquiera; y gente abyecta que sólo busca el beneficio propio a costa siempre de los demás. Ésa es la única verdad."

El collar de la memoria puede leerse como la crónica íntima de una época fascinante. Uno de los aspectos que me ha interesado más de la novela es la movilidad del protagonista, siempre a merced de una fortuna cambiante. Es curioso que Torres llegue a ser servidor de Francisco de los Cobos, un personaje sobre el que leí hace poco en el ensayo de Bartolomé Bennassar, Los españoles, actitudes y mentalidad del siglo XV al XIX, un hombre nacido de una familia hidalga humilde que ascendió socialmente hasta convertirse en el Secretario de Estado del emperador Carlos V.

No cabe sino felicitar a Francisco Javier por haber concebido una novela tan bien proporcionada en acción y reflexión y que le ha hecho crecer una vez más como escritor. A su profundo conocimiento de las vicisitudes y pensamiento de la época se une una cada vez más evidente maestría literaria: se nota que esta historia llevaba tiempo rondándole y cuando por fin la ha plasmado sobre el papel lo ha hecho con un cariño inmenso por su personaje y por los escenarios por los que se mueve, sobre todo ese eje Granada-Almuñecar. Para mí ha sido una gozosa cuenta más en el collar de mis lecturas, tal y como me sugiere en su generosa dedicatoria. 

domingo, 19 de octubre de 2014

RELATOS SALVAJES (2014), DE DAMIÁN SZIFRÓN. MÁS ALLÁ DEL PRINCIPIO DE ENTROPÍA.

Una de las más notables conquistas de la civilización humana ha sido la de organizar la sociedad a través de las leyes, dotando a ésta de un aparente orden. Esto es lo que hace que las cosas funcionen, que la gente se sienta segura. Pero seríamos muy ingenuos si pensáramos que esta armonía artificial es una ley de la naturaleza. En realidad lo que dice la física es que cualquier sistema organizado termina tendiendo al desorden, a la entropía. Y esto sucede con mayor facilidad de lo que podemos pensar, hasta el punto de que muchos científicos piensan que la entropía será lo que finalmente acabará con el universo (dentro de miles de años, por fortuna). Pero nuestras vidas no se miden en esos enormes lapsos temporales. Son meros destellos en la inmensidad espacial y temporal de todo lo que existe, aunque es necesario que las consideremos importantes. Sin embargo, es indudable que de vez en cuando metemos la pata y nos convertimos en seres patéticos. A veces basta una pequeña chispa para que nuestro orden social, que tantos siglos ha costado construir, salte por los aires y nos domine el mucho más vetusto atavismo. Porque, es indudable que después de tantos miles de años de evolución, seguimos siendo, en el fondo, animales salvajes.

Y esta es la tesis que siguen, con grandes dosis de humor negro, estos Relatos salvajes firmados con maestría por el argentino Damián Szifrón. Porque a veces las bodas no salen como estaba previsto, pueden ponernos una multa de aparcamiento donde no hay señal alguna de prohibición o nos vemos envueltos en una seria pelea de tráfico por los motivos más nimios. Casi siempre conseguimos ser racionales ante situaciones desagradables o imprevistas, pero a veces estallamos. Puede que el enfado se zanje con algunos insultos, pero en ocasiones el asunto se vuelve más serio y realizamos acciones de las que podemos llegar a arrepentirnos. Es difícil mantener la cabeza fría ante ciertas situaciones.

A pesar de tanta seriedad en mi discurso, la película de Szifrón no es más que un mero divertimento, aunque extraordinariamente bien realizado, que mantiene un magnífico nivel en todos sus episodios, historias independientes unidas por dos términos: venganza y misantropía. Como espectador no me cabe duda de que usted se lo va a pasar en grande viéndola, pero como ser humano estoy seguro de que en determinados momentos va a sentir pequeñas oleadas de desasosiego al reconocer (espero que como mero testigo), algunas de las situaciones que retrata Szifrón que, aunque tremendamente exageradas, no dejan de estar inspiradas en la vida cotidiana. Van a reírse, pero a veces van a sentir un íntimo malestar por haberlo hecho. Porque pocas veces van a ser testigos de un humor tan cruel y tan negro. Negrísimo. De entre todos los episodios, que son para enmarcar, yo destacaría La propuesta, una visión tan ácida de la mezquindad y la miseria humanas que parece ideada por un Billy Wilder en estado de gracia, que contiene una moraleja muy incómoda: retorciendo la antigua idea de una crisis es una oportunidad, cabría decir que es explotando el infortunio ajeno como los canallas hacen su fortuna.

viernes, 17 de octubre de 2014

LA ISLA MÍNIMA (2014), DE ALBERTO RODRÍGUEZ. LOS FANTASMAS DEL SUR.

Como sucedía con su anterior trabajo, Grupo 7, la nueva película de Alberto Rodríguez parte de unas claras premisas históricas y geográficas. Si aquella nos trasladaba a una Sevilla marginal de la época en la que se preparaba la Exposición Universal del 92, esta nos retrotrae a diez años antes, cuando la famosa transición democrática estaba por consolidarse y España caminaba a trompicones deslumbrada por la modernidad de las nuevas libertades mientras oía a sus espaldas un ruido de sables apenas disimulado. Pero si estos cambios eran bastantes obvios en las ciudades, llegaban con mucha más prudencia al ámbito rural, todavía dominado por el caciquismo, por el señorito que hacía y deshacía a su antojo la vida laboral de los jornaleros más humildes. Si en algo se notan los nuevos aires en el pueblo marismeño al que van a parar los dos protagonistas es en la presencia, ya sin miedo, de sindicalistas agrarios que incitan a los vecinos a ejercitar el flamante derecho de huelga que recoge la flamante Constitución, aprobada un par de años antes y de la cual nadie apostaría que vaya a durar otro bienio. 

