miércoles, 31 de agosto de 2016

VATHEK (1786), DE WILLAM BECKFORD. LA TENTACIÓN Y EL HORROR.

Leyendo el Vathek de William Beckford mi mente no puede dejar de evocar esas magistrales historias de corte oriental que dejó unos años antes el gran Voltaire. Ambos cuentan con cierta ambición moral, aunque a Beckford parece que le gusta decantarse más hacia lo macabro. La historia de Vathek remite también a otro mito literario: Fausto. El protagonista de esta novela es presentado como un gobernante despótico que se vuelve sádico e insensible cuando vislumbra la posibilidad de alcanzar el poder absouto. Vathek ha tenido una vida acostumbrada a los más variados placeres sensuales - de hecho ha hecho construir varios palacios dedicados al goce de los mismos - pero su naturaleza siempre le pide más. Aburrido de su plácida existencia, las circunstancias le van a dar la oportunidad de poner a prueba su ambición de dar un paso más en su ambición hedonista.

Pero dicha prueba no va a ser fácil. La ambición absoluta puede conllevar un sufrimiento absoluto que acabe derivando en la perdición del alma propia. La tentación tiene dos caras: la de la consecución fácil de objetivos complicados y la del precio inmenso que hay que pagar por ello. Si en algo destaca la escritura de Beckford es en su cuidada estética, lo que deriva para el lector en la visión de imágenes tan claras como un cuadro de vivos colores. El escritor inglés es preciso en unas descripciones que buscan despertar el sentido de la maravilla de unos lectores que no podían ni soñar con viajar al exótico Oriente. Aunque al final la trama se alargue algo y resulte un tanto decepcionante - algo que no le sucedía a Voltaire - leer a Beckford tiene algo de delicioso, porque nos damos cuenta de que sabe desarrollar muchos conceptos que apelan a nuestro subconsciente (la posibilidad de la perdición absoluta) y por lo tanto a nuestros peores temores, personalizados en ese viejo horrible, a la vez aciago y tentador.

Pero las sabias e irónicas palabras de Jorge Luis Borges, magistral prologuista del libro son las que mejor resumen su esencia, mezclando vida y literatura:

"Sólo tres días y dos noches del invierno de 1782 requirió William Beckford para redactar la trágica historia del califa. Lo hizo en francés. Según un dato registrado por mi compatriota, el crítico y poeta Enrique Luis Revol, Vathek fue el libro de cabecera de Byron. Beckford encarnó un tipo suficientemente trivial de playboy millonario, gran señor, viajero, bibliófilo, libertino y constructor de palacios. Levantó una azarosa mansión en Fonthill; de la cual, quizá afortunadamente para el buen gusto, no queda piedra sobre piedra."

domingo, 28 de agosto de 2016

THE DOORS (1991), DE OLIVER STONE. THIS IS THE END.

Todos los jóvenes y muchos adultos sueñan alguna vez con ser estrellas del rock. Yo creo que lo más atrayente de dicha condición es la posibilidad de ser el centro de atracción permanente. Subir a un escenario y ser el objeto de todas las miradas, sentirse el ídolo de millones de adolescentes debe ser una droga de efectos brutales para estimular el propio ego. Además, el cantante de un grupo de éxito está obligado a comportarse de forma excéntrica, incluso un poco violenta en ocasiones. Como decía Freddie Mercury, lo importante es que el show siga siempre adelante, estar siempre abiertos a la innovación, a ofrecer nuevas sorpresas al público. Entre todos estos cantantes de vida excesiva, irrepetibles y excéntricos, destacan los del llamado "club de los veintisiete", estrellas que murieron a una edad que a todos se nos antoja demasiado temprana (Jim Morrison, Jimi Hendrix, Kurt Cobain, Amy Winehouse...) pero que fue suficiente para forjar unos mitos que dejaron un cadáver joven aunque, en demasiadas ocasiones, no demasiado bonito. Quizá sea esta la edad en la que el cuerpo colapsa cuando se le ha estado estimulando desde la adolescencia con todo tipo de sustancias. 

