lunes, 31 de agosto de 2015

UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR (1989), DE LUIS SEPÚLVEDA. LA SABIDURÍA DE LOS SHUAR.

La vida en la selva debe ser una realidad muy dura para quien no ha nacido en ella. La Amazonia, cuya extensión es de unos seis millones de kilómetros cuadrados, es uno de los ecosistemas más exuberantes del planeta, que contiene millones de especies de animales y plantas. También es uno de esos escenarios en los que la lucha por la vida, que es una de las leyes darwinistas de la naturaleza, adquiere mayor dramatismo: se trata de un escenario en el que abundan las especies depredadoras, desde las inmensas anacondas hasta las pequeñas y mortíferas pirañas. La tigrilla que aparece como parte esencial en la trama de Un viejo que leía novelas de amor, no es más que un eslabón en la cadena alimentaria de la selva, aunque en esta ocasión sus hábitos se han alterado por la repentina irrupción de un cazador imprudente en su existencia, que mata a sus crías y deja malherida a su pareja. Este hecho hará que la tigrilla se dedique a matar hombres, en una especie de espiral de venganza instintiva que desata todas las alarmas en El Idilio, el pequeño pueblo en el que vive el protagonista.

Antonio José Bolívar Proaño es uno de esos personajes con los que el lector establece de inmediato una relación de simpatía.  Se trata de un hombre cuya existencia ha transcurrido prácticamente en su totalidad en la selva. Habiendo pasado un periodo en compañía de los indios shuar, conoce casi a la perfección los secretos del Amazonas, por lo que es capaz de pasear por la selva sabiendo identificar sus distintos peligros. También sabe que uno jamás está completamente a salvo en la espesura. Ya en edad madura, prefiere pasar sus días encerrado en su cabaña, entregado a la lectura de esas novelas de amor que constituyeron uno de los grandes descubrimientos de su vida. Pasar los días interminables de la estación de las lluvias en compañía de uno de estos volúmenes, que le hacen viajar a otros lugares y conocer tipos humanos con los que jamás ha tratado, constituye un placer inmenso para él, que apenas ha podido conocer lo que significa vivir en una ciudad grande. Su costumbre es leer despacio, con la misma capacidad de asombro que un niño que está descubriendo el mundo:

"Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase completa, y de esa manera se apropiaba de los sentimientos e ideas plasmados en las páginas.

Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces, todas las que estimara necesarias para descubrir cuán hermoso podía ser también el lenguaje humano."

Así pues, siendo considerado el más apto, es designado para guiar a la expedición que habrá de acabar con la vida de la pequeña bestia, en un duelo que, por supuesto, ofrecerá un espléndido clímax. Antes de eso, los hombres se enfrentarán a todo tipo de dificultades en su ruta por la selva, sobre todo por la presencia entre ellos del alcalde, un hombre obeso, mezquino y poco apto para caminar por la jungla, representante de la civilización y de una ley que suele ser odiosa al resto de habitantes de El Idilio. En cualquier caso, en el momento en el que Antonio José saca el libro para leer un rato, en uno de los descansos, se trastoca el orden establecido. Los hombres quieren conocer la historia que se esconde entre las misteriosas páginas y reflexionan largamente acerca de cada párrafo que el protagonista les recita. Por un momento el alcalde incluso puede exhibir algo de su prestigio social como ser instruido aclarándoles algunas dudas sobre la ciudad de Venecia, donde transcurre la novela de amor, que narra una realidad tan lejana a la de ellos, que parece de ciencia ficción.

Un viejo que leía novelas de amor nos hace reflexionar acerca de otras realidades, otros ambientes mucho más exigentes con la vida humana y sobre lo díficil que resulta para el ser humano estar en comunión total con la naturaleza. Recuerda a otras obras que tienen como protagonistas a seres que deben adaptarse a un ambiente hostil (y suelen sucumbir en el intento), como La aventura equicional de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender, La costa de los mosquitos, de Paul Theroux o la película Cuando ruge la marabunta, de Byron Haskin, entre otras muchas obras que han reflexionado sobre la hostilidad del medio natural hacia el ser humano y su dificultosa adaptación al mismo. Porque a veces la inmersión en un medio tan salvaje como las profundidades del Amazonas, puede desembocar en la locura del hombre, en su deshumanización, aunque también puede ser una infinita escuela de vida:  

"Es la selva que se nos mete adentro. Si no tenemos un punto fijo al que queremos llegar, damos vueltas y vueltas."

viernes, 28 de agosto de 2015

AMARGA VICTORIA (1939), DE EDMUND GOULDING. LA SOMBRA DE LA MUERTE.

La salud es lo más importante, dice el tópico, pero no sabemos de qué hablamos hasta que la perdemos, sobre todo si dicha pérdida reviste la capacidad de llevarnos hasta la muerte. Entonces todo adquiere un sentido absurdo y la víctima, que ha contemplado tantas veces el mal ajeno, no puede creerse que en esta ocasión sea su cuerpo el que va a sucumbir. Esto es exactamente lo que le sucede a Judith, una joven vitalista que tiene la suerte de haber nacido en una familia acomodada. Para ella la vida no es más que una gran fiesta de frivolidad y despreocupación y su única responsabilidad auténtica son los caballos que les cuida su mozo de cuadra (Humphrey Bogart cuando todavía no era tan popular). Por lo demás, de vez en cuando se distrae a través de amores insustanciales con sus amigos de juerga (sobre todo con un joven y atractivo Ronald Reagan).

Por eso cuando Judith comienza a sentirse mal, su primera reacción es negarlo, hasta que sus dolores son tan intensos que no tiene más remedio que dejarse aconsejar por un especialista. Parece que su enfermedad es un tumor cerebral. El diagnóstico post-operatorio es devastador: aunque aparentemente la paciente se ha recuperado, en realidad le quedan unos pocos meses de vida. El médico y sus seres queridos optan por guardar silencio. Y, entre tanto surge el amor entre Judith y el doctor. He aquí un buen dilema moral: ¿hay que decir siempre la verdad a un moribundo o dejar que sea feliz en su ignorancia durante sus últimos días? Es evidente que las dos soluciones son malas, aunque no sé exactamente lo que dictan los protocolos médicos actuales al respecto.

Amarga victoria fue un gran éxito de público en su momento, una de esas películas que son capaces de llegar al corazón de la gente y la consagración de Bette Davis como la gran actriz que demostró ser durante toda su carrera. El cambio radical de personalidad que se opera en su personaje, desde una mujer superficial a una serena luchadora, no es fácil de interpretar. Tiene mérito que al espectador le llegue esa grave aceptación de la muerte próxima y que la protagonista intente exprimir al máximo sus últimos días, que resultan ser los más felices de su existencia. La dirección de Edmund Golding es muy correcta, quizá afectada por la teatralidad de la narrativa de la época, pero su forma de contar la historia es efectiva. Una película un tanto olvidada, pero que fue bastante popular hace setenta y cinco años y que cuenta con la participación de intérpretes fundamentales en la historia del cine cuando estaban cimentando su popularidad.

miércoles, 26 de agosto de 2015

LA VERDADERA HISTORIA DE HOLLYWOOD (2004), DE DAVID THOMSON. LA ECUACIÓN COMPLETA DEL CINE.

Penetrar en una sala cinematográfica, experimentar la oscuridad y dejarse envolver por lo que sucede en la pantalla son sensaciones que personas de toda condición social llevan experimentando desde hace más de un siglo. Al principio el cine no fue más que un invento curioso, un espectáculo sorprendente y algo aterrador que funcionaba casi como un número de magia muy especial. Pronto se fue convirtiendo en algo más narrativo, parecido a las novelas. La gente ya no solo veía imágenes, sino que podía seguir una historia gracias al trabajo de los actores y las aclaraciones de los cuadros de texto. Nadie identificaba el cine con un arte, excepto un puñado de creadores como David Griffith o Charles Chaplin, que buscaban nuevas formas de lenguaje cinematográfico para ofrecer al público algo distinto e innovador. Pero, por regla general, en las altas instancias del primer Hollywood se pensaba más en el cine como industria que en términos artísticos. De hecho, las primeras salas cinematográficas eran como teatros de variedades, con una programación variopinta y un ambiente poco recomendable respecto al público que acudía a ellas. Es en las décadas de los veinte y los treinta cuando el cine da su gran salto y adopta su mayoría de edad. Algunos directores y actores empiezan a hacerse con un nombre, la audiencia se multiplica y algunos estrenos se transforman en auténticos acontecimientos, que afianzan a algunos estudios y, cuando fracasan, hacen caer a otros.