Pedro y Juan son dos policías tan antagónicos que casi pueden servir como representantes de las dos Españas del momento. Pedro es un detective joven y prometedor, que se toma en serio su trabajo e intenta ser cumplidor de la legalidad vigente. Siente grandes suspicacias respecto a su compañero, un policía con un turbio pasado franquista, bebedor y dado a la violencia. Pero, después de todo, hay algo que los une: su aspecto de seres atormentados, nada felices, como si al ejercer la tarea de buscar a dos jóvenes desaparecidas conllevara una especie de condena personal. Quizá porque intuyen que el final del asunto no va a ser nada agradable. Mientras investigan, descubren el microcosmos de un pueblo de la España profunda, donde el único anhelo de la gente más joven es marcharse, porque intuyen que en aquel lugar el futuro es tan inamovible como el pasado. Las imágenes que imprime Alberto Rodríguez a la narración sugieren una violencia latente bajo la superficie de la naturaleza salvaje del lugar, salvo las hermosas tomas aéreas del principio, que evocan la idea de una pureza distante, porque a esas alturas, los hombres parecen hormiguitas. No es raro que un sitio como aquel atraiga a un periodista del periódico El Caso, muy popular en aquella época, quizá la única persona a la que le interesa que el final de la historia sea lo más truculento posible.

Puede que el moraleja de la película sea simple: la mejor manera de atraer a la gente hacia su perdición es apelar a sus más profundos deseos, ya sean estos desaparecer de su pueblo y obtener un trabajo en la Costa del Sol (tierra de la gran promesa en aquel entonces) o tener una pequeña aventura con el muchacho más guapo de los alrededores. Aquí estos deseos sirven como catalizador de la vileza más absoluta. Todo recuerda a la repugnancia de asuntos como el de las niñas de Alcàsser o el de Rocío Wanninkhof, alimentados por el morbo de la gente que desea conocer los menores detalles y recrearse en ellos. En 1980 era El Caso el que cumplía esta labor social. Hoy serían las televisiones privadas las que mandarían a sus mejores profesionales a cubrir el suceso, estableciendo conexiones en directo con el pueblo de las niñas desaparecidas cada cinco minutos para conocer las novedades y tratando de mostrar las imágenes más sórdidas a su público. 

La isla mínima es una de las mejores películas que ha dado el cine español en los últimos años. De una factura técnica perfecta, funciona a varios niveles y deja al espectador, cuando abandona la sala, con una dulce sensación de desasosiego. Rodríguez consigue dotar a su historia de un toque muy personal, aunque beba de fuentes tan obvias como el cine de David Lynch o la reciente serie True detective. Si esta producción marca el camino de lo que va a ser nuestro cine en los próximos años, bienvenida sea. Ya iba siendo hora que una nueva hornada de directores empiece a explorar temas distintos a los habituales. Nuestro pasado y nuestras vicisitudes como país son una materia prima excepcional para hilvanar buenas historias.

jueves, 16 de octubre de 2014

EL VIAJE A LA FELICIDAD: LAS NUEVAS CLAVES CIENTÍFICAS (2005), DE EDUARDO PUNSET. EL SENTIMIENTO MÁS ESQUIVO.

A veces se nos olvida que somos fruto de la evolución. Que arrastramos un pasado remoto dominado por los instintos y por las emociones más que por lo que hoy denominamos racionalidad. Por ejemplo, todavía nos cuesta abandonar la sensación de relación de causalidad en mucho de lo que nos pasa, cuando nos rodea el imperio del azar y la casualidad. Hay algo que compartimos con algunos animales: son las emociones, que están presentes en la zona más primitiva de nuestro cerebro y que pueden desarrollarse también de modo colectivo, convirtiéndose a veces en un fenómeno contagioso:

 "En cualquier tiempo y lugar los seres humanos han compartido el mismo repertorio emocional básico. Esta universalidad de las emociones básicas supone un argumento adicional a favor de su naturaleza biológica. Pero esto es verdad también, no sólo respecto a las emociones grupales sino, y sobre todo, a las emociones individuales."

En cualquier caso, hay algo envidiable en los animales: no suelen preocuparles problemas abstractos ni se angustian por el futuro. Son capaces de vivir el momento presente de manera absoluta, algo muy complicado para nosotros. Si una gacela se libra, por ejemplo, del ataque de un león, seguirá su vida como hasta ese momento. Si eso le sucede a un ser humano, lo más seguro es que interiorice un trauma para toda la vida.

En su viaje a la felicidad, Punset parte del hecho de que, gracias al progreso, la esperanza de vida humana ha aumentado en el último siglo unos cuarenta años. Si el hombre de antaño venía al mundo fundamentalmente para dejar descendencia, ahora la vida es mucho más larga y compleja. La búsqueda de la felicidad deviene en un factor fundamental para una existencia plena (en la Declaración de Independencia de Estados Unidos reconoce el derecho a ser feliz como uno de sus derechos fundamentales) y es posible que la ciencia nos eche un cable para llegar sin muchos contratiempos al destino. 

Una de las afirmaciones más sorprendentes de El viaje a la felicidad, es que muchas de nuestras decisiones, incluso las más importantes, son más emocionales que racionales. Si quisiéramos racionalizarlo todo, sopesando serenamente los pros y los contras, jamás podríamos decantarnos por nada: las emociones se encuentran muy presentes en el inicio y en el final de todos los proyectos humanos. Pero lo verdaderamente importante es consolidar esa sensación que siempre nos es tan esquiva. Podemos identificar felicidad con serenidad vital, con ausencia de miedo. Por eso los ciudadanos sometidos en regímenes totalitarios jamás pueden ser felices. Lo mejor es ser humildes en nuestras ambiciones materiales y cultivar otro tipo de aspiraciones, mucho más satisfactorias, evitando compararnos con los demás, lo cual solo puede generar frustración:

"(...) el aumento de los niveles de infelicidad en el mundo de hoy se explicaría por una inversión excesiva en bienes materiales, en detrimento de valores de mantenimiento más intangibles."

