viernes, 15 de julio de 2016

HARRY EL SUCIO (1971), DE DON SIEGEL. YO SOY LA JUSTICIA.

A principios de los años setenta, muchos norteamericanos sentían como las bases que habían regido la sociedad estadounidense hasta ese momento empezaban a ceder. A la importante crisis económica que comenzó en aquellos años se sumó un aumento espectacular de la delincuencia, la sangría de la Guerra de Vietnam y, lo que para muchos era lo peor de todo, una relajación general de las costumbres, que tuvo su reflejo en el cine de esta época, mucho más adulto y menos enconsertado en sus temáticas. Ahora que atravesamos una situación de crisis profunda en muchos conceptos, podemos entender mejor cómo se sentían los ciudadanos de esta época, desorientados y bastante asustados, porque estaban perdiendo las seguridades básicas que creían garantizadas en sus vidas.

En esta tesitura, un personaje como Harry el sucio provocó un impacto profundo. Como suele suceder en las épocas de crisis, una buena parte de la ciudadanía opta por el conservadurismo, por la mano dura. Y el policía interpretado por Clint Eastwood era la respuesta cinematográfica a estos anhelos. Harry es un agente de la ley desencantado después de la muerte de su mujer, que vive por y para su trabajo, hasta el punto de que es capaz de sacrificar sus horas de descanso acosando a un sospechoso. A Harry se le podría definir como alguien que disfruta cazando, solo hay que contemplar su expresión placentera cuando algún delincuente le ofrece una excusa para empuñar su impresionante Magnum, el gran símbolo (algunos lo definirán como fálico), de esta película.

No hay que olvidar en este punto que Harry el sucio es una obra concebida para manipular las emociones del espectador, presentando a un delincuente sádico y deleznable y a un sistema que no es capaz de hacerle frente con las armas convencionales del sistema judial. En esta tesitura, la presencia de un hombre como Harry Callahan, que no teme hacer lo necesario para parar los pies al asesino Scorpio, es acogida con simpatía por cualquier espectador, que se siente identificado con su posición. Para eso hace falta también presentar a la policía como un Cuerpo prácticamente inoperante, enconsertado por unas leyes excesivamente garantistas con los delincuentes y a un fiscal especialmente antipático, capaz de dejar en libertad a un sospechoso por algo tan incomprensible (para aquellos que no han estudiado Derecho) como una pruebas conseguidas por medios ilícitos.

"Los criminales son cobardes y supersticiosos", solía repetir un tal Bruce Wayne. Harry el sucio suscribiría plenamente esas palabras, puesto que opina que éstos se aprovechan de los resquicios de la ley para cometer sus crímenes impunemente. Harry se ve a sí mismo como una especie de último recurso, como un mal necesario al que hay que acudir cuando las cosas se ponen demasiado feas como para echar mano a los medios convencionales. En estos tiempos de estados de excepción, de temor permanente a un ataque de esos locos terroristas que anhelan morir en nombre de su religión, muchos otorgarían sin pensarlo el poder a individuos como Harry. O como Donald Trump, al que este estado permanente de inseguridad, de miedo al diferente, refuerza cada vez más. Quizá nuestras libertades, tan frágiles, están condenadas a este permanente movimiento oscilatorio, a este sacrificio a una idea de seguridad que, hoy lo sabemos más que nunca, jamás puede ser absoluta.