Es fácil hablar de películas, analizarlas y criticarlas, pero es complicado hablar de cine, del proceso que hace posible que exista una industria de la que, como una cadena de producción, salgan cada año decenas de títulos. Las interioridades y las decisiones de los altos ejecutivos son las que al final influyen en el tipo de cine que vemos. Y en muchas ocasiones, el tipo de cine que vemos influye de formas insospechadas en la sociedad: en la forma de vestir, en la música y en la visión del mundo de mucha gente. Y sí, es el dinero el que tiene la última palabra. Incluso en la edad dorada de Hollywood, cuando se filmaban obras maestras todas las semanas, sin que sus responsables sospecharan que sus obras eran sublimes, la principal motivación era la taquilla. El crítico especializado y veterano David Thomson, que es además un apasionado de la historia del cine, es una de las pocas personas que pueden mostrarnos un panorama completo de cómo nacen y mueren los grandes proyectos cinematográficos, de las compras, ventas y fusiones de los grandes estudios, de las intuiciones de sus directivos, de los grandes escándalos que han asolado Hollywood, así como de su relación con la política, en forma de censura y de caza de brujas. Como dice Francis Scott Fitzgerald en El último magnate

"Hollywood se puede dar por sentado, como yo, u observarlo con ese desprecio que reservamos para las cosas que no entendemos. También puede ser entendido, pero solo a medias, y a ráfagas. No hay media docena de hombres que hayan logrado mantener en sus cabezas la ecuación completa del cine." 

Una de las características más apreciables del libro de Thomson es qué no se trata de una historia sistemática de Hollywood, sino que el autor se toma la libertad de escribir las historias que van surgiendo de su pluma - con buena prosa, por cierto - que expliquen mejor las interioridades económicas, artísticas y azarosas que tienen como consecuencia el milagro de una buena película. Por sus páginas desfilan gente como Mayer, Hitchcock, Bogart, Garbo, Nicholson, Spielberg, Coppola y muchos otros nombres esenciales que cimentaron esa fábrica de sueños que sigue siendo Hollywood. Para muchos el cine se transformó en una especie de nueva religión, en la posibilidad de vivir en la sala oscura historias ajenas, de ser otro, en suma:

"Toda película tiene su potencial, y su posibilidad se mueve como un nadador sobre una superficie en movimiento y duración, el parpadeo del tiempo transcurrido que tiene la espaciosidad de la eternidad y la desesperada necesidad de unos últimos segundos de vida. (...) La película que estamos viendo tiene vida propia que no se detendrá hasta que no haya acabado. Podemos marcharnos, pero ella sigue; podemos arrojar basura a la pantalla y la imagen permanece, aunque manchada. Es ajena a nosotros, aunque es toda para nosotros. Los sueños tienen la misma naturaleza contradictoria."

Desde luego Thomson está de acuerdo con esa gastada afirmación que asegura que el cine ya no es lo que era. Se ha transformado más que nunca en fórmulas esterotipadas que dan dinero:

"Pero en los últimos tiempos están apareciendo demasiadas películas que no merecen el espacio del papel que consumiría escribir sobre ellas, y no digamos el esfuerzo. Que desafían cualquier respuesta crítica o indagación verbal. Que están más allá del análisis. El hecho de que todas las películas tengan su crítica correspondiente es un descrédito para un periódico como "The New York Times" y para el cine en general."

Cierto es que la palabra arte no surgió por primera vez en Hollywood, sino, paradójicamente, a través de unos jóvenes críticos franceses que escribían en Cahiers du cinema y luego se convirtieron en grandes directores, como Godard, Truffaut o Chabrol. Ellos fueron los que engrandecieron a figuras como John Ford, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, John Huston o Nicholas Ray, que hasta entonces solo eran considerados unos buenos artesanos. Tampoco el gobierno estadounidense hizo mucho por conservar su filmografía nacional, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, por lo que prácticamente la mitad del celuloide rodado antes de los años cincuenta se ha perdido irreversiblemente. ¿Cuántas obras maestras habrán desaparecido sin que apenas hayamos tenido noticias de ellas?

La verdadera historia de Hollywood exuda nostalgia, pero también esperanza en que el cine siga ofreciendo buenas historias, que la industria sea capaz de dejar expresarse a los nuevos talentos que vayan surgiendo. Cultura popular y a la vez parte de la más alta cultura, la buena noticia es que el medio cinematográfico sigue vivo y con buena salud más de un siglo después de su nacimiento. Ni sus grandes enemigos, la televisión y el vídeo doméstico han podido con él. Porque, después de todo, nada puede sustituir a la experiencia de sentarse en una sala oscura con unas decenas de desconocidos y dejarse llevar íntimamente por la magia de una buena historia.

martes, 25 de agosto de 2015

ENQUIRIDIÓN (h 135), DE EPÍCTETO. UN MANUAL PARA LA VIDA.

De los tres grandes estoicos de la antigüedad romana (Epícteto, Séneca y Marco Aurelio), posiblemente fue el primero de ellos el que llevó una vida más coherente con su propio ideario filosófico. Su juventud la vivió como esclavo. Es sabido que padecía una grave lesión en una pierna, quizá debido al maltrato que le infringió su amo, quizá a un defecto de nacimiento. Lo cierto es que una vez liberado, fue expulsado de Roma en cumplimiento del Decreto de Domiciano, lo que da idea del poco aprecio que se le tuvo desde el poder en algunas periodos a la profesión filosófica. Epícteto se instaló en la ciudad griega de Nicópolis y allí fundó su escuela, cuya fama hizo que hasta el emperador Adriano asistiera a algunas lecciones.

El Enquiridión no es en puridad una obra escrita por Epícteto, sino que se trata de las notas de uno de sus alumnos, Lucio Flavio Arriano, pero tomadas con tanta fidelidad a las palabras de su maestro, que podemos confiar plenamente en que las palabras pertenecen a éste. Son notas un tanto desordenadas en cuanto a su temática formal, pero que nos dan una idea muy clara de cuales son los fundamentos de la visión del mundo de Epícteto y de su influencia fundamental en personajes tan importantes como el emperador Marco Aurelio.

Como base de su enseñanza filosófica, Epícteto distingue entre las circunstancias que se hallan bajo nuestro control: "las opiniones, las preferencias, los deseos, las aversiones y, en una palabra, todo lo que es inherente a nuestras acciones" y las que escapan de nuestra voluntad "el cuerpo, las riquezas, la reputación, las autoridades y, en una palabra, todo lo que no es inherente a nuestras acciones". El filósofo debe ocuparse sobre todo de las primeras, aplicando en ellas la virtud. Respecto a las segundas, habrá de aceptar todo lo que le suceda, incluidas las adversidades, como algo sin importancia, inherente a la naturaleza de las cosas, por lo que deben ser aceptadas con serenidad:

"No exijas que las cosas sucedan tal como lo deseas. Procura desearlas tal como suceden y todo ocurrirá según tus deseos."

La auténtica libertad consiste en no tener deseos ni aversiones respecto a lo que no puede controlarse, evitando ser un esclavo de las circunstancias. El hombre sabio es el que siempre está preparado para la peor, para saber adaptarse con naturalidad a lo que le destino nos depare. Respecto al comportamiento en lo que podemos controlar, la clave es la moderación y el dominio de los impulsos de placer inmediato: "considera que lo más excelso de todo placer es el saber que se ha dominado y vencido", algo que indudablemente influirá en el pensamiento cristiano, aunque con el matiz de que éste le da sentido a dichas privaciones en pos de la vida eterna. Además, en cuanto a las opiniones y juicios de los demás, no revisten ninguna importancia, lo verdaderamente relevante es la satisfacción íntima en la práctica constante de la virtud. Lo que a los demás les parecen males terribles, para el filósofo son circunstancias inherentes a la existencia, viciadas por juicios humanos que jamás pueden impedir que los hechos transcurran según su naturaleza: 

"No son las cosas las que atormenta a los hombres sino los principios y las opiniones que los hombres se forman acerca de ellas. La muerte, por ejemplo, no es terrible; si lo fuera, así le habría parecido a Sócrates. Lo que hace horrible a la muerte es el terror que sentimos por la opinión que de ella nos hemos formado. En consecuencia, si nos hallamos impedidos, turbados o apenados, nunca culpemos de ello a los demás sino a nuestras propias opiniones. Un ignorante le echará la culpa a los demás por su propia miseria. Alguien que empieza a ser instruido se echará la culpa a sí mismo. Alguien perfectamente instruido ni se reprochará a sí mismo, ni tampoco a los demás."

domingo, 23 de agosto de 2015

CHINATOWN (1974), DE ROMAN POLANSKI. URBANISMO LÍQUIDO.

En los años treinta Los Ángeles era una de las urbes más pujantes y de mayor crecimiento de Estados Unidos. La industria del cine llevaba ya años asentada allí y el dinamismo de la ciudad llamaba a asentarse a ella a gente de todos los rincones del país e inmigrantes extranjeros. Pero Los Ángeles tenía un gran problema: la gestión del agua y como ésta iba a repercutir en el futuro crecimiento de la ciudad. En Chinatown, una película de cine negro que intenta además retratar un momento histórico, el detective protagonista, Jake Gittes (Jack Nicholson), va a conocer, muy a su pesar, como funciona realmente la política, como la corrupción puede impregnarlo todo, hasta escalas impensables. Es decir, que quien controla la empresa municipal de aguas, desde su privatización, tiene la sartén por el mango respecto al destino del resto de la ciudadanía. Y puede jugar con embalses, canales y esclusas para forzar una decisión municipal que, por supuesto, le hará ganar cuantiosos millones. Y este encantador empresario-mafioso no es otro que John Huston, maravilloso en su faceta de actor y del que echamos en falta que su presencia en pantalla no sea mayor.