Conocida es la obsesión del cineasta Oliver Stone con los años sesenta, un periodo en el que tuvo que servir en Vietnam, experiencia que marcaría toda su obra. Precisamente fue durante la guerra cuando conoció la música de Morrison, como le sucedió a muchos otros soldados (una realidad que reflejaría espléndidamente Francis Ford Coppola en Apocalyse Now). Quizá era una música adecuada para sobrevivir a un infierno absurdo e incomprensible. El genio que estaba detrás de todo aquello también era alguien bastante enigmático, Jim Morrison, un joven de personalidad algo errática, pero dotada de un carisma indudable. 

Al principio Morrison se mostraba como alguien extremadamente tímido, que llegaba a ofrecer sus actuaciones de espaldas al público, pero poco a poco fue desatándose como un monstruo del escenario, un tipo que era capaz de ofrecer todo tipo de improvisaciones, cambiar la letra de las canciones o moverse al ritmo de danzas tribales inspiradas en los nativos norteamericanos, hasta el punto de que la policía tenía que hacer acto de presencia en sus conciertos, vigilando al cantante y a un público al que éste era capaz de hacer enloquecer fácilmente. El tema The End fue quizá la más alta expresión de la manera de entender la música de Jim Morrison y su grupo, puesto que la canción podía durar minutos y minutos y el vocalista podía improvisar todo tipo de letras a un timo psicodélico e hipnótico, tomándose todas las libertades al respecto en un tiempo en el que todavía pronunciar una obscenidad en público era motivo de gran escándalo.

La película de Stone es casi tan pretenciosa y extraña como el propio Morrison. Queriendo ser un retrato de un personaje y de una época, a veces se desorienta en el experimentalismo y en intentos de virtuosismo cinematográfico, pero The Doors nunca pierde del todo el norte y acaba siendo una obra tan entretenida como estimulante. Desde luego no tan redonda como la posterior JFK, pero tampoco se trata de una obra fallida, puesto que refleja una visión muy personal de unos acontecimientos que al cineasta le hubiera gustado vivir mucho más de cerca. Mientras buena parte de la juventud estadounidense era machacada en Vietnam, en casa se conformaba un espíritu de rebeldía que se canalizaba a través de la masiva difusión del trabajo de grupos como The Doors. Lo curioso es que el propio Jim Morrison - Val Kilmer lo interpreta con indudable oficio -  parecía estar de vuelta de todo, también de la propia idea de rebeldía y habitar un mundo propio e incomprensible incluso para su gente más próxima, un carácter que en demasiadas ocasiones rozaba la locura. 

Quizá lo que se echa en falta en la obra de Stone es una mayor profundización en el personaje, no solo un retrato del mismo. Dicen algunos críticos que la imagen que se proyecta del cantante es demasiado extrema y que algunos de los episodios que se muestran en la película son totalmente inventados o fruto de rumores interesados. Sinceramente, no soy un experto en el tema y no sé hasta que punto la película es históricamente rigurosa. Es mejor contemplar The Doors como una espléndida obra experimental en la que en ocasiones podemos contemplar la existencia con los ojos de su protagonista, una realidad distorsionada por el efecto de las drogas, pero también enriquecida por la creatividad de Morrison. 

martes, 23 de agosto de 2016

UTOPÍA (1516), DE TOMÁS MORO. LA BÚSQUEDA DE LA SOCIEDAD PERFECTA.

Las obras que son capaces de crear un nuevo género literario son muy escasas, sobre todo si la palabra que lo designa - utopía en este caso - acaba haciendo fortuna y siendo utilizada para designar el tipo de sociedad al que debe aspirar el ser humano. Claro que el entusiasmo por crear una sociedad utópica puede degenerar en el peor de los infiernos, como bien nos probó el siglo XX. No obstante, es inevitable que cualquier pensamiento político pueda derivar en pensamiento utópico: el comunista con el socialismo científico al fin funcionando como predijo Marx o el ultraliberal soñando con una sociedad en la que el Estado solo tenga el papel de salvaguardar la sacrosanta libertad de mercado. Lo original es que Tomás Moro, un personaje que cuenta con una biografía muy curiosa e insólita (terminó siendo canonizado por la Iglesia Católica), pensara en estas cosas en un tiempo que se nos antoja muy remoto y las plasmara en un libro que, justo cinco siglos después de su publicación, continua gozando de muy buena salud y suscitando sanas discusiones.