Hay otra aseveración bastante insólita, teniendo en cuenta los valores de la sociedad actual, que yo solo dejo caer aquí, una apelación a una paternidad responsable y bien meditada:

"Aunque se suela decir que los niños son una de las mayores fuentes de alegría de la vida, las investigaciones recientes revelan que cuidar de los niños no es ni divertido, ni contribuye significativamente a la escala de felicidad, sino al contrario. «Si contabilizamos todo el tiempo que los padres pasan con sus hijos -dice Norbert Schwarz, catedrático de Psicología de la Universidad de Michigan-, el cuadro no es muy positivo. En la escala de preferencias de Kahnemann, educar a los hijos figura detrás de llevar una vida social, comer, ver la televisión o echar la siesta, entre otros. De hecho, cuidar de la prole es una tarea obligatoria y el ánimo que muestra la gente cuando se ocupa de realizar dicha tarea no es particularmente positivo si se compara con otras actividades»."

Y también merece la pena reflexionar sobre ésto: el fomento del consumo de bienes que apenas sacia el hambre de nuevos productos, no es más que una trampa sin salida:

"Por una parte, resulta que a medida que aumenta el nivel de la renta, también crece el nivel considerado necesario para volver a sentir placer. Y, por otra parte, la tendencia a compararnos socialmente con los demás genera grandes dosis de frustración que la escalada del dinero no puede apaciguar."

La felicidad se construye en suma, restando necesidades superfluas y sumando emociones positivas que terminen siendo una norma para la comunidad. Las emociones individuales suelen tender a garantizar la supervivencia, las grupales son mucho más complejas y son la clave de una vida plena: es necesario que tengan sentido, que sean constructivas, que otorguen seguridad y destierren el sentimiento de angustia. Proteger la intimidad personal y desarrollar una identidad colectiva basada en la libertad, la igualdad y en unos derechos fundamentales de obligado cumplimiento. Esa es la fórmula. ¡Sin olvidar la capacidad de reírse de uno mismo!

lunes, 13 de octubre de 2014

GRUPO 7 (2012), DE ALBERTO RODRÍGUEZ. SEVILLA CONNECTION.

A principios de los años noventa, cuando aún no había sido inaugurada la Exposición Universal de 1992, realicé en solitario un par de viajes a Sevilla. Con la excitación de pasear por tan hermosa ciudad, recorrí amplias zonas del centro histórico y advertí que algunos de sus barrios más antiguos se encontraban muy deteriorados, hasta el punto de que era peligroso pasear por ellos, algo que también sucedía en aquella época en Málaga. A mí, dominado por esa sed voraz de contemplar a mis anchas una ciudad distinta a la mía, no me importó demasiado. Más bien me parecía muy sugestivo el contraste entre esas viviendas tradicionales apuntaladas y a punto de derruirse con el esplendor decadente de aquellos conventos y templos barrocos. Recuerdo que cerca de la iglesia de San Luis me sucedió un incidente desagradable, cuando se me acercaron un par de tipos a pedirme dinero, pero aceleré el paso y no pasó nada. La ciudad estaba viviendo todavía años complicados, los años que refleja Grupo7, cuando el gobierno encargó a la policía que limpiara las calles de tráfico de drogas, con vistas a ese escaparate mundial que iba a ser la Expo, ese proyecto pionero que abrió la veda de las obras faraónicas y de escasa utilidad en nuestro país.

Si hay algo que refleje con acierto la película de Alberto Rodríguez es que la lucha contra la droga es algo sucio, que impregna de corrupción todo lo que toca, incluidos los paladines de la justicia, algo que ya habíamos visto en toda suerte de producciones extranjeras. Pero verlo reflejado aquí, en un lugar que uno conoce muy bien, produce una sensación extraña, como un reconocimiento de verosimilitud respecto a lo que se está contemplando en la pantalla. Volviendo la vista atrás, uno se espanta al reflexionar acerca del impacto de la heroína en las calles en aquel tiempo, las vidas que lastró y los problemas de inseguridad que causó en barrios enteros. Que la respuesta de las autoridades fuera casi exclusivamente represiva, dice mucho de los errores que se han ido acumulando en todas estas décadas de lucha contra la droga. Para realizar su tarea con un mínimo de efectividad, los miembros del Grupo 7 no tienen más remedio que anticiparse a los métodos de los grupos de traficantes que infestaban Sevilla: ser más violentos que ellos, exhibir más mala leche, amenazar y torturar sin prejuicios para obtener información y entrar de lleno en su mundo, aprovechando de paso para ganar algún dinero a través de alianzas con unos clanes en detrimento de otros.

Si se piensa bien, eran los únicos métodos que podían funcionar si se quería limpiar la ciudad en un tiempo récord: sembrar el terror entre los criminales, obviando las garantías judiciales y constitucionales. Lo mejor de Grupo 7 es haber reflejado a la perfección el ambiente de esa época y de la vida cotidiana de estos soldados, que se juegan la vida todos los días para que sus jefes puedan ofrecer ruedas de prensa, orgullosos de los grandes alijos capturados. Rodríguez filma a la perfección persecuciones en los ambientes degradados en los que se movía la droga, testigos del infierno cotidiano en el que tanta gente se movía. Hay algunas escenas impactantes, filmadas con mucho oficio: la lluvia de objetos contra los policías, cuando llegan a un enorme y decrépito bloque de viviendas a realizar una redada o la vejación de la que son objeto cuando son capturados por uno de los clanes. Todo rodado con pasión y un oficio que va a verse corroborado con la magnífica La isla mínima.  

Grupo 7 destila autenticidad por los cuatro costados. Muestra aquella cara de la sociedad que los políticos quisieran esconder y la existencia cotidiana de los antihéroes encargados de limpiarla. Ni que decir tiene que las imágenes de las obras de la Expo 92 van sucediéndose para recordarnos que la corrupción se movía también en niveles mucho más elevados. Mención especial para todos sus intérpretes, incluido un Mario Casas que demuestra que está preparado para cualquier tipo de papel, y no solo los que se basan en su físico.  

viernes, 10 de octubre de 2014

UN SILENCIO INQUIETANTE (2010), DE PAUL DAVIES. ¿ESTAMOS SOLOS?