Chinatown habla de Los Ángeles como ejemplo de cómo el destino de las ciudades a veces depende del capricho de unos pocos hombres ambiciosos. Si en esos años se estaba decidiendo ya que iba a ser una ciudad eminentemente automovilística, hasta el punto de que tener coche iba a ser una condición necesaria para habitar en ella, por lo que su transporte público fue prácticamente fulminado. Los sueños de Los Ángeles se construyeron a la medida de las industrias del automóvil y del petróleo. Y su urbanismo tuvo que ver con los intereses de los dueños del agua, que desviaron su curso hacia la zona en la que habían comprado terrrenos a precios irrisorios, aunque tuvieran que dejar algunos cadáveres por el camino. El detective Gittes es un hombre duro pero honesto y pronto se va a dar cuenta de que el asunto al que le han arrastrado las circunstancias sobrepasa con mucho sus capacidades. No obstante investigará con fervor y casi perderá la nariz (y la vida) en el proceso.

El rodaje de Chinatown, como el de tantas películas míticas, no fue fácil. Desde el primer instante no hubo entendimiento entre el director Roman Polanski y Robert Towne, el guionista. Para el director polaco el libreto era muy confuso y necesitaba reescribirse. Así se hizo varias veces y el famoso final, tan oscuro, fue una imposición (acertada, creo yo), de Polanski. Por otro lado estaba Robert Evans, uno de los productores con más olfato de la historia de Hollywood que apostó desde el principio por el proyecto y trabajó para que saliera adelante: la película fue un gran éxito y cimentó la carrera de Jack Nicholson que se convirtió - y sigue siéndolo en el presente - en uno de los actores con más poder de la industria. 

Chinatown es cine negro, pero a la vez uno como espectador no puede dejar de ver asomarse la realidad de Estados Unidos de los setenta en esta historia. Y no solo por su estética. En un momento en el que la credibilidad de los políticos se estaba desmoronando (Vietnam, Watergage, crisis económica...), recordar cuáles fueron las auténticas bases de la formación de los modernos Estado Unidos podían llevar a cierta comprensión, a cierto análisis sereno de cómo corrrupción y poder suelen ir indisolublemente unidos, aunque en algunas épocas esto se pueda enmascarar mejor que en otras como algo beneficioso para el pueblo. En los setenta el cine se atrevió por fin a mostrar la otra cara del sueño americano, sin disimulos.

viernes, 21 de agosto de 2015

MEDITACIONES (h. 175), DE MARCO AURELIO. LA CIUDADELA INTERIOR DEL EMPERADOR.

Una de las propiedades más fascinantes de algunos libros es que nos hablan directamente desde un pasado remoto, como si tuviéramos la oportunidad de celebrar una conversación íntima con un autor que está desnudando su alma antigua para nosotros. Quizá Marco Aurelio nunca esperó que sus escritos llegaran a curiosos lectores de veinte siglos en su futuro. Ni siquiera sabemos con certeza si escribía estrictamente para sí mismo o si pretendía que su obra se difundiera, ya en su círculo más íntimo o con repercusión mayor. Lo cierto es que su caso es insólito: un emperador filósofo. El mayor poder sobre la faz de la Tierra era un practicante del estoicismo, una doctrina que anima a profundizar en la relación del hombre con la naturaleza, de la que forma parte integrante: en esto consiste la búsqueda de la libertad de espíritu y la felicidad, una búsqueda que casi siempre ha de realizarse en la intimidad, construyendo día a día una ciudadela interior que esté preparada para aceptar de buen grado todas las contingencias que puedan sucedernos: también éstas forman parte de la naturaleza:

"La muerte y la vida, la buena fama y la mala, el sufrimiento y el placer, la riqueza y la pobreza, todas esas cosas ocurren indistintamente a los hombres tanto a los buenos como a los malos porque no son ni hermosas ni vergonzosas. No son ni buenas ni malas."

Nacido en una familia aristocrática romana procedente de Córdoba, la educación ofrecida a Marco Aurelio fue exquisita desde su niñez, impartida por los mejores preceptores del momento. Pronto su interés se decantó por la filosofía estoica, una de las tres corrientes filosóficas que habían surgido en la Grecia clásica (estoicismo, escepticismo y epicureísmo) y la que más se había difundido entre los romanos, quizá porque era la que mejor casaba con las virtudes cívicas que se suponía que debía poseer un buen ciudadano. Solo hay que recordar que Séneca fue uno de sus grandes valedores. En su juventud Marco Aurelio tuvo la oportunidad de conocer la etapa de mayor esplendor del Imperio Romano, la protagonizada por Adriano y por Antonino, su padre adoptivo, emperadores muy cultos y refinados, que se ocuparon del bienestar del pueblo. 

Cuando él tomó las riendas del poder, los factores que llevarían a la caída del Imperio Romano empezaban a asomar en el horizonte. Su reinado no fue feliz: desde el principio hubo de enfrentarse a guerras que amenazaban las fronteras del Imperio en diversos frentes, primero en Oriente (su victoria contra los partos motivó una anécdota muy curiosa, la primera y única embajada de Roma, a través del Golfo Pérsico, a China, donde se ofrecieron presentes a aquel emperador en nombre de Marco Aurelio) y muy pronto también en occidente, con los bárbaros germanos presionando en el Danubio. Además Marco Aurelio hubo de afrontar otros graves males, como la gran peste que vino de Oriente o catástrofes naturales. En esta tesitura, la reflexión interior no servía de mucho: debía actuarse enérgicamente para resolver los problemas y el emperador lo hizo en la medida de lo posible. En los momentos de soledad que le dejaban sus deberes, componía estos pensamientos que, curiosamente, rara vez se refieren a su vida pública, como si careciera de importancia en contraste con su virtud interior. Quizá lo más aproximado a esto es su recomendación al lector de que su vida no sea ni la de un esclavo ni la de un tirano.

El azar, del que tanto se habla en las Meditaciones, le había deparado a Marco Aurelio un tiempo muy tumultuoso para gobernar, pero esto no limitaba su libertad de hacer el bien, si no como emperador, al menos en su trato con otros hombres. Su obsesión era el logro de una existencia regida por estos cuatro principios: la justicia, la prudencia, la verdad y la valentía. Todo lo que pudiera suceder, ya había sucedido anteriormente, puesto que formaba parte de la naturaleza de las cosas (el hombre y la sociedad en la habita incluidos) y volvería a suceder más adelante. La vida no es más que la repetición de los hechos naturales, por lo que es lógico que el hombre sabio los acepte y sea paciente y tolerante con toda clase de comportamientos por parte de sus semejantes. En algunos de sus pasajes llega a utilizar términos que son comunes a la ciencia de hoy en día, como entrelazamiento. Marco Aurelio intuía, por influencia de su maestros, que en el Universo existe una especie de conexión entre toda la materia:

"Sin interrupción hay que reflexionar en que el universo es como un único animal con una única substancia y una única alma, también en cómo todo desemboca en la sensibilidad única de ese animal, cómo todo lo hace por un único impulso, cómo todo es concausa de todos los sucesos y cuál es su entrelazamiento y entretejimiento."

Además, era capaz de utilizar hermosas metáforas para expresar sus pensamientos, con un estilo literario refinado que hace pensar que no escribía solo para sí mismo:

"El tiempo es como un río de sucesos y un flujo violento. En cuanto algo se ve, ya ha pasado de largo y otra cosa distinta es la que pasa, que también pasará."

El tiempo. Algo muy presente para el autor, un concepto que implica la finitud del hombre, su efímero paso por la existencia. Ni siquiera el recuerdo acaba sobreviviendo. Quizá este aforismo sea uno de los que más claramente resuma la concepción del mundo de Marco Aurelio:

"El tiempo de la vida humana es un punto, su esencia fluye, su percepción es oscura, la composición del cuerpo en su conjunto es corruptible, el alma va y viene, la fortuna es difícil de predecir, la fama no tiene juicio, en una palabra, todo lo del cuerpo es un río, lo del alma es sueño y un delirio. La vida es una guerra y un exilio, la fama póstuma es olvido. Entonces, ¿qué es lo que puede escoltarnos? Sólo una cosa, la filosofía. Esto es vigilar que el espíritu divino interior esté sin vejación, sin daño, más fuerte que los placeres y los sufrimientos, que no haga nada al azar ni con mentira o fingimiento, que no tenga necesidad de que otro haga o deje de hacer algo. Y además que acepte lo que ocurre y lo que se le ha asignado como algo que viene de allí de donde él vino. Por encima de todo, aguardar la muerte con el pensamiento favorable de que no es otra cosa sino disgregación de los elementos de los que está compuesto cada ser vivo. Si precisamente para los elementos en sí no hay nada terrible en que cada uno se transforme sin interrupción en otro, ¿por qué uno ve con malos ojos la transformación y disgregación de todos? En efecto, se produce según la naturaleza y nada es malo si es según la naturaleza."