Aun así, la película de Don Siegel sigue siendo una obra maestra incontestable, uno de esos títulos que uno ve por primera vez de niño y al que sigue volviendo una y otra vez. Puede que la parte racional de nuestro cerebro nos alerte contra la actitudes de aquellos que se toman la justicia por su mano, pero la parte emocional prevalece durante todo el metraje de la cinta, lo que habla de lo bien planificada que está, de lo milimétrico de su guión. En todo momento nos identificamos con Harry, comprendemos sus motivaciones y queremos que aplaste a ese gusano de Scorpio (magistral interpretación de Andrew Robinson). Precisamente esto es lo que más pone los pelos de punta. Lo manipulables que somos, lo fácil que es convencernos de que es necesario sacrificar ésta o aquella libertad, o agredir a un determinado país o grupo para preservar nuestro presunto bienestar. O construir muros gigantescos que nos aislen de los habitantes de los países pobres, presentados como potenciales delincuentes, violadores o terroristas. Si algo nos están enseñando los últimos meses, es que no puede descartarse un escenario en el que los gobernantes estimen que ciertas libertades básicas dejen de tener sentido. Solo hace falta - y todo indica, desgraciadamente, que seguirá sucediendo - más atentados brutales y más dosis de miedo.

EL PABELLÓN DE LOS OFICIALES (1998), DE MARC DUGAIN. ADRIEN COGIÓ SU FUSIL.

Hace un siglo, la guerra se convirtió inesperadamente en una excitante realidad para millones de jóvenes franceses, que fueron movilizados para lo que se preveía iba a ser un conflicto corto. Esta excitación ante lo desconocido se transformó bien pronto en un sentimiento permanente de miedo: la realidad de la lucha en las trincheras superaba en horror a todo lo visto hasta el momento en el arte de la guerra. 

El destino ahorra esa experiencia al protagonista de la novela, pues es gravemente herido el primer día. En compensación, la bomba le ha dejado desfigurado, le ha arrancado toda la parte baja del rostro: Adrien inaugurará un pabellón en un hospital de París dedicado a casos como el suyo, a víctimas que tienen que sumar al dolor de sus heridas, la terrible realidad de perder la propia identidad, de convertirse en héroes monstruosos, que van a ser respetados por la comunidad (el protagonista terminará formando parte de la comitiva del Tratado de Versalles y recibiendo la Legión de Honor), pero marcados de por vida y, en cierta forma, marginados cuando la situación empiece a normalizarse en los años veinte. Ellos responderán de la mejor manera posible: con la unidad inquebrantable entre los miembros de la pequeña sociedad de los desfigurados de guerra.

Lo mejor de la novela de Marc Dugain es que se trata de una narración plenamente humanista, muy respetuosa con la memoria de toda una generación a la que le tocó vivir el peor de los infiernos y que jamás cae en lo morboso, por mucho que el tema pudiera invitar a ello. Es interesante también acercarse a las difíciles relaciones entre médicos y pacientes, unos heridos que constituían todo un desafío para una ciencia médica que debía desarrollarse a pasos agigantados para atender unos casos tan singulares:  

"Todavía son ustedes muy pocos... Si viera las salas de la tropa; estamos al completo. La primera sala, la de cuarenta y ocho camas está llena. No se había visto nada parecido en la historia de la cirugía. Sobre todo, en cuanto a heridas en la cara. Por la artillería. Los boches no se andan con chiquitas... Eso sí, la medicina avanza a pasos agigantados. De aquí al final de la guerra dejaremos las caras como nuevas, como si nada hubiera pasado. La destrucción masiva ayuda a aumentar el nivel de nuestros conocimientos, qué paradoja... (...) Cuando se trata de piernas, de brazos, es sencillo, se cortan y ya está. Con las caras no hay amputación que valga, tenemos que recuperar y eso es precisamente lo apasionante. Más para nosotros que para ustedes, la verdad."