En las noches claras, es bueno acudir de vez en cuando al campo y pasar un rato mirando al cielo. Miles de estrellas iluminan el firmamento y puede observarse con claridad uno de los brazos de espiral que forman la Vía Láctea, la galaxia a la que pertenecemos. Teniendo en cuenta que lo podemos admirar no es más que una parte insignificante del Universo, la imaginación no puede más que desbordarse y pensar en la posibilidad, estadísticamente probable a primera vista, de que existan otros seres inteligentes allá arriba, civilizaciones que se han expandido a otros mundos y que quizá algún día lleguen al nuestro. El proyecto SETI nació de la voluntad de unos pocos científicos de embarcarse en una búsqueda tan improbable como fascinante: la captación de señales electromagnéticas que evidencien la existencia de otras civilizaciones más allá del Sistema Solar, donde podemos estar bastante seguros de que solo existe vida en el planeta Tierra.

¿Pero es la existencia de billones de otras estrellas garantía suficiente para que la vida se haya abierto paso en un proceso similar al que se ha dado durante millones de años en nuestro planeta? Davies se muestra escéptico al respecto. Los acontecimientos que dieron lugar a las complejas formas de vida que somos nosotros mismos, quizá sean irrepetibles, puesto que ha sido fruto de condiciones singulares en las que el azar y lo improbable han jugado un papel decisivo. Somos una anomalía extraña y privilegiada, quizá los únicos seres conscientes que pueden contemplar el Universo. Si alguna vez se descubre que no es así, se tratará de la noticia más relevante de la historia:

"Si alguna vez descubrimos signos inconfundibles de una inteligencia alienígena, saber que no estamos solos en el universo acabará impregnando todas las facetas de la búsqueda humana del conocimiento. Alterará irreversiblemente nuestra forma de vernos a nosotros mismos y nuestro lugar en el planeta Tierra. El descubrimiento se situaría a la altura de los de Copérnico y Darwin como uno de los grandes eventos transformadores de la historia humana. Pero pasarían décadas antes de que la gente se acomodara a la idea y su verdadera significación quedase establecida en firme, tal como ocurrió con la cosmología heliocéntrica y con la evolución biológica."

Pero es que esta búsqueda, mucho más complicada que la típica metáfora de la aguja en un pajar, requiere que los extraterrestres hayan accedido a los conceptos de ciencia y cultura, una conquista humana, también plenamente azarosa:

"Si descubrimos una civilización extraterrestre que ha encontrado la ciencia, sería un indicio fuerte de que, en efecto, existen leyes universales de organización social e intelectual. Igual que hay leyes universales de la física."

En cualquier caso, el programa de búsqueda SETI tiene unas limitaciones casi insalvables:  depende de que nuestros vecinos galácticos cuenten con una tecnología similar a la nuestra en cuanto a emisiones de radio. Y también de que no se hallen demasiado lejos. Cuanto más alejado se encuentra un planeta, más tiempo tardarían en llegarnos sus hipotéticas emisiones. Una conversación de un par de frases con los extraterrestres podría llevarnos siglos. Además, debemos contar con el auge y la decadencia de las presuntas civilizaciones de la galaxia. Quizá existió vida hace algunos millones de años a unos pocos años luz, pero se extinguió y no tenemos manera de acceder a esa información...

Existen alternativas, por supuesto, pero dependen también del azar. Por ejemplo, que los extraterrestes tomen la iniciativa de visitarnos (y no hay que creer en esas historias de ovnis y humanoides, porque, de existir, estos seres serían inconcebiblemente distintos a nosotros). O que se hayan paseado por nuestro Sistema Solar en algún momento de su historia y dejaran algún recuerdo en forma de baliza o satélite artificial, o que resulten ser seres tan inimaginables que ni siquiera alcancemos a percibirlos. Quizá sean seres tan avanzados que se hayan fusionado con sus máquinas y su existencia sea más espiritual que material... o suceda lo contrario, que se trate de seres primitivos o no racionales. No podemos saberlo. Solo caben las especulaciones y las fantasías de la literatura de ciencia ficción. Quizá lo más sensato sea lo que propone Davies: centrar la búsqueda en nuestro propio planeta, no de seres extrarrestres, sino de seres vivos que provengan de un tronco distinto al del resto. Eso probaría que la vida es un fenómeno común y nos daría muchas más evidencias acerca de la existencia de un Universo repleto de otros seres. 

A pesar de todo, hay que seguir intentándolo, puesto que el premio es demasiado importante como para merecer el esfuerzo. Con el tiempo, se irán desarrollando nuevas técnicas, la mente se proyectará hacia el futuro y es posible que demos con el secreto de la vida. Para entonces quizá, aunque no tengamos evidencias empíricas, podremos estar más seguros acerca de si estamos o no solos en el Universo. Mientras tanto solo cabe soñar. Es curioso que el escéptico Davies dedique una parte de su libro a imaginar lo que sucedería si llegara ese día, la presión a la que se sometería a los científicos que descubrieran una señal artificial o cualquier otra prueba. Seguro que ha reflexionado mucho acerca de esa hipotética jornada, la del mayor descubrimiento de la historia de la humanidad que quizá nunca llegue. Leer el libro de Paul Davies, que suma el rigor científico con las más extraordinarias especulaciones, es una tarea fascinante.

jueves, 9 de octubre de 2014

CALLE DE LAS TIENDAS OSCURAS (1978), DE PATRICK MODIANO. EL TEATRO DE LA MEMORIA.

Todos estamos de acuerdo en que nuestra identidad reside en nuestra memoria. Los recuerdos, esas imágenes, a veces engañosas, que almacenamos precariamente acerca de nuestro pasado son una de las mejores armas para interpretar el mundo, para usar nuestra experiencia en pos de tomar decisiones correctas. Por eso es especialmente trágico el destino del protagonista de Calle de las tiendas oscuras, Guy Roland, un ser desmemoriado sobre sí mismo que, una vez jubilado de su trabajo de detective privado, va a emprender la mayor búsqueda de su carrera, la búsqueda de sí mismo.