Leer en nuestra época a un autor como Marco Aurelio, con una filosofía de vida tan diferente a la que impera en pleno siglo XXI puede ser un ejercicio fatigoso: a veces el autor escribe con un estilo oscuro y muy personal, suele repetirse en algunas sentencias y otras son poco comprensibles vistas a la luz de nuestra experiencia cotidiana. Pero la tarea merece la pena, sin duda. Penetrar en la intimidad de uno de los grandes personajes de la historia, alguien que dedicó todos sus esfuerzos a llevar una vida virtuosa, tal y como le habían enseñado sus maestros, resulta un ejercicio fascinante. Si Marco Aurelio pudiera pasear durante unas horas por una de nuestras modernas ciudades, si observara nuestros avances científicos, pudiera leer a los pensadores que escribieron mucho después de él, ¿seguiría asegurando que no hay nada nuevo bajo el Sol? Seguramente nos diría que las pasiones humanas siguen siendo las mismas después de todo y que la gran mayoría de los hombres están muy lejos de la existencia filosófica que él tanto se afanó en alcanzar.

jueves, 20 de agosto de 2015

PLATILLOS VOLANTES (2003), DE ÓSCAR AIBAR. LA PUERTA DEL MISTERIO.

Los años setenta fueron la época dorada de la ufología. No había día en el que los periódicos no recogieran una noticia relacionada con el avistamiento de ovnis. Por supuesto, todas estaban basadas en testimonios más o menos espectaculares, en confusas fotos y cosas así, pero jamás se mostraba una evidencia incuestionable al respecto. Todo eran especulaciones, suposiciones: maneras de alimentar el morbo por parte de quienes aseguraban la próxima llegada o contacto de los extraterrestres con nuestro planeta. Pronto la televisión se haría eco de estas inquietudes y ofreció un pequeño hueco en su programación a Fernando Jiménez del Oso, que terminó por tener un programa propio, muy popular en aquellos años. Al hilo de todo esto, surgieron los llamados contactados, gente que aseguraba estar en comunicación con seres de otros mundo a través de las más variadas técnicas: desde la escritura automática a la telepatía. Sin pruebas palpables más allá de la fe del interlocutor, claro. 

En Platillos volantes, Aibar quiere ser una especie de arqueólogo que recupera la esencia de unas determinadas coordenadas temporales y espaciales: Tarrassa a principios de los años setenta, cuando el franquismo estaba ya dando señales de agonía pero, como una bestia herida, todavía contaba con la capacidad de apretar (o golpear) con su puño a cualquier ciudadano que se saliera del redil nacionalcatólico. Y en este contexto, de dura represión y de trabajo monótono en una fábrica textil, no es raro que las mentes volaran hasta otras realidades que en aquel entonces se estimaban posibles. ¿Por qué no iba a venir gente de fuera a acabar con el absurdo de nuestra existencia? Esa es la línea de pensamiento de Juan, un joven alienado que observa con espanto la vida convencional que le espera: las horas interminables de oficina y el sexo después del matrimonio con el fin de procrear la familia numerosa propia de la época. Después de cumplir con su servicio militar, claro. José, el otro protagonista, es muy diferente. Un hombre maduro que ya no le teme al futuro, porque no espera nada de él y que combate el desencanto del presente a través de la locura: convenciéndose a sí mismo de que ha contactado con los extraterrestres. José va a encontrar en Juan al discípulo perfecto para sus correrías en busca de una quimera, al Sancho que complementa su quijotismo ufológico en pos de un santo grial en forma de nave espacial de diseño retro.

Que la película de Aibar esté basada en un hecho real: el suicidio en las vías del tren de dos tipos convencidos de que iban a despertar junto a sus amigos extraterrestres no quiere decir que lo que cuenta sea riguroso. El suceso en sí se investigó en su momento poco y mal, por lo que el director ha tenido que partir casi de cero a la hora de concebir a sus personajes. Y en gran medida acierta: son gente creible hasta cierto punto, si nos atenemos a la experiencia que nos dicta que se puede creer en cualquier cosa y, desgraciadamente, actuar en consecuencia. Mención especial merece la actuación de Ángel de Andrés López, que sabe dotar a su personaje de un halo de misticismo solemne y a la vez esperpéntico. Precisamente del esperpento provienen algunos de los - escasos - errores de Platillos volantes, y no me refiero a que Leo Bassi ande por allí; un personaje como la señora Botifoll, tan tópico como felliliano, no calza bien en el tono general del film, que quizá debería haber empleado esos valiosos minutos en retratar un poco mejor a esa estimulante comunidad friki encabezada por el inefable profesor Karma.

De Platillos volantes se ha criticado sobre todo su final, que presuntamente tira por tierra todo el discurso previo de la película. Es posible que así sea, pero a mí no me ha parecido tan mal. Después del angustiante baño de realidad, policía franquista incluida, está bien otorgar alguna esperanza, aunque sea ilusioria a tan entrañables personajes. Buena incursión en un tema muy poco tratado de nuestra intrahistoria. ¿Por qué no dedicar una película al caso del planeta Ummo, tan representativo de estas quimeras ufológicas?

miércoles, 19 de agosto de 2015

EL CAPITAL HUMANO (2014), DE PAOLO VIRZI. MUERTE DE UN CICLISTA.

Hay películas que trascienden el mero arte cinematográfico (y eso no quiere decir que sean mejores o peores) y son capaces de hilvanar un fino análisis de la sociedad del momento en el que son estrenadas. Esto es lo que sucede con esta obra de Paolo Virzi, una historia que ofrece pocas concesiones en la crítica a nuestra forma de vida, a nuestros anhelos, a la comunidad que hemos ido poco a poco construyendo cuyo dios supremo es el dinero, que gobierna junto a otros dioses menores: el poder, la belleza, la fama y el lujo. Con la destrucción progresiva del Estado regulador y redistribuidor, estamos alcanzando la utopía neoliberal organizada por la famosa mano invisible de Adam Smith. Y resulta que nos encontramos con algo más cercano a una forma siniestra de anarquía, en una lucha de todos contra todos en las que no existen demasiados límites a la hora de alcanzar los bienes supremos con los que la publicidad nos machaca a todas horas.

Porque Virzi afina la puntería al presentarnos a un personaje como Guglielmo Pirelli, un Gordon Gekko a la italiana o, para que nos entendamos mejor en referencia a nuestro pais, una especie de Ruiz-Mateos de aspecto más atractivo y liberal, pero fabricado con los mismos materiales: el afán de superioridad, el discurso confuso y técnico del especulador profesional y el egoísmo supremo que solo mira al propio beneficio, llevándose por delante a quien haga falta después de haberlo seducido con sus modos de nuevo rico. Es evidente que tanto fulgor es capaz de cegar a un hombre simple, italianísimo, como Dino Ossola, un tipo que ha conseguido ahorrar algo de dinero y se lo va a confiar a Pirelli, creyendo en las promesas de rentabilidad del cuarenta por ciento anual. Un detalle que hace de esta película un retrato aún más escabroso y realista: Pirelli está apostando por el hundimiento del Estado italiano para sacar réditos a sus propios fondos de inversión, algo que los especuladores suelen hacer sin ningún rubor. Sin comentarios.

Pero El capital humano es mucho más que una simple fotografía precisa de nuestro tiempo. Se trata de una película inteligentemente construida, repleta de personajes muy bien desarrollados, de los que querríamos saber mucho más (me he sorprendido pensando, mientras la veía, en lo bien que le hubiera venido una serie a esta historia y a estos personajes y aprovecho para mencionar la excelencia del trabajo interpretativo de Valeria Bruni Tedeschi, la hermana de Carla Bruni), que parte de un hecho que ya hemos presenciado antes en algunas de nuestras excursiones cinematográficas: un incidente de tráfico en el que acaba muriendo un ciclista, un humilde camarero que volvía a casa después de soportar largas horas al servicio de los protagonistas. Por suerte, el Estado todavía tiene algo que decir al respecto y abre una investigación al respecto. Esto desencadena entre los miembros de la casta superior que podrían haberse visto implicados, movimientos defensivos y de resguardo de la posición propia, a costa incluso de traicionar a sus seres más cercanos. 

El darwinismo también se desencadena con fuerza ante un peligro imprevisto. El director nos muestra el suceso desde varios puntos de vista, vamos comprendiendo mejor lo que ha sucedido y al final sabemos quien ha sido el culpable, pero eso es lo que menos importa. Lo verdaderamente fascinante es contemplar las relaciones en el interior de este ecosistema humano que son quienes están por encima de nosotros y también somos nosotros mismos. Porque ellos, los del mundo del poder, los del mundo del dinero, son un reflejo de nuestras propias ambiciones, de nuestra propia moral como pueblo llano al que se le otorga el gran privilegio de votar cada cuatro años. La historia transcurre en un país aún más corrupto que el nuestro, en una Italia absolutamente desarticulada, en manos de especuladores, mafiosos y amplias redes de clientelismo. Pero no es difícil vernos reflejados en el espejo italiano. Nada difícil, por desgracia, puesto que prácticamente nuestra sociedad también ha arribado a ese puerto y ha quemado las naves que podrían alejarnos de él.   