Para quienes terminaban en el pabellón de los desfigurados comenzaba una lentísima etapa de recuperación, jalonada por numerosas operaciones, de cuyas posibilidades de éxito jamás se estaba seguro. Los soldados entraban en una especie de limbo, en una realidad sin tiempo a la que llegaban confusas noticias de los frentes de guerra. Las relaciones con el exterior eran escasas, pues todos se hallaban marcados por el miedo a mostrar su rostro ante los demás. Además, estaba el dolor, compañero permanente de casi todos los convalecientes, el dolor y la sensación de extrañeza, de amputación de la propia personalidad, inevitable en quienes han sufrido un trauma semejante:

"Nuestra relación con el tiempo iba cambiando. La idea de futuro se difuminaba. Vivíamos en el presente inmediato. Y en el dolor, que entra sin llamar, en cualquier momento del día y de la noche, juega con nosotros, simula que se marcha definitivamente para acabar regresando, imponiéndose con una violencia que sorprende cada vez. (...) A cada una de las veces que esta guerra de posiciones retomaba el movimiento, le seguía tal oleada de muertos que ninguno de los que estábamos en la sala nos librábamos de las malas noticias acerca de un padre, un hermano o un amigo caído en la batalla. Era mucha la desdicha que se añadía a la propia de nuestro estado." 

El pabellón de los oficiales, novela poco conocida en España, resulta ser un respetuoso y humanista acercamiento a un asunto poco tratado de la Primera Guerra Mundial. En realidad el protagonista jamás se arrepiente de haber salido a defender su país, aunque en sus palabras siempre está presente el fondo de amargura de quien ha sacrificado demasiado. Escrita con un estilo sencillo y poco grandilocuente, en sus páginas está presente todo el horror del más absurdo de los conflictos, aquel que inauguró el siglo XX y sirvió de precedente para uno todavía peor que debía ocurrir dos décadas más tarde.  

lunes, 11 de julio de 2016

DICTADORAS (2013) DE ROSA MONTERO. LAS MUJERES DE LOS HOMBRES MÁS DESPIADADOS DE LA HISTORIA.

Es sabido que una de las caracteristicas más comunes de los dictadores es la fascinación que producen en muchas mujeres. Para éstas el jefe supremo del Estado representa al macho alfa, al padre de la nación que a la vez es el hombre más deseado, que tiene poder de vida y muerte sobre el resto de la población. Aunque no todos los dictadores fueron depredadores sexuales al estilo de Benito Mussolini, el gran modelo en este sentido, siempre tuvieron facilidad para acceder a todo tipo de mujeres, que se les ofrecían con mayor o menor descaro. Aunque hoy cueste creerlo, el mismo Hitler, de imagen tan ridícula desde el punto de vista actual, era un ídolo de masas y un símbolo sexual para millones de jovencitas.

Quizá este fenómeno se deba a una primitiva atracción por el varón más fuerte, aquel que ha conquistado las posiciones predominantes en la tribu y capaz de ofrecer un mayor grado de protección. Además, existe otro factor que queda perfectamente explicado en esta frase del capítulo dedicado a Stalin:

"(...) hay mujeres que sufren el espejismo de creer que, debajo de toda esa ferocidad, se halla escondido un ser tierno y, lo que es peor, incluso que ellas podrán rescatarlo."

A analizar esa atracción hacia el abismo y la influencia que estas mujeres ejercieron en Stalin, Hitler, Mussolini y Franco se dedica este libro coordinado por la novelista Rosa Montero, que surge de una serie de documentales realizados en formato televisivo. Quizá este sea el gran problema de este libro: no se trata de una obra original, sino de la adaptación de los guiones de la serie a un volumen meramente divulgativo, que en realidad no aporta gran cosa al debate historiográfico, porque la mayor parte de sus breves capítulos tratan temas que ya han sido ampliamente tratados en toda clase de reportajes, libros e incluso películas. Cierto es que siempre es interesante leer alguna anécdota nueva y en ensayos tan ligeros como éste, abundan las mismas.

