lunes, 8 de febrero de 2016

SPOTLIGHT (2015), DE THOMAS McCARTHY. ESCANDALIZAR A LOS NIÑOS.

Si existe una profesión que se haya visto damnificada en los últimos años esta es la periodística. Y su crisis es especialmente grave, dado que no se basa solo en factores económicos, sino que las nuevas tecnologías han revolucionado la concepción del oficio, hasta el punto en que hay voces que aseguran que el periodismo tradicional está en decadencia y que el futuro pertenecería a una especie de periodistas-ciudadanos que, armados con sus teléfonos móviles, se dedicarían a contarnos lo más relevante que suceda en su ciudad en tiempo real. Es verdad que internet puede ser un instrumento de democratización de la información, pero también multiplica las posibilidades de manipulación de la opinión pública y de que lo verdaderamente importante se pierda en una maraña infinita de noticias y opiniones. Así pues, las democracias siguen necesitando de esos tipos independientes e insobornables que, incluso arriesgando en ocasiones su integridad física, son capaces de ofrecernos dosis de verdad cada mañana, pese a quien pese. Y es imprescindible que este trabajo se realice de manera profesional, a jornada completa. Difícil lo tenemos en este sentido, cuando cada vez son más los medios que dependen enteramente de la buena voluntad de sus anunciantes y ven así limitado el alcance de las noticias que puede ofrecer. En los últimos tiempos son cada vez más los ciudadanos que no creen necesitar que les informen, solo exigen los mantengan permanentemente entretenidos.

Spotlight es una de esas películas que nos hablan de lo necesario que es tener en nuestras sociedades a gente que indague en nuestros basuseros morales y saque a la luz la ropa sucia, sucísima de esas instituciones que deberían ser ejemplares como los partidos políticos, los sindicatos o las organizaciones religiosas. En esta ocasión se pone la lupa en la iglesia católica, y más en concreto en los lamentables casos de pederastía que han salpicado a esta institución en las últimas décadas. En 2001, un equipo especializado del Boston Globe, comenzó a investigar, a partir de una vieja noticia, la sospecha de que varios sacerdotes católicos habían estado abusando de menores y su único castigo había sido un cambio de parroquia (donde no habían tenido muchas dificultades para continuar con sus sucias aficiones). Es curioso que el impulso inicial fuera dado por un editor procedente de Miami, alguien de fuera que no temía escandalizar a su ciudad ni a sus tradiciones más arraigadas.

El caso implicaba al obispo de Boston, por encubrimiento, pero también a la maquinaria judicial que había facilitado acuerdos privados para olvidar los hechos. Pero es obvio que los abusos sexuales a menores son un delito público, que debe ser perseguido de oficio por la fiscalía y que pueden comportar penas de cárcel para sus ejecutores, inductores y encubridores. Pero la práctica durante años fue siempre la misma: pagar irrisorias indemnizaciones a las víctimas para que mantuvieran la boca cerrada. En realidad la iglesia siempre se ha sentido como un ente superior, al margen de las instituciones, que solo responde a través de su derecho interno, cuya ética puede rastrearse en el Catecismo. Y es que, según los responsables de la iglesia, había que salvaguardar la institución de cualquier escándalo, por el bien de los fieles, que son creyentes en la divinidad y por ello, en el fondo, son como niños inocentes en la fe.

La historia que cuenta Spotlight es la de esos poderes omnipresentes en ciertas sociedades que creen estar por encima del resto de los ciudadanos, que niegan las evidencias de actuación delictiva de sus miembros y cuando éstas son evidentes se dedican a esconder la cabeza como avestruces. En realidad puede que pasen un poco de bochorno en ocasiones, pero nunca les pasa nada, porque el apoyo ciudadano con el que cuentan, hagan lo que hagan, se comporten como se comporten, siempre será importante. Lo estamos viendo con el PP de Valencia, que en pleno Caso Bárcenas (hace dos días) seguían delinquiendo alegramente y lo seguimos viendo con la iglesia católica, a la que Estado alguno ha pedido seriamente explicaciones acerca de la actitud de sus clérigos, que han practicado la pederastía en porcentajes asombrosos. El verdadero problema, según se dice en un determinado momento en la trama, está en que quienes tildan de antinatural la homosexualidad o el sexo fuera del matrimonio, tienen por obligatorio el celibato (calificado de don de Dios), algo que sí que es verdaderamente antinatural y que hace que los instintos terminen desahogándose a través de víctimas inocentes. Luego viene la comprensión por parte de los dirigentes eclesiásticos y el lavado de ropa interno, cuando no la culpabilización de estas víctimas, auténticos juguetes rotos a los que en muchas ocasiones les ha costado décadas hacerse escuchar, ya que la figura de un cura sigue manteniendo su halo sagrado para muchisima gente, a los que resulta impensable que un representante de Dios en la Tierra pueda caer tan bajo.

La película de McCarthy es ejemplar en su planteamiento y ejecución. El punto de vista es casi siempre el de los periodistas, a los que seguimos en el día a día de su trabajo. No se incluyen escenas escabrosas, solo frías estadísticas y testimonios de las víctimas, tampoco se ahonda en la vida personal de unos protagonistas que parecen vivir por y para su trabajo. Si bien esto le resta algo de humanidad a la película, se compensa con lo que gana en objetividad. El periodista se enfrenta todos los días al hecho innegable de que su obra es efímera, de que las noticias que redacta dejarán de ser actualidad al día siguiente. Solo hay unos pocos reportajes que perduran en el tiempo, de los que se sigue hablando décadas después. Y este del Boston Globe, fue uno de ellos, premiado con el Pulitzer. Como todos sabemos, el caso no se limitó a la ciudad estadounidense, sino que fue la punta del iceberg de otros cientos de testimonios similares. Jamás conoceremos la verdadera dimensión de esta delincuencia sistemática, ni tampoco si sigue produciéndose impúnemente hoy día en cualquiera de los países en los que la iglesia sigue conservando cantidades importantes de poder espiritual y terrenal. Y para los que han practicado o encubierto estos crímenes o siguen haciéndolo, nunca está de mas recordar las palabras del fundador: "Y a quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que se colgara del cuello una piedra de asno (de molino) y se echara al mar."

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