Es una lástima que una película como El capital humano haya pasado tan desapercibida en nuestra cartelera. Es de esas obras de factura impecable que saben hurgar en nuestras heridas sociales, con un equilibrio estupendo entre sátira y crudo realismo. Se trata de una de las grandes producciones de esta temporada.

lunes, 17 de agosto de 2015

LOS TEMPLARIOS, UNA NUEVA HISTORIA (2001), DE HELEN NICHOLSON. LA REALIDAD DEL MITO.

A raíz del éxito de El código Da Vinci, salieron a la luz cientos de novelas protagonizadas por caballeros templarios, en las que se hacía hincapié en el presunto aspecto esotérico de éstos, algo que ya se venía produciendo desde hace tiempo, pero que la pésima narración de Dan Brown potenció hasta extremos nunca vistos. Desde luego la crónica y el desgraciado final de la Orden del Temple tienen muchos aspectos novelescos, pero un historiador riguroso debe ceñirse a los hechos, como hace Helen Hicholson en este resumen de los dos siglos de existencia de los templarios, estos atrayentes monjes-guerreros que cimentaron su prestigio ante la cristiandad intentando conservar Tierra Santa frente al islam y protegiendo a los peregrinos que allí acudían.

La conquista de Jerusalén, en 1099 y la creación del reino correspondiente, fue una noticia esperanzadora para los cristianos, una señal de que Dios estaba con ellos y contra el infiel. Por fin tenían posesión de la ciudad que había visto caminar a Cristo por sus calles. Pero hacía falta defender el nuevo reino de los intentos musulmanes de reconquista, por lo que el rey Balduino aprobó la petición de algunos caballeros de asentarse en un recinto junto al antiguo Templo de Salomón. De ahí surgió la Orden de los Templarios, que pronto se convertiría en una especie de multinacional que se asentó en prácticamente todos los países cristianos, con apoyo del papa. El pontífice le concedió privilegios al estilo de otras órdenes similares, como la del Hospital, que sería el gran rival de los templarios a la hora de de conquistar prestigio en defensa de la cristiandad y a la postre terminó quedándose con muchos de sus bienes, después de que la Orden del Temple cayera en desgracia a principios del siglo XIV.

Quien ingresaba en los templarios asumía la estricta disciplina de la Orden, que incluía la obediencia absoluta a los superiores y un estilo de vida muy austero, consecuente con una determinada visión de la religión cristiana. Los miembros de la orden debían comprometerse a llevar una vida de castidad y a renunciar a sus posesiones personales. Se esperaba que los caballeros templarios fueran los más temerarios en las batallas con el infiel, puesto que la muerte en la cruzada se consideraba la más honrosa.  De hecho, no solían tomar partido en las guerras intestinas que solían azotar los reinos cristianos: su razón de ser era arrebatar tierras a los musulmanes y defender lo ya conquistado, por lo que la Península Ibérica, en plena Reconquista fue un campo de actuación ideal para el Temple. Nos quedan muchos testimonios de ello, en forma de castillos e iglesias.

En general, el Temple gozaba de muy buena consideración en la sociedad occidental, ya que se suponía que casi todos sus ingresos - las rentas de sus tierras y las donaciones - iban destinados a financiar nuevas campañas en defensa de Tierra Santa. Sí que es cierto que siempre existían rumores acerca de sus riquezas ocultas y su proverbial avaricia, pero en general no se les daba demasiado crédito. A veces la Orden actuaba al modo de un banco donde podían efectuarse depósitos y también se concedían préstamos, aunque evitando la usura. Mucha gente donaba lo que podía a las Órdenes Militares, porque se suponía que eso iba a repercutir positivamente en su alma y en su destino después de la muerte. 

El proceso a los Templarios, relatado magistralmente en El fin de los Templarios, de Andreas Beck, fue toda una sorpresa en occidente y fue acogido con escepticismo por muchos monarcas y nobles, que vieron en esta acción una clara intención del rey francés Felipe IV, en dificultades económicas y aconsejado por sus asesores, por reafirmar su autoridad frente al papa y quedarse con las tierras de la Orden. Se acusó a los templarios de toda clase de herejías, de ser sodomitas y de adorar a ídolos. Las escenas que se vivieron en Francia fueron aterradoras, con gran parte de los miembros de la Orden encarcelados en penosas condiciones y torturados para lograr confesiones. Muchos de ellos, que no quisieron someterse, acabaron sus días en la hoguera. En otros lugares, como en Inglaterra, Francia o Aragón, hubo de acatarse la disolución de la Orden, pero el trato a sus miembros fue mucho más suave. 

El proceso, revisado por muchos historiadores, no ha conseguido sino mitificar aún más a los templarios, a los que la literatura del siglo XIX llegó a vincular con la búsqueda del Santo Grial, algo totalmente fuera de la realidad. En realidad la Orden estuvo formada por hombres rudos, simples y creyentes, que no destacaban por su cultura y cuyo mayor anhelo era servir a la cristiandad peleando en la defensa de los Santos Lugares, algo que sin duda agradaría a Dios. La verdad resulta incluso más fascinante que los mitos que se han ido acumulando a su alrededor y libros como el de Helen Hicholson ayudan a establecer una crónica rigurosa de lo que significó esta Orden en sus dos siglos de existencia medieval.

viernes, 14 de agosto de 2015

HIROSHIMA (1946-1985), DE JOHN HERSEY. LA CIUDAD APLASTADA.

A principios de agosto de 1945, los habitantes de Hiroshima vivían en un constante estado de ansiedad. Sabían que casi todas las ciudades importantes de Japón habían recibido devastadores ataques aéreos por parte del enemigo estadounidense, algunos tan terribles como las tormentas de fuego que destruyeron buena parte de Tokio. En Hiroshima algunos atribuían este hecho a la buena suerte, pero la gran mayoría intuían que algo especial se estaba preparando para ellos y los rumores se sucedían. Muchos sabían que la guerra estaba perdida, pero el espíritu patriótico, de devoción al emperador, seguía tan presente como siempre y la gente se afanaba en construir refugios antiáeros y cortafuegos urbanos. No se imaginaban que todas estas medidas eran completamente inútiles ante el poder de la bomba que se les venía encima.

Como es bien sabido, la bomba estalló a las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, hace ahora exactamente setenta años. La alarma había sonado temprano, como casi todos los días, debido al paso de grupos de aviones que se dirigían a otras ciudades, pero cuando el Enola Gay sobrevolaba Hiroshima, muchos habían decidido obviar la alerta ante un cielo que parecía despejado. La explosión de la bomba mató instantáneamente a decenas de miles de personas. Estos fueron afortunados si se compara su destino con el de quienes se encontraban un poco más alejados del centro de la ciudad, que sufrieron quemaduras terribles, sin saber muy bien qué les había atacado. Pronto se formaron amplias filas de seres humanos que, arrastrando sus cuerpos semiderretidos, intentaban alejarse de las terribles tormentas de fuego que estaban arrasando la ciudad. Uno de los aspectos que más impresiona es el estoicismo con el que, por regla general, las víctimas aceptaron su destino. Los heridos se quejaban en voz baja o callaban, esperando serenamente la muerte. Hasta los niños parecían seguir el ejemplo de sus mayores.

Los que tuvieron la suerte de no sufrir heridas de importancia, porque la fortuna quiso que en ese instante se encontraran en algún lugar que les hizo de parapeto, fueron testigos de escenas dantescas, nunca presenciadas por ojos humanos: 

"El señor Tanimoto, temiendo por su familia y su iglesia, corrió hacia ellos por la ruta más corta: la autopista Koi. Era la única persona que entraba a la ciudad; se cruzó con cientos y cientos que escapaban de ella, y cada uno parecía estar herido de alguna forma. Algunos tenían las cejas quemadas y la piel les colgaba de la cara y de las manos. Otros, debido al dolor, llevaban los brazos levantados en el aire, como si cargaran algo en ambas manos. Algunos iban vomitando. Muchos iban desnudos o en harapos. Sobre algunos cuerpos desnudos, las quemaduras habían dibujado patrones: tiras de ropa interior y suspensorios, y, sobre la piel de algunas mujeres —puesto que el blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía y lo conducía a la piel— se veían las formas de las flores de sus kimonos. A pesar de sus heridas, muchos ayudaban a los parientes que peor estaban. Casi todos inclinaban la cabeza, mirando al frente y en silencio, sin expresión alguna en el rostro."