Quizá la parte más conseguida del volumen sea la dedicada al general Franco, seguramente porque fue un dictador en cuanto a sus relaciones con las mujeres. Franco fue fiel durante toda su vida a su esposa y no manifestó, que sepa, interés alguno en ninguna otra mujer (tampoco parece que despertara grandes pasiones entre las jóvenes españolas). En este sentido, el caudillo se comportó con la estricta fidelidad que cabe esperar de un practicante del cristianismo, aunque no fuera tan fiel a los preceptos evangélicos en otros asuntos, como a la hora de firmar condenas a muerte. Pero el verdadero interés de estos capítulos lo suscita una Carmen Polo a la que se retrata como una dama ambiciosa, sedienta de poder y de riquezas, hasta el punto de practicar el vicio de la acumulación de objetos y de propiedades:

"Con el tiempo el aspecto físico de Doña Carmen fue reflejando su personalidad. Así aquella adolescente esbelta, atractiva, de ojos oscuros y soñadores, empezó a parecerse a lo que los críticos del régimen decían que era: una urraca. Acaparaba absolutamente todo: joyas, antigüedades, cuadros, dulces, flores, bombones… Los numerosos regalos que recibía eran clasificados. Atesoraba lo que le interesaba, incluso productos perecederos, que luego regalaba sin advertir que estaban deteriorados, como sus famosos bombones rancios. Otra muestra de su avidez fue que fundió las medallas, bandejas y placas que había ido recibiendo Franco como obsequio y homenaje y los convirtió en lingotes de plata u oro"

Mientras vivió su esposo fue alguien intocable. Después de la muerte de Franco, jamás se recuperó del todo de la pérdida radical de influencia política y social que sufrió. En cualquier caso, tanto ella como su familia, siguieron siendo intocables hasta hoy en día. Jamás se produjo una investigación seria acerca del origen de su fortuna (así como tampoco del origen de la fortuna de las familias cercanas al franquismo) y, siendo las cosas como son en este país, sería extraño que alguna vez se produjera.

domingo, 10 de julio de 2016

CUENTOS COMPLETOS (1908-1924), DE FRANZ KAFKA. LA LITERATURA DE LA ANGUSTIA.

Leer a Franz Kafka es acercarse a uno de los mundos creativos más fascinantes de la literatura. Quizá la clave de la adicción que produce acercarse a un escritor a la vez tan hermético y transparante esté en su magistral exploración de aquellos aspectos vitales que tendemos a ocultar en nuestra vida cotidiana, en nuestra relación con los demás. La idea de angustia, esa compañera que suele acompañar de manera más o menos oculta todos nuestros pasos en este mundo, está siempre presente en cualquier escrito de Kafka. La angustia de las relaciones familiares, la del trabajo diario, la del cumplimiento de la ley, la que rige las relaciones con las autoridades con capacidad de castigo... Poco optimismo podemos encontrar en la literatura de quien ha terminado como el símbolo de la inseguridad del individuo, dotado de una escritura tan fría y sepulcral como algunos de los más tristemente célebres avatares del siglo XX, del que fue su profeta máximo. No obstante, para él la literatura lindaba con la idea de inmortalidad:

"La misión del escritor es convertir la mortalidad aislada en vida eterna, conducir lo casual a lo forzoso. El escritor tiene una misión profética."

Además, es paradójico, que en una carta a Felice Bauer, se describa a sí mismo como un muerto cuando está practicando dicha inmortalidad:

"Para poder escribir, tengo necesidad de aislamiento, pero no como un ermitaño, algo que no sería suficiente, sino como un muerto. El escribir, en este sentido, es un sueño más profundo, o sea la muerte, y así como a un muerto no se le podrá sacar de la tumba, a mí tampoco se me podrá arrancar de mi mesa por la noche."