Utopía se muestra al lector como una especie de falsa narración, en la que el propio autor cuenta su encuentro con un viajero que llegó a visitar la nación que de nombre al volumen. Después de esta introducción, el resto del libro está dedicado a describir las diferentes instituciones y forma de vida utópicas, dejando que sea el lector el que juzgue si se trata de la sociedad más perfecta que la humanidad podía concebir en aquel tiempo o de un disparate de imposible realización. La vida en aquella isla se basa en la abolición de la propiedad privada y con ello de todo deseo de enriquecimiento e incluso de estatus. Se supone que la eliminación del deseo por lo material fomenta la espiritualidad, la virtud y las buenas costumbres. La de Utopía es una sociedad igualitaria en la que la principal norma es el trabajo para el bien común. El Estado se organiza en ciudades con una misma estructura y los ciudadanos están obligados a pasar un tiempo trabajando en labores agrícolas, para experimentar en sus propias carnes lo que significa consagrar la vida a las mismas. Solo unos pocos están exentos de trabajo físico, pero primero han de demostrar un singular brillo intelectual que sea provechoso para el avance social.

El gobierno de Utopía intenta ser paternalista, tratando con justicia y benevolencia a sus ciudadanos. Las penas son proporcionadas a la infracción cometida e intentan no ser crueles (un problema muy común en la Europa de aquella época era la desproporción que existía en este ámbito). Además, existen pocas leyes y estas son claras y accesibles a cualquiera que quiera leerlas. El conocimiento perfecto de la legislación supone una gran ventaja, algo que es absolutamente imposible en nuestra sociedad, ni siquiera para los más expertos juristas:

"Tienen pocas leyes, pues para un pueblo instruido y organizado así muy pocas bastan. Sí, esa es la cosa que principalmente censuran en otras naciones: que no basten los innumerables libros de leyes y consideraciones sobre los mismos. En cambio ellos creen que va contra todo derecho y justicia el que los hombres tengan que estar sujetos a esas leyes, que son en número excesivo para poder ser leídas o ciegas y oscuras en demasía para que cualquier hombre sea capaz de entenderlas bien."

Uno de los aspectos que más llaman la atención, siendo Tomás Moro un reconocido católico, fiel seguidor de las enseñanzas de la Iglesia, es la institución de la libertad religiosa absoluta en la isla, hasta el punto de que lo expone como un bien, ya que la dispersión de credos y la tolerancia con los mismos fomenta la convivencia pacífica. Por supuesto, el único límite a la difusión de las propias creencias es la no utilización de métodos violentos o agresivos. También es sorprendente, en una época como el siglo XVI, que el autor se atreviera a elogiar el concepto de eutanasia. Este párrafo es uno de los contiene ideas más avanzadas en la obra: 

"Y viendo que su vida no es más que una tortura, que no sea reacío a morir, sino mejor que cobre buenos ánimos y se desembarace a sí mismo de esta dolorosa vida como de una prisión o de un potro de tormento, o permita de buen grado que otro le libre de ella. Y le dicen que obrando así hará sabiamente, viendo que con su muerte no perderá ningún privilegio sino que acabará con su dolor."

Aunque la sociedad utópica no esté exenta de puntos oscuros, como la ausencia de libertad de circulación, no invalida la idea que puede asaltar a numerosos lectores de que nos encontramos ante un sistema que merecería la pena poner en marcha. Que cuando se haya intentado establecer una sociedad similar a ésta se haya fracasado casi por sistema, dice mucho de la naturaleza humana, del inevitable deseo individual de poseer un estatus por encima del resto y lo poco atractivo de la idea de dedicar los esfuerzos laborales al progreso de la sociedad, en vez de al enriquecimiento individual. En cualquier caso, la palabra utopía sigue ahí, esperando que el próximo que la reivindique no acabe creando una terrible distopía.

jueves, 18 de agosto de 2016

SEMPER DOLENS. HISTORIA DEL SUICIDIO EN OCCIDENTE (2015), DE RAMÓN ANDRÉS. ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS.