El relato de John Hersey es uno de esos textos de puro periodismo que intenta indagar hasta las últimas consecuencias en uno de los episodios más traumáticos de la historia. El escritor llegó a la ciudad poco después de la rendición del Japón y comenzó a escribir un reportaje basándose en el testimonio de algunos testigos, que le narraron con exactitud sus experiencias. Después Hersey se dedicó a seguir sus vidas y el lector tiene noticias de ellas hasta los años ochenta, cuando ya se sabía sobradamente que las consecuencias de la bomba no se limitaban a la explosión, sino que los que habían estado expuestos a la radioactividad generada por la misma, contaban con muchas posibilidades de desarrollar terribles enfermedades, como así sucedió con buena parte de los supervivientes. Muchos de ellos hubieron de padecer durante años toda clase de males: las secuelas de horribles quemaduras, heridas que curaban y volvían a abrirse, tumores, úlceras y todo tipo de cánceres. Además, tuvieron de hacer frente a otro mal más inesperado y quizás aún más doloroso: el estigma social de ser una víctima de Hiroshima, un hibakusha. Las víctimas hubieron de esperar nada menos que a 1957 para que el Parlamento japonés promulgara una Ley de Cuidados Médicos para las Víctimas de la Bomba Atómica.

Uno de los debates más enconados - que Hersey apenas trata en su libro, porque fundamentalmente Hiroshima es un homenaje a las víctimas - es si fue necesario o no lanzar las dos bombas atómicas para acabar con la guerra. Es difícil pronunciarse al respecto a setenta años vista. El de Hiroshima no fue ni mucho menos el único horror de un conflicto lleno repleto de lo peor que puede dar de sí la humanidad: desde los primeros bombardeos efectuados por los nazis en Varsovia, Róterdam o Coventry, hasta la campaña de aniquilación de las ciudades alemanas y japonesas efectuada por los Aliados en los últimos años de la guerra. Y los japoneses no fueron ajenos, en modo alguno, a estas prácticas. Su ejército se comportó habitualmente de modo brutal en las zonas que ocupaba y es indudable que si hubiera contado con la posibilidad de lanzar una bomba atómica contra una gran ciudad estadounidense, su alto mando no se lo hubiera pensado dos veces. Esto no justifica en absoluto la decisión de Truman, pero la coloca en el contexto de una época de guerra total, de represalias continuas y de hartazgo general de un conflicto (recordemos que para entonces ya habían muerto casi cincuenta millones de personas) que había sido provocado precisamente por los países del Eje, por lo que la opinión pública estadounidense se sintió aliviada cuando supo que no iba a ser necesario luchar para conquistar Japón. Una de las supervivientes expresa muy bien esos sentimientos, vinculando su desgracia a la que padecieron tantos otros en medio mundo: 

"Estos pensamientos la llevaron a una opinión que no era la convencional de un hibakusha: demasiada atención se le prestaba a la bomba atómica, y no la suficiente a la crueldad de la guerra. Según su amarga opinión, eran los políticos hambrientos de poder y los hibakushas menos afectados quienes se concentraban tanto en la bomba, y nadie pensaba demasiado en el hecho de que la guerra había transformado en víctimas, indiscriminadamente, a los japoneses que sufrieron bombardeos atómicos o incendiarios, a los civiles chinos que fueron atacados por los japoneses, a los jóvenes soldados, japoneses y norteamericanos, que fueron reclutados a pesar de sus renuencias para acabar mutilados o muertos, y, por supuesto, a las prostitutas japonesas y sus bebés mestizos. Sasaki-san había conocido de primera mano la crueldad de la bomba atómica, pero sentía que más atención debía ser prestada a las causas de la guerra, y menos a sus instrumentos."

La ciudad de Hiroshima acabó convirtiéndose en un símbolo de paz, en el ejemplo vivo de las consecuencias en las que podría derivar la incipiente carrera atómica entre las dos superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. Si de algo debemos felicitarnos, después de conocer con toda su crudeza los horrores a los que tuvo que enfrentarse la población de la ciudad mártir, es de que no hayan vuelto a repetirse ataques atómicos o nucleares en las décadas siguientes, una señal de que al menos algo se aprendió con la experiencia. Leer la obra de Hersey y reflexionar sobre el nivel de crueldad al que puede llegar el ser humano es el mejor homenaje que se le puede rendir a las víctimas inocentes de aquel trágico 6 de agosto. 

jueves, 13 de agosto de 2015

PRIMAVERA CON UNA ESQUINA ROTA (1982), DE MARIO BENEDETTI. LOS HUNDIDOS Y LOS EXILIADOS.

Como bien narraba Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, el siglo XX fue terrible para la mayoría de los países latinoamericanos, llenándose el continente de dictaduras que en muchos momentos colaboraban entre sí. El caso de Uruguay fue especialmente triste, puesto que llegó a ser una democracia ejemplar amparada en un bienestar económico, llegándose a denominar al país como la Suiza de América. Pero fueron precisamente el deterioro económico y la inestabilidad política los que facilitaron el golpe de Estado de 1973. La represión de los militares, como era habitual en esos casos, no se hizo esperar y buena parte de los militantes de izquierdas fueron encarcelados, asesinados o huyeron al exilio. Esta es la situación de la que parte Primavera con una esquina rota, una novela profundamente humanista que analiza los sentimientos de unos personajes a los que las circunstancias históricas que les ha tocado vivir les han destrozado la existencia.

La novela gira en torno a la situación de Santiago, un preso político que lleva cinco años enterrado en vida en una de las sórdidas prisiones de la dictadura. La voz en primera persona del prisionero nos habla de la injusticia a la que está sometido, de los sinsabores del día a día, de las torturas padecidas y de la monotonía de la celda. Pero también está presente la esperanza. Santiago se aferra al recuerdo de su familia, a las breves comunicaciones escritas que puede establecer con ellos, aunque siempre existen sombras en estos anhelos, porque no puede olvidar un oscuro episodio vivido en el tiempo en el que estuvo en la clandestinidad, antes de ser capturado. En cualquier caso, su deseo es cambiar los barrotes por una puerta que pueda abrirse y cerrarse:

"Los barrotes están ahí, son una presencia real, admitida, comprendida en toda su chata magnitud. Pero los barrotes no pueden ser otra cosa que lo que efectivamente son. No hay barrotes abiertos y barrotes cerrados. En cambio, una puerta es tantas cosas. Cuando está cerrada, y siempre lo está, es la clausura, la prohibición, el silencio, la rabia. Si se abriera (no para un recreo, o para un trabajo, o para una sanción, que son otras tantas formas de estar cerrada, sino para el mundo) sería la recuperación de la realidad, de la gente querida, de las calles, de los sabores, de los olores, de los sonidos, de las imágenes y el tacto de ser libre. Sería por ejemplo la recuperación de vos y de tus brazos y de tu boca y de tu pelo y bah a qué intentar darle vueltas a un pestillo que no cede, a una cerradura inconmovible."

Mientras tanto su mujer y su hijita sobreviven en el exilio, en una especie de limbo que comparten con miles de compatriotas que se mueven desorientados por países que los acogen de mala gana. Es terrible no poder volver a la propia vida, ni siquiera en un hipotético futuro, porque heridas tan profundas dificilmente podrán sanar alguna vez. Graciela lleva años esperando fielmente a su marido, como una Penélope paciente, sabiendo que su Ulises está atrapado en una sima de la que quizá no salga nunca. Hasta que un día advierte que no puede seguir ejerciendo esa vida heroica y comienza una relación sentimental con Rolando, un amigo y compañero de Santiago. En esta situación terrible, al menos permanece la voz inocente de Beatriz, la hija del preso, que nos enseña, a través de una serie de discursos deliciosos, su peculiar visión de la realidad, en la que el mal es todavía un concepto abstracto que puede ser vencido y el mundo es un lugar que reserva maravillas escondidas a quien tenga suficiente capacidad de observación. Todo se reduce a esperar el momento mágico del regreso de su héroe: su padre.

El otro gran personaje de este eje es Rafael, el progenitor de Santiago, un hombre al que la experiencia le ha aportado serenidad y sabiduría, pero que sufre como nadie por la situación de su hijo, no solo por la que vive en ese momento, sino por la que conocerá una vez que sea libre. El hombre en cierto modo se siente culpable, aunque sepa que eso es absurdo, y le gustaría cambiarse por Santiago. El lector, que es un ser empático, puede ponerse en el lugar de Rafael y comprender su discurso, triste y a la vez lleno de aplomo y comprensión por la actitud de quienes le rodean.

Primavera con una esquina rota es un homenaje a todos aquellos seres a los que las dictaduras ha destruido o intentado destruir, una descripción de esas heridas profundas que jamás se borran de la piel de quienes han sobrevivido a esas experiencias de cárcel, tortura y exilio, tan comunes en el mundo, también en la actualidad, que ya casi pensamos en ellas como en algo rutinario:  

"la primavera es como un espejo pero el mío tiene una esquina rota / era inevitable no iba a conservarse enterito después de este quinquenio más bien nutrido / pero aun con una esquina rota el espejo sirve la primavera sirve"

miércoles, 12 de agosto de 2015

ANT MAN (2015), DE PEYTON REED. PEQUEÑO GRAN HOMBRE.