Lo que es indudable es que Kafka sentía la necesidad de escribir, era un impulso superior a sus fuerzas. Esto quiere decir que principalmente escribía para sí mismo, quizá para ahuyentar sus fantasmas, aunque con las palabras plasmadas en el papel llegaran otros nuevos, en ocasiones más terribles. La conclusión más obvia de todo ello es que para él, todo lo que no significara la dedicación a la literatura era poco menos que un estorbo. Su tragedia es que para escribir, debía atender al resto de las obligaciones de la existencia y en demasiadas ocasiones esta simple realidad cotidiana se traducía en una especie de tortura, en una especie de vida mutilada. Este texto, perteneciente al relato Decisiones, resume su actitud ante la vida:

"Así, el mejor consejo es soportarlo todo, comportarse como una masa pesada y sentirse desaparecido; no dejarse sonsacar ni un paso innecesario; mirar al otro con mirada animal; no sentir arrepentimiento alguno; en suma, aplastar con la propia mano lo que queda de la vida como espectro, es decir aumentar la última tranquilidad sepulcral y no dejar nada excepto eso."

Pocos como el escritor checo han sabido explorar las contradicciones del poder ligado a la burocracia. Kafka conocía bien los mecanismos que rigen ese mundo a través de su propio trabajo en una compañía de seguros. Además, los viajes comerciales a los que se veía obligado provocarían una reflexión del concepto de poder desde un ángulo distinto, desde la perspectiva de los Estados imperiales y su relación con los rincones que forman la periferia. El Estado sería aquí un ente monstruoso e inabarcable, de cuyas disposiciones llegan noticias en ocasiones, tarde y mal. Un concepto que influiría posteriormente de manera decisiva en la obra de Jorge Luis Borges (La construcción de la muralla china es un relato que podría haber sido firmado perfectamente por el argentino), quien dejaría escrito al respecto: 

"Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas."

Es indudable que en la colección de cuentos de Kafka existen algunos que son realmente emblemáticos, leídos y citados constantemente por cualquier amante de la literatura: Ante le ley, quizá su relato más enigmático (no el más terrible, pues en este apartado rivalizaría con algunos candidatos) y más contradictorio, del que se han extraído miles de conclusiones que jamás han podido llegar al fondo de su mensaje, Un artista del hambre o la obsesión por ejercitar una profesión, aunque dicho ejercicio carezca de sentido para el resto de la humanidad, o En la colonia penitenciaria, en el que Kafka no ahorra al lector la descripción pormenorizada de la más terrible de las torturas. Pero existen otros relatos mucho más desconocidos, como Fue en verano, cuyo breve texto resume extraordinariamente algunas de las obsesiones de Kafka: el acto inocente que resulta no serlo tanto, el ejercicio implacable de la ley contra un ser insignificante que ha infringido un precepto ignorado y que poco a poco va tomando conciencia de su terrible situación. Un tema que está desarrollado con mucha más amplitud en El proceso, pero que se expone con toda crudeza en este pequeño cuento.

¿Quién puede penetrar con absoluta certeza en las ideas de Kafka, en su conciencia? La mejor guía siguen siendo los textos del propio escritor, atreverse a acompañarlo como lector en sus tormentos, asomarnos como voyeurs literarios a su vida íntima, a sus angustias y al tormento y goce de su labor literaria. Todo esto puede sintetizarse en este fragmento de una carta que escribió a su gran amigo Max Brod:

"Hoy, durante una noche de insomnio, cuando todo iba para uno u otro lado en mis sienes doloridas, cobré de nuevo conciencia, algo que casi había olvidado en los últimos tiempos relativamente tranquilos, de la fragilidad o incluso de la inexistencia del suelo sobre el que vivo, de la oscuridad de la que emergen a su gusto oscuras fuerzas que, sin atender  a mi balbuceo, destruyen mi vida. Escribir me permite seguir viviendo, pero sería más apropiado decir que permite  que siga existiendo aquel tipo de vida frágil e inconsistente. Con ello no quiero decir, naturalmente, que mi vida sea mejor cuando no escribo. No, en ese caso es aún peor y absolutamente insoportable, y tiene que desembocar en la locura. Pero esto solo con la condición de que, como resulta ser en realidad, también soy escritor cuando no escribo; y en cualquier caso un escritor que no escribe es un absurdo que desafía a la locura."