¿Es el suicidio un acto de libertad última, la decisión más irremediable y a la vez absoluta a la que puede llegar un ser humano? No se trata de un tema que aparezca habitualmente en las conversaciones, el sucidio forma parte más bien de esos tabúes sociales, junto a la muerte misma, que es preciso ocultar de la existencia cotidiana. Ni siquiera las estadísticas existentes al respecto son enteramente fiables, pues muchos casos son ocultados, otorgando a dichas muertes otro tipo de causas. Esta negación de la vida es incomprensible para la mayoría, cuando no moralmente repudiada. Pero un vistazo a las causas que provocan tan dramática opción quizá nos puedan hacer reflexionar: dolores insoportables, el advenimiento de una enfermedad fatal, deudas impagables, la estigmatización social, un fuerte desengaño amoroso... Cualquier causa, incluso las más absurdas puede ser válida desde un punto de vista vital diferente al nuestro. Incluso el castigo. El castigo a quienes quedan atrás, el dolor provocado conscientemente a quienes tendrán que soportar las consecuencias de un acto incomprensible. También está la locura, claro, pero siglos atrás apenas podía distinguirse al que se suicidaba por una enfermedad mental de quien lo hacía por mera desesperación.

A pesar de todo, algunos suicidas ilustres siguen siendo ampliamente admirados. Está el caso de Sócrates, que pudo evitar su muerte, pero prefirió afrontarla para defender su idea de virtud. También está Jesucristo, que dijo más de una vez que se sometía voluntariamente a la muerte, una idea que fue acogida con entusiasmo por los primeros cristianos. Y por supuesto, quien se sacrifica en una batalla es celebrado como un héroe. Hay suidicios y suicidios. Para prácticamente cualquier occidental los terroristas que se estrellaron contra el World Trade Center eran unos fanáticos, unos locos. Para un islamista radical, pueden llegar a ser un modelo a seguir. Como ejemplo de que no siempre el suicidio fue visto como un mal absoluto, el Senado romano llegó a dar su beneplácito al ejercicio de la muerte voluntaria. Así lo expuso el retórico Libiano:

"El que no desee vivir por más tiempo que lo exponga al Senado. Si la existencia te es gravosa, muere; si la fortuna te depara un mal, bebe la cicuta; si el dolor te aflige, abandona la vida. Que el infortunado cuente su caso, que el magistrado le suministre el remedio y así su miseria tendrá un final."

Pero lo más común en el devenir de la historia - paradójicamente impulsado en gran parte por el Cristianismo - ha sido el repudio a la muerte voluntaria. El suicida era visto como alguien que decidía apartarse para siempre de la sociedad o, lo que es lo mismo, del pueblo de Dios. El cuerpo de quien acaba de morir por su propia mano no puede ser sepultado con los cristianos. Hasta el enlosado donde pisaba habitualmente puede estar maldito y debe ser sustituido, incluso puede llegarse a derribar su vivienda y confiscar sus bienes. Renunciar a la vida sin haber sido llamado por Dios es uno de los más mortales pecados: 

"En 1439 llovió tan torrencialmente en Basilea, donde todo quedó malbaratado a causa de la inundación, que sus habitantes atribuyeron la desgracia al hecho de que una mujer, que se dio muerte en la ciudad, había sido enterrada en un lugar sagrado. El consejo municipal decidió exhumar el cuerpo y arrojarlo al Rin. En ciertos países, ya en los albores de la época moderna, el autor de una muerte voluntaria, solía ser defenestrado, aunque no era infrecuente sacarlo de la casa boca abajo con el propósito de que el alma no ascendiera. Su rostro nunca debía dar a una ventana, no fuera que desde la otra vida recordara el camino de vuelta. Otros eran echados a un muladar, sus ropas quemadas y los bienes familiares confiscados. Cuando las había, las sepulturas de los que habían muerto por su mano resultaban de difícil acceso, y a veces se las disimulaba bajo las piedras y la hojarasca, al igual que las reservadas a los leprosos, los herejes y las mujeres que habían muerto de parto."