Creo recordar que conocí al Hombre Hormiga, ese superhéroe tan peculiar, con ocasión de su participación en una de las mejores historias de Los Vengadores, La guerra Kree-Skrull, en la que se introducía en el cuerpo del androide Visión para repararlo, quizá por influencia de la película Viaje alucinante, de Richard Fleischer. En ese cómic lo verdaderamente alucinante eran los dibujos del gran Neal Adams, que aprovechó como nadie las posibilidades que ofrecía esta excursión a un mundo en miniatura.

Así pues, Hank Pym, bajo sus identidades de Hombre Hormiga, Chaqueta Amarilla o Goliat, siempre ha sido un secundario del Universo Marvel, aunque gozando de grandes momentos en las páginas de Los Vengadores. Una de las particularidades del personaje, que muchos no saben, es que en los cómics él fue el padre de Ultrón y no Tony Stark. Además, Pym es famoso por haber maltratado a su compañera sentimental, la Avispa, un rasgo de su personalidad que se desarrollaba con maestría en la versión Ultimate de los héroes de Marvel. Es evidente que hubiera sido interesante (y aún más teniendo a Michael Douglas como protagonista) desarrollar este aspecto, pero entonces Ant Man hubiera sido una película de tema sórdido y hubiera alejado a la gente más joven de las salas. En cualquier caso el argumento no está mal planteado: Henry Pym es un hombre maduro, retirado del oficio superheroico desde que una misión salió mal y perdió a su esposa. Ahora necesita reclutar a alguien más joven para que se familiarice con su traje y le ayude a parar los pies a un ex alumno que intenta usar su tecnología con fines oscuros.

Se nota que como Ant Man no es un personaje tan icónico como el Capitán América o Iron Man, el director ha tenido cierta libertad de incorporar grandes dosis de humor a un guión que tiene su principal baza en el hecho de no tomarse demasiado en serio a sí mismo, aunque esté repleto de tópicos. Lo mejor de la película es sin duda la presencia de un Michael Douglas que otorga dignidad a su personaje e incluso protagoniza una curiosa escena en la que aparece treinta años más joven. Los efectos especiales, como no podía ser de otra manera, son otro de los puntos fuertes de la función y se utilizan con inteligencia al servicio de la historia. Un buen entretenimiento veraniego y una nueva incorporación al universo cinematográfico de Marvel, cuyo éxito nos anuncia que todavía quedan superhéroes para rato.

martes, 4 de agosto de 2015

LA ENCAJERA (1974), DE PASCAL LAINÉ Y DE CLAUDE GORETTA (1977). HUMILDE ENTRE LOS HUMILDES.

Las ficciones que disfrutamos bajo las denominaciones de literatura y cine son medios capaces de contar prácticamente cualquier historia. El único requisito es que el responsable de hacerlo sepa mantener el interés del lector/espectador en su narración. Por eso es posible que los relatos más simples escondan la mayor de las complejidades y los más enrevesados oculten el vacío más absoluto. El planteamiento de partida de La encajera no puede ser más sencillo: Pomme es una joven de dieciocho años con una vida gris, que transcurre casi en exclusiva entre su trabajo en una peluquería y la convivencia con su madre. A primera vista la chica es una de esas almas simples que parecen conformarse con la suerte que le ha deparado su existencia. Jamás una queja saldrá de sus labios, jamás se planteará la posibilidad de mejora alguna, aunque dicho conformismo no está reñído con cierta placidez vital:

"Bajo la redondez de alma, Pomme tenía un fondo de prudencia, aunque no deliberada, que se traducía en una enorme capacidad de sentimiento; era uno de esos humildes entre los humildes que podía disfrutar de la felicidad tan rara de consentirse plenamente a sí misma."

Pomme solo tiene una amiga, una compañera de trabajo con la que va de vacaciones a Normandía. Pronto Pomme quedará sola: su amiga decide que es un lastre a la hora de disfrutar de sus conquistas amorosas: Pomme parece no saber divertirse, escondida detrás del caparazón de su timidez y presunta simpleza. Pero es una chica guapa y no tardará en llamar la atención de un joven estudiante que veranea por allí. Entre ellos surge una indudable atracción y se establece una relación amorosa muy peculiar, en la que ella asume un papel absolutamente pasivo y complaciente y él un rol dominante, con el que se siente cómodo al principio, pero que le acaba pesando como un lastre. La convivencia en la habitación de estudiante de François se convierte en rutinaria: ella se desvive para que él se sienta cómodo: pinta las paredes, la decora, limpia, cocina y acude al trabajo con una sonrisa, pero mientras tanto el joven se atormenta, porque considera que su pareja es una auténtico enigma: no puede comprender una actitud tan sumisa y a la vez - en apariencia - tan indiferente ante el mundo que la rodea: 

"Pomme era para él un perpetuo y difícil acto de fe: ¿había deseado tener aquella aventura con él o bien se había resignado simplemente a los hechos, como todas las que se abandonan a los gestos del otro, del que no esperan nada, pero porque el esfuerzo de sustraerse a aquello tampoco tiene sentido? Y el placer que ella obtenía, ¿formaba parte incluso de su propósito? No era seguro; parecía por el contrario que Pomme fuese la primera sorprendida, que quedara confusa; se hubiera dicho que trataba de disculparse."

Pero Pomme no es más que alguien que quiere ser complaciente, alguien sin deseos propios, que solo vive para el otro. No se plantea un futuro de mejoras. Ni siquiera se plantea el futuro, solo vive y saborea el presente, quizá intuyendo que su felicidad interna no habrá de durar. ¿El comportamiento de François es injusto? ¿quizá termina sintiendo que Pomme es más una mascota que una pareja? En este sentido La encajera es una gran narración de carácter psicológico, en la que se explora una relación amorosa muy descompensada, tanto por clase social como por nivel cultural. ¿Pero ha de ser eso obstáculo para un amor puro? Para ella no parece serlo en absoluto. Para él es un inconveniente insalvable. Demasiada pureza, demasiada inocencia, demasiada perfección. Pomme terminará siendo una mártir que solo aspiró a su trocito de felicidad en este mundo en el que encajar es tan sumamente complicado. Como dice Lainé, quizá queriendo ser irónico, quizá cruel, "lo triste de esta historia, con boda o sin ella, con penas de amor o sin ellas, es que quizá no haya nunca nada que lamentar."

La encajera fue premio Goncourt hace cuarenta años. Sigue siendo una novela muy popular en Francia y apenas es conocida en nuestro país. Su versión cinematográfica gozó de dos virtudes principales: trasladar con acierto a imágenes una historia complicada y dar a conocer a esa gran actriz que sigue siendo Isabelle Huppert. Merece la pena acercarse a ambas obras y reflexionar acerca de las distintas tipologías de seres humanos, infinitas en sus matices. La mirada final, entre la súplica y la pregunta, que dedica Pomme-Huppert al espectador no tiene precio.

lunes, 3 de agosto de 2015

LA PRADERA SIN LEY (1955), DE KING VIDOR. LAS PROPIEDADES DEL ALAMBRE DE ESPINO.

Pocas realizaciones han reflejado con más fidelidad el ambiente de capitalismo salvaje que se vivía en las tierras que se iban conquistando en el Oeste de Estados Unidos que la serie Deadwood. En aquel ambiente en el que las riquezas se hacían y deshacían con suma rapidez, teóricamente existían un gobierno y unas autoridades, pero en muchas ocasiones el auténtico gobierno pertenecía a la ley del más fuerte. Aunque las nuevas tierras que se iban colonizando poseían prados inmensos y enormes recursos naturales, al final, como suele suceder, unos pocos propietarios lo iban acaparando todo. De esto habla, y con muy buen sentido, La pradera sin ley, del conflicto que surge cuando los ganaderos descubren que no hay recursos para todos y hace su aparición un elemento tan poco natural como el alambre de espino.

Dempsey Rae (un impagable Kirk Douglas) es un vaquero errante absolutamente adaptado a la dura vida en el Oeste americano. Se gana la vida vendiendo su trabajo a ganaderos, sabe como hay que tratar al resto de los hombres, conoce cuando disparar y es tan sabio como para huir de un lugar en el que empieza a aparecer el alambre de espino: su experiencia le dicta que pronto surgirá allí la violencia, aunque es capaz de cambiar de idea cuando le posee el deseo de venganza. 

Una vez expulsados los indios de las tierras de sus ancestros, el éxito económico de los colonos ha hecho que los ganados crezcan cada vez más y que surjan las disputas por los pastos. A falta de una autoridad clara, la iniciativa privada empieza a cercar terrenos para uso exclusivo de sus reses, algo que choca con la idea de libertad ideal que ha guiado el proceso de conquista del Oeste. El progreso consiste en poner trabas a esa libertad, en adquirir comodidades, como cuartos de baño modernos y en cuartear las praderas para asegurar que el propio ganado pueda alimentarse en invierno. He aquí el conflicto entre dos visiones del mundo: la romántica y tradicional, la de los espíritus aventureros, que necesitan buscarse la vida en comunión con la naturaleza y la moderna, que busca estabilidad, sedentarismo y crecimiento económico. La anarquía contra un capitalismo sin muchas regulaciones.