Pero ¿qué es la identidad? ¿podemos fiarnos de nuestros propios recuerdos? En el caso de Roland, cualquier pista, cualquier atisbo del pasado le sirve para ir recuperando vivencias, no sabemos si reales o ficticias, pero que en ningún momento le hacen volver del todo al mundo de la normalidad, porque todos sus éxitos (siempre parciales) son precarios y pueden desmoronarse en cualquier instante:

"Hasta ahora todo me ha parecido tan caótico, tan fragmentario... Retazos, briznas de cosas me volvían de repente según investigaba... Pero, bien pensado, a lo mejor una vida es eso..."

En Calle de las tiendas oscuras encontramos condesadas muchas de las obsesiones de Modiano: la precisión y realismo en las descripciones de las calles de París en las que transcurren las indagaciones del protagonista, los recuerdos de los años de ocupación de los nazis y, sobre todo, la inseguridad de la existencia de un hombre enfermo de soledad, que se conformaría con encontrar algo de felicidad en su turbio pasado. Los críticos de Modiano suelen reprocharle que siempre escribe la misma novela. Él se refería a esta circunstancia en una entrevista que concedió a Álex Vicente hace unos años y que reprodujo el diario Público:

"No es algo premeditado, pero me doy cuenta de que hay ciertos temas que aparecen una y otra vez, como una cantinela que se va repitiendo. A veces incluso me veo obligado a buscar entre mis libros para verificar si hay cosas que ya he escrito antes. Mi literatura es como un caleidoscopio en el que las figuras que se forman parecen diferentes, pese a estar construidas siempre con las mismas piezas.

(...)  Pese a estar ambientado en otro momento y en otro lugar, todos mis temas de predilección acaban apareciendo en la novela, como la soledad, la búsqueda de la identidad o la guerra."

Como lector, la prosa de Modiano me seduce y me repele a la vez. Me seduce porque soy capaz de pasearme por los escenarios que describe gracias a sus descripciones casi cinematográficas. Pero la historia que trata de contar no acaba de atrapar mi interés, como si el personaje de Roland fuera más un fantasma que un ser real. Tampoco acaba de convencerme la vocación experimental de algunos capítulos: los que no contienen más que un solo párrafo o los que están dedicados a transcribir fichas de personajes que ayuden al protagonista en su investigación. Mientras escribo estas líneas, me entero de que Patrick Modiano acaba de ganar el premio Nobel. Ahora sus libros reaparecerán en todas las estanterías, se hablará de él y se le leerá aún más. Por mi parte, pienso darle una segunda oportunidad con su famosa Trilogía de la ocupación.

martes, 7 de octubre de 2014

FACTÓTUM (1975), DE CHARLES BUKOWSKI Y DE BENT HAMER (2005). DÍAS DE VINO Y CURRO.

Charles Bukowski es un autor que ha conseguido una notable popularidad entre muchos lectores de nuestro país, desde el mismo momento en que sus libros comenzaron a ser publicados por estos lares, allá por los años ochenta. Títulos como La máquina de follar o Escritos de un viejo indecente, difícilmente van a pasar desapercibidos entre las estanterías de cualquier librería: Bukowski es la definición de escritor de culto, un tipo que no tiene reparos en usar como materia prima de sus escritos los episodios más sórdidos de su propia biografía.

El alter ego de Bukowski en Factótum es Henry Chinaski, un hombre a la deriva que va saltando de trabajo en trabajo y de ciudad en ciudad sin un objetivo definido, quizá solo sobrevivir un día más. Para Chinaski la existencia no tiene más sentido que cubrir las necesidades primarias: comer, beber y follar de vez en cuando. Que para eso haya que trabajar, es un fastido. Sobre todo cuando el lector pierde la cuenta de las labores que ejercita y de las que es despedido por diversos motivos, aunque casi siempre tienen que ver con los efectos de la bebida: 
  
"Francamente, estaba horrorizado de la vida, de todo lo que un hombre tenía que hacer sólo para comer, dormir y poder vestirse. Así que solo me quedaba en la cama y bebía. Mientras bebia, el mundo seguía allí fuera, pero por el momento no te tenía agarrado por la garganta."

Después de todo, el protagonista tiene suerte de vivir en la época de la Segunda Guerra Mundial, cuando tantos americanos estaban peleando en Europa y Extremo Oriente, y haber sido declarado inútil para el ejército. Estados Unidos necesitaba brazos para trabajar y las empresas buscaban empleados sin hacer demasiadas preguntas. Se podían dar situaciones tan insólitas como ésta, impensable en nuestra época:

"Algunos trabajos eran increíblemente fáciles de conseguir. Recuerdo un sitio en el que entré, me senté en la silla y bostecé. El tío que estaba detrás del escritorio me preguntó:
-¿Sí, que desea usted?
-Mierda - contesté -, creo que necesito un trabajo.
-Contratado."

Es posible que la actitud de Chinaski ante la vida no sea más que un vano intento de sentirse libre, de no depender de servidumbre alguna, pasar de todo, incluso de sí mismo. Pero al final no tiene más remedio que depender de la botella, del sexo efímero y buscar de vez en cuando un currelo para tirar unos días más. Quizá la clave de su filosofía vital se encuentre en este párrafo:

"Yo era un hombre que me alimentaba de soledad; sin ella era como cualquier otro hombre privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba. No me enorgullecía de mi soledad, pero dependía de ella. La oscuridad de la habitación era fortificante para mí como lo era la luz del sol para otros hombres. Tomé un trago de vino."