En nuestros días, como se ha dicho antes, el suicidio sigue siendo un acto estigmatizado. Al menos ahora el debate sobre la eutanasia está más abierto que nunca y la vida empieza a no verse como un valor absoluto, por encima de todo sufimiento. En secreto, todos y cada uno de nosotros sabemos que, en circunstancias extremas, el suicidio, ya sea por propia mano o con la ayuda de un tercero, puede ser un acto liberador. Saber que esta posibilidad está abierta, que es como una especie de último recurso si las cosas se ponen demasiado negras, facilita seguir el camino. En el fondo comprendemos - exceptuando los casos psiquiátricos - que quien opta por el camino del suidicio lo hace porque se encuentra en un lugar insoportable, con todas las puertas cerradas, con solo la de la muerte entreabierta. Bien es cierto que hay que ofrecer toda la ayuda a quien se encuentre en este caso, pues casi siempre existe la posibilidad de salir adelante, pero también hay que empezar a ser respetuoso con este tipo de decisiones, a pesar de que sean difíciles de entender.

Ramón Andrés ha escrito un volumen muy estimulante, repleto de información, que reflexiona admirablemente no solo sobre la muerte voluntaria, sino sobre el dolor absoluto e insoportable que lleva a ella. Comprender el suicidio como fenómeno humano puede también ayudarnos a conocernos un poco mejor. El mismo autor lo expresa así:

"Una de las intenciones de este libro, (...) es recordar que el malestar y la desesperatio son consustanciales al ser humano, y que nada, y acaso todavía menos la razón - o tal vez por ella misma -, las pueden remediar."

miércoles, 17 de agosto de 2016

LA BRUJA (2015), DE ROBERT EGGERS. UN CUENTO DE NUEVA INGLATERRA.

El Martillo de las brujas fue un libro tristemente famoso en la Edad Moderna. Publicado a finales del siglo XV, el Tratado firmado por Heinrich Kramer Jakob Sprenger se popularizó como un manual para detectar a las brujas que vivían ocultas en ciudades, pueblos y aldeas, lo cual justificó las violentas cacerías que se prolongaron hasta el siglo XVIII. De sus páginas podemos extraer perlas como ésta:

"Toda la brujería proviene del apetito carnal que en las mujeres es insaciable (...); está claro que no es de extrañar que existan más mujeres que hombres infectadas por la herejía de la brujería (...); tres vicios generales parecen un especial dominio sobre las malas mujeres, a saber, la infidelidad, la ambición y la lujuría. (...) Y bendito sea el Altísimo que hasta hoy protege al sexo masculino de tan gran delito; pues Él se mostró dispuesto a nacer y sufrir por nosotros, y por lo tanto concedió ese privilegio a los hombres."

Como puede observarse el texto irradia una poderosa misoginia, culpabilizando a las mujeres de suscitar los deseos sexuales masculinos. Como la Eva del Antiguo Testamento, la mujer era más propensa a caer en la tentación de adorar al Diablo para conseguir bienes terrenales. Por cada brujo, se decía, existen diez mil brujas. Había que andar con mucho cuidado en estos asuntos y denunciar a cualquier mujer sospechosa. Las féminas que intentaban alejarse un poco del orden establecido, eran las primeras candidatas a ser señaladas. Todo esto sucedía en un clima de miedo, de vigilancia constante a las acechanzas del Maligno. Por supuesto que este miedo engendró una plaga de histeria y paranoia, que acabaría llegando también a América del Norte, como tan magistralmente contó Arthur Miller en El crisol, basada en hechos históricos.