Pero es que además de su vocación ideológica, La pradera sin ley funciona como un western modélico, con un héroe desencantado, que se sabe destinado a convertirse en una reliquia en un mundo que progresa a pasos agigantados, un discípulo del héroe (William Campbell), destinado a equivocarse y a rectificar y, en suma, la descripción de una mitología reconocible que pronto habrá de transformarse en el germen de los Estados Unidos actuales. El alambre de espino, que protege al terrateniente y agrede al extraño, como expresión visible del sagrado derecho de propiedad, que va a ser la religión dominante a partir de ese momento.

domingo, 2 de agosto de 2015

CLUBES DE LECTURA EN MÁLAGA EN AGOSTO. VUELOS VERANIEGOS.

Llega agosto y el tiempo se ralentiza. Los calores de julio persisten y a uno le parece buena idea huir al norte, aunque sea por unos días, para verse libre de ferias y masificaciones. Pero un par de clubes de lectura persisten: el de Fnac y los de Más Libros Libres.  

En la Fnac se hablará del siempre espinoso tema de las relaciones amorosas a través de la exitosa novela El proyecto esposa, de Graeme Simsion.

Y el calendario de Más Libros Libres se puede consultar en este enlace:

http://maslibroslibres.com/clubes-de-lectura-en-mas-libros-libres-en-agosto/

Aprovechen el tiempo libre para leer algún novelón decimonónico. ¡Felices vacaciones!

Ilustración de Alberto Ruggieri: http://bibliocolors.blogspot.com.es/search/label/Alberto%20Ruggieri

sábado, 1 de agosto de 2015

A LA BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO. POR LA PARTE DE SWANN. (1913), DE MARCEL PROUST. EL ARTE DE LA EVOCACIÓN.

Acercarse a una obra como A la busca del tiempo perdido significa un momento importante para cualquier lector. Al igual que sucede con otras cimas de la literatura como Guerra y Paz, de Tolstói, Ulises, de Joyce o La montaña mágica, de Mann, se trata de emprender un camino difícil, repleto de obstáculos, a veces frustrante, pero a la postre, siempre satisfactorio. En obras como ésta el escritor plasma su obsesión artística y quien las lee puede apreciar el esfuerzo que ha costado la elaboración de cada página, de cada frase. El trabajo de Proust es nada menos que la evocación de un mundo, una forma de vida que prácticamente se perdió con la llegada de la Primera Guerra Mundial, la sociedad de una Europa mucho más inocente y despreocupada, repleta de conflictos sociales, pero a la vez confiada en la idea de progreso. Bien es cierto que su interés principal está en los salones de la gran aristocracia, en los que se dan cita personajes a la vez sublimes y ridículos. Un mundo cerrado y exclusivo, de gran refinamiento, que se alimenta de su autocomplacencia.

Pero si solo tuviéramos que destacar una característica de la extensa obra de Proust esta sería su obsesión por apresar el tiempo pasado a través de la evocación  "Para mí. la novela no es sólo psicología plana, sino psicología en el tiempo", escribió Proust en Ensayos y artículos. El narrador sabe que es un esfuerzo desproporcionado, porque los recuerdos son engañosos y atrapar la realidad pretérita, "(...) tratando de recordar, sintiendo en el fondo de mí unas tierras reconquistadas al olvido que se desecan y vuelven a formarse", con todos sus matices y sus infinitas complejidades, es imposible. No obstante se trata de un ejercicio al que todos nos entregamos tarde o temprano, aunque pocos pueden llegar al grado de detalle que consigue la prodigiosa escritura proustiana, que dedica párrafos enteros al ejercicio y técnica de esta evocación:

"Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido que tratemos de evocarlo, inútiles todos los esfuerzos de nuestra inteligencia. Está oculto fuera de su dominio y de su alcance, en algún objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que ni siquiera sospechamos. Y ese objeto, depende del azar que lo encontremos antes de morir, o que no lo encontremos."

La primera parte de Por la parte de Swann, Combray, contiene el célebre episodio de la magdalena, del sentido olfativo (a todos nos ha sucedido algo parecido alguna vez) que lleva inevitablemente a la activación de mecanismos de la memoria que creíamos ocultos para siempre. En este caso los recuerdos aluden a una infancia feliz, protegida por la sombra de los padres. La familia pasa sus vacaciones en Combray, un lugar que es rememorado con todo lujo de detalles: los paisajes, las construcciones, sus habitantes y las características de muchos de ellos. En realidad no sucede nada importante, pero la técnica narrativa de Proust hace que cada episodio posea un halo de trascendencia por la profundidad con la que es descrita la más pequeña anécdota. Y es que, para el narrador, en la propia biografía cada elemento, hasta el que parece más insignificante, tiene su importancia y de todos ellos se extraen aprendizajes que pueden ser muy útiles para el futuro: la subjetividad aparece aquí como la auténtica medida de la naturaleza humana que todos compartimos.

En Un amor de Swann, el protagonismo pasa a uno de los vecinos de Combray, el aristocrático y elegante Charles Swann, que se ha mostrado en la parte anterior como una especie de ser superior a los ojos del narrador. Este capítulo, que puede ser leído de forma totalmente independiente, cuenta el proceso de enamoramiento por parte de Swann de una mujer que no parece ser la idónea para un ser tan exquisito. El protagonista lo sabe, pero no puede evitar que una obsesión casi enfermiza se apodere de él . Odette de Crecy no es una dama a la que se reciba en los salones sin suscitar comentarios, más bien es una mujer con pasado y con muy mala fama, una presa fácil de hombres sedientos de lujuria. Al principio el mismo Swann manifiesta su desagrado, incluso físico, por Odette, pero Proust narra magistralmente el sutil goteo de sensaciones que va haciéndole cambiar de parecer y apoderándose de sus pensamientos. El dandy no se conforma con amar, también necesita conocer todos los pormenores del pasado del objeto de su amor, lo que deriva en ocasiones en un ejercicio de auténtico masoquismo en un ambiente en el que el prestigio social lo es todo, porque, como expresa Proust, en gran parte existimos a través de la visión de los demás:

"Pero ni siquiera desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida somos un todo materialmente constituido, idéntico para todo el mundo, y de quien basta a cualquiera con ir a informarse como si se tratara de un pliego de condiciones o de un testamento; nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás. Hasta el acto tan simple que denominamos «ver a una persona que conocemos» es en parte un acto intelectual."

En la tercera parte, Nombres de países, volvemos a la misma voz narrativa de Combray. En esta ocasión también asistimos a un proceso de enamoramiento, pero mucho más inocente, mucho más puro, el amor de un ser tan extremadamente sensible que es capaz de enfermar al evocar un futuro viaje a Italia, al principio del capítulo. Nombres de países contiene también hermosas descripciones de las ilusiones de la infancia, del invierno parisino, de la lluvia y de unos Champs Elysees cubiertos de nieve.

Proust es literatura exquisita, su lectura es una exploración de los límites de la narración o, lo que es lo mismo en este caso, de la remembranza. Sus frases son elaboradas y en ocasiones laberínticas, palabras de un individuo obsesionado por el tiempo y la subjetividad. Quizá los objetivos de su arte se encuentren resumidos en este párrafo:

" (...) durante mi lectura, ejecutaba incesantes movimientos de dentro afuera hacia el descubrimiento de la verdad, venían las emociones que en mí provocaba la acción en que tomaba parte, porque aquellas tardes contenían más acontecimientos dramáticos de los que suelen ocurrir en toda una vida. Eran los acontecimientos que pasaban en el libro que estaba leyendo; verdad es que los personajes implicados en ellos no eran «reales», como decía Françoise. Pero todos los sentimientos que nos hacen experimentar la alegría o el infortunio de un personaje real, sólo se producen en nosotros por conducto de una imagen de esa alegría o de ese infortunio; la genialidad del primer novelista consistió en comprender que, por ser la imagen el único elemento esencial en el mecanismo de nuestras emociones, la simplificación consistente en la pura y simple supresión de los personajes reales sería un perfeccionamiento decisivo. Por profunda que sea nuestra simpatía hacia él, a un individuo real lo percibimos en gran medida por nuestros sentidos, es decir, sigue siendo opaco para nosotros, ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad es incapaz de sobrellevar. Si una desgracia le golpea, sólo podremos sentirlo en una pequeña parte de la noción total que de él tenemos; es más, el propio individuo sólo podrá sentirlo en una parte de la noción total que de sí mismo tiene. El hallazgo del novelista consiste en que se le ocurrió sustituir esas partes impenetrables para el alma por una cantidad igual de partes inmateriales, es decir partes que nuestra alma puede asimilar."