La adaptación cinematográfica de Bent Hamer es bastante decepcionante. Es una adaptación bastante literal de la novela a nuestro tiempo, aunque obviando algunos episodios clave y reduciendo otros. Lo mejor es la interpretación de Matt Dillon haciéndose con un personaje a su medida, un tipo en permanente estado de alucinación, que a veces tiene arrebatos de gran lucidez. Merece la pena echarle un vistazo, pero solo como complemento a la lectura del original de Bukowski.

domingo, 5 de octubre de 2014

BOYHOOD (2014), DE RICHARD LINKLATER. ESAS NUBES QUE PASAN.

Parece ser que la gran vocación de Richard Linklater como director, a tenor de películas como la serie Antes del amanecer o esta misma Boyhood, es una exploración, casi de corte antropológico, de la vida y sentimientos de los seres humanos corrientes, a los que no les sucede nada excepcional, nada de lo que tradicionalmente se estima digno de ser contado, pero que por eso mismo revisten un enorme interés de manera inconsciente en un espectador que puede identificarse en la misma colectividad que los personajes. Pensándolo un poco, el experimento de Boyhood no es enteramente original, aunque quizá nunca se haya realizado un proyecto así de manera tan intencionada. Hay series o incluso sagas de películas en los que podemos ver hacerse mayores a los protagonistas (a todo el mundo se le viene a la cabeza, por ejemplo, Harry Potter), pero no están concebidas para explorar, en tiempo real, el difícil paso de la infancia a la madurez de un chico normal. Quizá lo más parecido que yo he visto (aunque me parece que no estaba planificado) es la serie de películas que François Truffaut dedicó al personaje de Antoine Doinel, que comienza con la afamada Los cuatrocientos golpes (1959).

La historia de Boyhood comienza cuando su protagonista, Mason, tiene seis años y finaliza más o menos cuando cumple los dieciocho. Lo más peculiar de la propuesta de Linklater, en su absoluta vocación experimental, es que el espectador debe ir rellenando cuantiosos huecos de la biografía del protagonista en cuanto se producen los cortes que llevan a Mason de una edad a otra. De hecho muchos de los pasajes que se nos muestran son insustanciales: un día normal en la vida del protagonista, sus pequeñas alegrías, miedos o frustraciones. En otras ocasiones, sí hay más trascendencia: los conflictos con su padrastro alcóholico o sus primeros amores: cine naturalista, casi documental, en el que el hilo narrativo es tan imprevisible (y caótico, por qué no decirlo) como la propia existencia. También se aprovecha para mostrar la vida en la primera década del siglo XXI, tan reciente y ya tan lejana, marcada por la caída de las Torres Gemelas, la guerra de Irak y la generalización de internet. Es curioso que en este contexto tan moderno, los abuelos texanos de Mason sigan fieles a la ideología del rifle y la Biblia.

Si algo queda claro después del visionado de Boyhood es que el fracaso y el triunfo vitales son conceptos relativos, quizá más marcados por el momento concreto en el que se piensa en ellos que los típicos conceptos absolutos que siempre nos imaginamos. Además, y esta es una apreciación muy personal, la película es también una reflexión sobre la fugacidad del paso del tiempo. El Mason niño y el Mason que se asoma a la vida adulta son la misma persona, aunque su físico parezca decir lo contrario. Sin apenas darse cuenta, pronto habrá llegado a los cuarenta y después, con una rapidez asombrosa, a la vejez. Quizá en sus últimos estertores se vea a sí mismo de nuevo con ocho años, mirando a las nubes, soñando con una vida plena. 

JUSTICIA (2009), DE MICHAEL J. SANDEL. ¿HACEMOS LO QUE DEBEMOS?

A veces envidio profundamente los sistemas educativos que se dan en otro países. Si en la Universidad que yo conocí, los profesores, salvo honrosas excepciones, se limitaban a cacarear conocimientos desde su poltrona, observando severamente al alumno que se atrevía a intervenir o a objetar cualquier cosa, en otros ámbitos lo que se fomenta precisamente es lo contrario, siendo el catedrático el primero entre iguales, lo cual no contradice la idea del respeto debido al maestro, sino que la fomenta.

Michael J. Sandel es conocido sobre todo por el curso dedicado a la idea de Justicia que imparte en la Universidad de Harvard, que ha llegado a inspirar documentales televisivos y un libro de éxito. El secreto de Sandel es aplicar la árida materia filosófica a la realidad en la que habitamos todos los días. Puede que la justicia sea algo metafísico, más perteneciente al mundo de las ideas que al nuestro, pero, después de todo, muchos de los avances que ha conseguido la humanidad se han derivado de su desarrollo teórico, en forma de leyes y constituciones, que posibilitan la imprescindible organización social necesaria para el progreso. Cuando la gente reflexiona acerca de su idea de lo que es la justicia, su hilo de pensamiento suele derivar en la idea contraria, en la injusticia y los modos de remediarla. Así, habrá quien abogue por un Estado policial y habrá quien piense que la idea del Estado de bienestar no está tan mal. En estos tiempos la idea triunfante es la del liberalismo, quizá con con el ultra delante. Constamente se nos bombardea con mensajes que nos incitan a buscar nuestro potencial interior, que nos dicen que somos triunfadores aunque no lo sepamos: el objetivo es que el fracaso también se individualice. Que no se culpe al Estado o a la sociedad, sino a nosotros mismos.