Este clima de miedo se encuentra magistralmente reflejado en La bruja, película que bebe de una larga tradición antropológica relacionada con estos seres imaginarios (pero muy reales en las mentes de quienes creían en ellos) tan repulsivos como fascinantes, que han inspirado obras maestras de artistas como Francisco de Goya. La película de Eggers oscila entre el relato de terror y la reflexión filósofica acerca del problema del mal. Porque los puritanos expulsados de la comunidad intuyen que, al haber sido separados del resto del grupo, el Mal no va a tener que superar barreras para instalarse entre ellos. Lo mismo dan sus rezos, sus apelaciones a la Fe. Han quedado marcados y la evidencia más patente de esta realidad es la impotencia del padre de familia, que es incapaz de proveer e intenta curar su inmensa frustación en el ejercicio inútil de partir con su hacha troncos y más troncos de leña.

La bruja no es una película concebida para quien busque una obra de género de terror convencional. Eggers, en su debut, ha puesto una especial atención a los detalles, exponiendo al espectador a pequeñas pistas para que trate de averiguar qué es lo que está sucediendo en realidad, si es todo resultado del miedo y la paranoia desatados o lo sobrenatural está realmente presente en esta fábula. La obra de Eggers nos habla también, como lo hacía en su momento la de Miller, de miedos muy contemporáneos. Hoy el miedo a las brujas se ha transformado en la paranoia que provocan los actos terroristas. Ya nadie se siente totalmente seguro en ningún sitio. La mera explosión de un petardo por parte de un niño puede desencadenar escenas de auténtico pánico. Y ya sabemos que el miedo suele engendrar medidas draconianas, aceptadas mansamente por la población en pos de su seguridad, para expulsar a estas nuevas y aterradoras brujas de su vida.

lunes, 15 de agosto de 2016

ESCUADRÓN SUICIDA (2016), DE DAVID AYER. LOS SUPERVILLANOS SOMOS GENTE HONRADA.

En los tiempos en los que yo empecé a comprar comics, allá por los ochenta y los primeros noventa, ser fan de DC era una tarea complicada. En España se conocían desde hacía mucho las colecciones de Marvel (X-Men, Vengadores, Spiderman), pero la distribución de DC - a pesar de los loables esfuerzos de editoriales como la añorada Zinco - era muy irregular y no llegaba a todos los kioskos de la época. Así que, independientemente de la popularidad a toda prueba de personajes como Superman y Batman, el resto del Universo DC era un gran desconocido para mí. Bastante más tarde descubrí muchas de sus joyas destinadas a un público más adulto, como el Batman de Frank Miller, el Watchmen de Alan Moore o el Sandman de Neil Gaiman, pero de grupos como este Escuadrón Suicida apenas tenía noticia y nunca leí nada de ellos, así que me enfrenté el sábado a su versión cinematográfica sin referencia previa alguna.

Después de la gran decepción que supuso la reciente Batman v Superman, una película cargada de dramatismo y grandilocuencia mal entendida, lo lógico es que los responsables de la franqucia cinematográfica de DC virasen un poco hacia una manera más lúdica y divertida de entender el género, quizá influenciados por el éxito de Deadpool, una película que triunfó precisamente por saber cómo no tomarse en serio a sí misma. El encargado de revitalizar - a medias - el decaido Universo DC ha sido David Ayer, director que el año pasado nos regaló una lúcida visión de los últimos combates de la Segunda Guerra Mundial en Europa con Corazones de acero.

Escuadrón Suicida empieza muy bien, con una impecable presentación de cada uno de los personajes, con una efímera presencia de Batman como invitado especial. La clara inspiración de Ayer ha sido el clásico de Robert Aldrich Doce del patíbulo, cambiando soldados condenados a muerte por supervillanos: también en esta ocasión el gobierno tiene que reclutar a lo peor de lo peor para salvar una situación complicada. El punto más fuerte de Escuadrón Suicida es la evidente química que trasluce entre todos sus personajes, aunque hay dos en los que se profundiza bastante más que el resto: Deadshot (con una solvente interpretación de Will Smith, que se ve que se ha tomado el proyecto en serio) y Harley Quinn (a la que da vida una Margot Robbie que sabe convertirse por momentos en la estrella de la función). Se ve que los responsables de la película, como ya ocurriera con la celebrada Guardianes de la Galaxia, de James Gunn, han trabajado en la compenetración del grupo, para disfrute del espectador.