Teniendo en cuenta que la mayoría de los debates políticos sobre justicia tienen que ver con la economía, con la prosperidad, hasta tal punto que otro tipo de discusiones casi están vetadas del foro público. Así pues, examinemos el mundo ideal del pensamiento ultraliberal, que dice basarse en la meritocracia como fundamento de dicha prosperidad individual. Pero eso es una falacia, puesto que las personas no nacen en las mismas condiciones, no inician su carrera desde el mismo punto de partida. En materia de triunfo vital, al menos desde el punto de vista económico, no es lo mismo nacer en una familia próspera que en un barrio de chabolas. Y las desigualdades no acaban aquí, sino que también se bifurcan hacia la herencia genética. Michael Jordan vive en un mundo en el que el baloncesto es apreciado y por saber meter una pelota en un aro gana millones de dólares. Si llega a hacerlo un siglo antes, sus habilidades naturales (que él ha potenciado, por supuesto, con grandes sesiones de entrenamiento), no le hubieran servido de mucho y se hubiera tenido que buscar la vida de otra manera:  

"Prescindir del merecimiento moral como fundamento de la justicia distributiva resulta moralmente atractivo porque socava la complaciente premisa, habitual en las sociedades meritocráticas, de que el éxito corona la virtud, de que los ricos son ricos porque se lo merecen más que los pobres. Como nos recuerda Rawls, "nadie se merece la superior capacidad que por naturaleza pueda tener ni partir de una situación social más favorable". Y no es obra nuestra el que vivamos en una sociedad que tiene a bien recompensar nuestros puntos fuertes. Eso mide nuestra buena suerte, no nuestra virtud." 

En el mundo ideal ultraliberal, los ricos no pagarían impuestos, porque detraer parte de la fortuna de alguien para uso social sería considerado un robo (siempre que dicha fortuna tuviera un origen lícito, si no sería demasiado escandaloso). Según parece, en esta sociedad los perdedores lo serían con todas las de la ley: ellos se lo habrían buscado, por lo que el Estado no tendría obligación de ayudarles ni concederles una segunda oportunidad, aunque sí podrían solicitar limosna (recuerden la doctrina del capitalismo compasivo del nefasto presidente Bush II) si alguien se la quiere conceder. Es evidente que los fundamentos de esta teoría hacen agua por los cuatro costados. Muchos ricos lo son de herencia, y el origen de la fortuna se pierde en la noche de los tiempos, siendo ilícito en demasiadas ocasiones. Además, desplazar el papel del Estado como garante de la justicia social hacia la compasión privada sería catastrófico, porque es bien sabido que uno de los más poderosos sentimientos humanos es el de la codicia. Cuanto menos nos ha costado conseguir lo que poseemos, mayor sentimiento de superioridad, de ser unos elegidos nos embarga. Además, cuando se desmorona el sistema capitalista, cuyo funcionamiento actual nadie alcanza a comprender del todo, los grandes empresarios apelan a la ayuda del Estado, no intentan resolver por sí mismos los problemas que han provocado. Como siempre ha sucedido a lo largo de la historia, los débiles deben sacrificarse para que los poderosos sigan manteniendo su nivel de vida.

Como es lógico, el contenido del ensayo Justicia, no termina ni empieza con los asuntos que yo estoy exponiendo aquí. Se trata de un compendio mucho más completo de dilemas éticos actuales y de cómo algunas ideas de los grandes filósofos (Aristóteles, Kant, Rawls o Stuart Mill) han conformado buena parte de nuestros fundamentos como civilización. Yo me quedaría con una frase de Franklin D. Roosevelt, un presidente que verdaderamente trabajó para cambiar su país hacia mejor: "Un hombre necesitado no es un hombre libre".  

jueves, 2 de octubre de 2014

CLUBES DE LECTURA EN MÁLAGA EN OCTUBRE. LA CURIOSIDAD DE LOS LECTORES.

¿No les ha ocurrido nunca ir paseando por la calle y encontrarse con alguien leyendo en un banco? El primer impulso es la curiosidad hacia el otro miembro de la comunidad lectora. Queremos, o más bien necesitamos saber qué libro es el que tiene entre las manos. Nos acercamos disimuladamente y miramos de reojo la cubierta. A veces el lector se siente observado y levanta la vista, pero eso solo sucede cuando la novela es mala. Si lo que lee lo mantiene aislado del exterior, cautivo de las palabras, no reparará en nuestra presencia. Hay veces que ni siquiera los seres retratados en los cuadros que colgamos en casa pueden resistirse al hechizo de la letra escrita y cobran vida momentáneamente, para distraer el aburrimiento con una buena historia.

Y buenas historias nos traen también los clubes de lectura de este octubre que ha empezado bastante caluroso.

En el club de lectura de la Biblioteca Provincial, seguimos leyendo una novela que nos está dejando un poco indiferentes: Calle de las tiendas oscuras, de Patrick Modiano.

En el club de lectura de la Biblioteca Cristóbal Cuevas, disfrutaremos de la presencia de José Antonio Garriga Vela, en una conversación en torno a su novela El cuarto de las estrellas.

En el club de lectura de Más Libros Libres, un clásico que yo leí hace ya muchos años y que tengo ganas de retomar: Rojo y negro, de Stendhal.

En el club de lectura de ensayo de Más Libros Libres, uno de los libros imprescindibles para entender qué le ha ocurrido a nuestro país en los últimos años: Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina. Se da la circunstancia de que Muñoz Molina visitará Málaga el mes que viene, para ofrecer una charla en torno a este libro, en La Térmica...

En el club de lectura en inglés de Más Libros Libres, todo un clásico de las letras americanas: El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, uno de los libros más leídos (y queridos) de la historia.

En los clubes de lectura del Centro Andaluz de las Letras, por un lado Los adoradores de la serpiente roja, de Miguel Palacios, con presencia del autor. Y por otro, la novela de moda en estos momentos. La autobiografía, sin censuras morales, de Karl Ove Knausgård: La muerte del padre. Además, la presentación de un nuevo club, de literatura y cibercultura, a cargo del escritor de ciencia ficción Rafael Martín Techera, cuya primera lectura, será nada menos que Yo, robot, de Isaac Asimov, una de las cimas del género.

En el club de lectura del Ateneo de Málaga, la apuesta segura de los clásicos: El diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara.

En el club de lectura de la Librería Luces, otra apuesta segura, que siempre acaba apareciendo en todo taller que se precie: San Manuel Bueno Mártir, de Miguel de Unamuno.

En el club de lectura de la Casa del Libro, un clásico moderno de la literatura de fantasmas: Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson.

En el club de lectura de Fnac Málaga, buena literatura japonesa: Los años de espera, de Fumiko Enchi.