Pero, a diferencia de la última película nombrada, en la que prácticamente todos sus aspectos estaban equilibrados, Escuadrón Suicida cuenta con un gran problema en la segunda mitad: el villano, puesto que en este aspecto se ha optado por transitar por caminos demasiado conocidos. Se trata de una entidad ultrapoderosa, que lanza rayos y relámpagos y que tiene una debilidad demasiado obvia: no hay personalidad ni motivaciones claras, por lo que la película cojea demasiado en este aspecto. Otro punto polémico es la presencia del Joker de Jared Leto. Se trata de una versión tan radicalmente alejada del espectáculo que nos ofreció Heath Ledger en El caballero oscuro, de Christopher Nolan, que ha causado mucha división entre los fans. A falta de poder escucharla en versión original, a mí me ha parecido una interpretación muy interesante, pero que ofrece muchísimas más posibilidades que, supongo, se desarrollarán en el futuro, sobre todo respecto a sus pasados enfrentamientos con Batman. Frente al psicópata retorcido de Ledger, este Joker es más una especie de estrella criminal a la que le gusta la popularidad. La historia de amor con Harley Quinn está apenas entrevista. Todavía no sabemos si esta relación será un punto a favor o en contra en el progreso del personaje.

Mientras tanto nos quedamos con la diversión que genera Escuadrón Suicida, una película dotada de un buen ritmo cinematográfico, que nos hace recuperar las esperanzas en el futuro de un Universo que todavía transita varios pasos por detrás del de Marvel. 

miércoles, 10 de agosto de 2016

SANGRE, SUDOR Y LÁGRIMAS (2008), DE JOHN LUKACS. CHURCHILL Y EL DISCURSO QUE GANÓ UNA GUERRA.

A pesar de lo que decía Tolstoi, hay ocasiones en las que el devenir de la historia depende de las decisiones de un solo hombre. Y en pocos momentos esto fue tan obvio como en mayo de 1940, en el instante en el que Francia estaba siendo apaleada por el Tercer Reich y el nuevo Primer Ministro británico decidió, contra toda lógica (o eso parecía en el aquel momento), que su país debía seguir la guerra costase lo que costase. Enseguida se dedicó a la tarea de organizar la defensa del país y galvanizar la resistencia de sus ciudadanos. Eran días extraños, en los que los acontecimientos se sucedían rápidamente y parecían prever un pronto desastre absoluto para los Alíados. Solo un hombre con la sangre fría y la visión de futuro de Churchill - que también sabía medir los riesgos y calcular probabilidades - podía asomarse más allá de los acontecimientos inmediatos y prometer una victoria que parecía quimérica.

Bien es cierto que a nosotros nos ha llegado una versión un tanto distorsionada de lo que sucedió aquellos días. Mientras Francia sucumbía, las noticas llegaban a los ciudadanos ingleses con cuentagotas. Nadie podía imaginar que el país aliado podía caer en menos de un mes y menos aún que su propia nación estuviera en peligro. La vida seguía con cierta normalidad y Churchill debía ser el que despertara a sus compatriotas, el que les explicara el sentido de la lucha que iban a emprender y los enormes sacrificios que conllevaba:

""Los británicos resistieron". Esto es lo que la mayoría de los norteamericanos pensó en 1940, esto es lo que piensa sobre 1940 (...) la mayoría de los ciudadanos en los países de Europa Occidental conquistados por los alemanes. (...) juzgamos los acontecimientos en función de sus consecuencias. Los historiadores, sin embargo, a la vez que persiguen la verdad, deben abrirse paso a través de una jungla de mentiras. (...) En mayo de 1940, los británicos no pensaban (...) que Hitler estuviera ganando la guerra. Quizá estuviera ganando su guerra contra Francia, pero no contra Inglaterra."

El premier británico siempre creyó que Estados Unidos no toleraría el bombardeo de Inglaterra sin intervenir. En realidad costó mucho convencer a los estadounidenses y - no lo olvidemos - finalmente fue el propio Hitler el que les declaró la guerra. El otro puntal de la victoria, la Unión Soviética, se tambaleó peligrosamente cuando fue embestido de manera sorpresiva por los alemanes, pero finalmente se transformó en el actor decisivo de la victoria.

El libro de John Lukacs retrata a un Churchill bastante alejado de la imagen que se tiene de él. Un ser inseguro en la intimidad, depresivo y bebedor, pero que supo tomar las decisiones acertadas en el momento justo, que se alzó como un guía imprescindible cuando las tinieblas empezaban a cercar Londres. Quizá porque comprendía mejor que nadie el carácter y las motivaciones del diablo, encarnado en esta ocasión por Adolf Hitler, un dirigente, que, tampoco hay que olvidarlo nunca, tuvo en su mano ganar la guerra.

martes, 2 de agosto de 2016

SUAVE ES LA NOCHE (1934), DE FRANCIS SCOTT FITZGERALD. DOLOR Y DINERO.

Los años que siguieron a la catástrofe que supuso la Primera Guerra Mundial fueron alegres, como si la gente quisiera pasar página lo antes posible. Los muertos y los heridos seguían presentes, pero la vida seguía y el carácter lúdico de la misma se puso de moda, al menos para quien podía permitírselo. El escritor Francis Scott Fitzgerald es el autor paradigmático de esta época, cuyo espíritu está recogido en sus novelas y cuentos. Su vida fue tan interesante como sus narraciones y pocas tan autobiográficas como Suave en la noche, en la que la conciencia del escritor se transfiere al carismático y algo misterioso Dick Diver, un personaje que, como veremos, mantiene una lucha interior de la que no saldrá bien parado.

En los años veinte no era raro encontrar grupos de americanos adinerados exiliados en las costas del sur de Francia. La fascinación por la vieja Europa, que algunos ya habían conocido como soldados y la calidad de vida que podían obtener por un precio razonable, se unían para conformar estas pequeñas comunidades. La novela empieza presentándonos la vida cotidiana de una de ellas, una existencia aparentemente perfecta, repleta de jornadas en la playa, hoteles caros y buenas bebidas alcohólicas. En este contexto, la figura de Dick Diver destaca como una especie de guía espiritual, aunque él no se haya postulado para este papel. Pero la aparente perfección de Dick - guapo, con esposa rica, de carácter mesurado y con estudios - guarda un secreto: la antigua enfermedad mental de su mujer, una circunstancia que cree controlada, pero de la que sabe en secreto que es una bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento.

La aparente felicidad de los Diver, su perfección física y moral, no es más que una fachada que el lector va viendo desmoronarse ladrillo a ladrillo, desde las infidelidades de la pareja hasta una especie de angustia vital que embarga a ambos, como si su existencia se conformara a través de intervalos vacíos, como si estuviera repleta de pequeñas prisiones, de las que se pueden escapar solo para caer en otra más desasosegante aún. Una muestra de su tormento cotidiano:

"A Dick le invadió una sensación de angustia. Era terrible que una torre tan hermosa no se mantuviera firme en el suelo, sino sólo suspendida, suspendida de él. Hasta cierto punto aquello era justo. Para eso estaban los hombres, para ser puntal e idea, viga maestra y logaritmo. Pero en cierto modo Dick y Nicole habían pasado a ser uno y el mismo, no seres opuestos y complementarios; ella era también Dick, era la médula de sus huesos. Él no podía ver cómo Nicole se desintegraba sin ser parte de esa desintegración. Su intuición se desbordó en ternura y compasión."

Aunque sabe mantener el interés del lector casi en todo momento, Suave es la noche no es una narración perfecta. Se nota que el autor tenía que pulirla todavía, pues muchos de sus pasajes están literariamente muy descompensados (famosa es la polémica, creada por el propio autor, acerca de si los capítulos debían seguir una línea temporal firme o viajar al pasado en un determinado momento). Hay que decir que gran parte del valor de esta ficción proviene precisamente porque parte de un elemento autobiográfico muy acusado, por lo que los alicientes para su lectura se ven muy acentuados.