Y pasando a los cineforums, tenemos por un lado, en la Biblioteca Cristóbal Cuevas, una producción danesa que fue candidata al Oscar a la mejor película extranjera, la interesantísima La caza, de Thomas Vinterberg. En Más Libros Libres este mes toca una obra maestra del cine negro: Retorno al pasado, de Jacques Tourneur y en el Ateneo, cine francés: La kermesse heroíca, de Jacques Feyder.

Además, el 29 de octubre comienza el taller de escritura de Más Libros Libres. Impartido por la especialista Pilar Arijo, es totalmente gratuíto. Si no te conformas con leer y también quieres emular a tus autores favoritos escribiendo y conociendo a gente con tus mismas inquietudes, apúntate. 

Como de costumbre, cualquier cambio o noticia de nuevo club, será colocado en la columna de la derecha. ¡Felices lecturas!

miércoles, 1 de octubre de 2014

EL NIÑO (2014), DE DANIEL MONZÓN. CRUZAR EL ESTRECHO.

Una de las frases más celebradas del muy popular sitio de Twitter de la Policía Nacional aseveraraba algo así como que quien juega a Breaking bad acaba convirtiéndose en protagonista de Prison break. Bajo la ingeniosa afirmación late una gran verdad: la mayoría de los que se dedican al lucrativo negocio del narcotráfico acaba entre rejas. Esto no quiere decir que este probable destino sea disuasorio para la mayor parte de los que se dedican a esto, que seguramente lo hacen porque ya han tenido previo contacto con este mundo como consumidores. Supongo que simplemente asumen el riesgo, esperando tener suerte y no piensan demasiado en esa posibilidad. Además, la sensación de peligro queda compensada por la posibilidad de ganar enormes cantidades de dinero de forma relativamente rápida y sencilla. 

Como expone Araceli Manjón-Cabeza en La solución, la principal responsabilidad de que se mantenga esta guerra despiadada contra el narcotráfico recae en los Estados. Que el comercio de un producto tan demandado como la droga esté en manos de bandas criminales, que se enriquecen de manera escandalosa, no es una buena idea, como ya se probó en los años de la prohibición de alcohol en Estados Unidos. En México, por ejemplo, los narcos controlan regiones enteras, desafiando al ejército en capacidad militar. Todos los días mueren inocentes en un escenario de violencia despiadada, entre las bandas rivales y éstas contra el ejército. Muchos funcionarios se corrompen, ya sea por ganar dinero o porque temen por su vida. La legalización no sería la panacea que acabaría de un plumazo con todos los problemas, pero sí que podría convertirse en el mejor instrumento para acabar con la financiación de las mafias y velar por la salud pública: quien quiera drogas, que al menos consuma un producto controlado, no adulterado y se le ofrezca información y la posibilidad de rehabilitarse.

En España, el punto más caliente de este problema se encuentra en el Estrecho de Gibraltar, donde en pocos kilómetros cuadrados, como se nos informa al principio de la película, conviven tres soberanías: la española, la marroquí y la británica. Los pocos kilómetros de océano que separan ambas costas son un campo de batalla, a veces secreto, pero intenso. En ocasiones los telediarios se abren con imágenes del último alijo: miles de kilos de estupefacientes que hubieran alcanzado millones de euros en el mercado. Siempre que veo una noticia así, pienso en cuantos cargamentos arribarán con éxito a nuestras costas por cada uno que se captura. También me hace mucha gracia que Europa haya adoptado la medida de contabilizar (supongo que a ojo de buen cubero), para calcular el PIB de cada país, el tráfico ilegal de drogas y la prostitución. Supongo que gracias a estas actividades, España es ahora un país oficialmente más rico.

Hace ya bastante que la costa de Cádiz es un lugar económicamente deprimido, con los niveles de paro más altos de la Unión Europea. La única posibilidad para muchos jóvenes de ganarse la vida consiste en emigrar o unirse a las redes de contrabando ilegal, de tabaco o de droga. Esta es la situación en la que se encuentran los dos protagonistas de El Niño. Cuando se les concede una oportunidad de demostrar que son capaces de hacer el viaje de ida y vuelta a Marruecos, comienzan una carrera en un mundo del que es muy difícil salir, aún cuando ellos consiguen vivir unos meses de gloria cuando se montan su propia pequeña empresa, con la ayuda de Rachid, un adolescente de origen marroquí, que cuenta con sobrada experiencia en estas lides. Por otra parte, la policía del Estrecho libra su particular guerra contra el tráfico. Guerra inútil, por otra parte, pero de la que esperan resultados, al menos de cara a la galería. Jesús (Luis Tosar) es el típico miembro del cuerpo que vive para su trabajo. En el fondo sabe que las batallas diarias que protagoniza no son más que una especie de juego de ajedrez, amenizado de vez en cuando con espectaculares persecuciones, un juego que no se acaba nunca, porque por cada sospechoso capturado, otros dos están deseando ocupar su lugar.

Con estas perspectivas, con un Estado que solo es capaz de invertir dinero en una zona deprimida para luchar contra el narcotráfico, la vida de estos jóvenes debe transcurrir deprisa. Saben que las posibilidades de acabar en la cárcel son altas, pero también quieren ganar dinero para acceder a una vida digna, aunque se sepan meros peones en el gran tablero del Estrecho. El Niño y sus socios son los herederos de la mejor tradición de la novela picaresca española, víctimas de un sistema que los ningunea y después pone todos los medios para aplastarlos.

Hay que felicitar a Daniel Monzón, porque ha crecido aún más como director desde la muy interesante Celda 211. En El Niño, los elementos que conforman la acción, aparte de estar desarrollados de una forma mucho más creíble, encuentran un perfecto equilibrio entre comedia y tragedia. Todos los intérpretes están magníficos, destacando el debutante Jesús Castro (aunque uno no se lo puede imaginar en otro tipo de papel) y el siempre solvente Luis Tosar. Si algo demuestra la película de Monzón, es que en la realidad de la España actual sobran tramas para inspirar buenas muestras de género negro y policial.